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– ¿Sabe? A veces, al contemplar los campos de deportes, me acuerdo de algunos juegos concretos. Veo a los jugadores tal como eran. Oigo el sonido del balón, voces, silbidos y aclamaciones. Envejecer es terrible. Los recuerdos se imponen sobre las realidades. Son un triste sucedáneo. Bueno… -escrutó con detenimiento a Jeffrey-, me resulta conocido, pero no del todo. Por lo general reconozco a todos mis ex alumnos, pero a usted no acabo de situarlo.

– No fui alumno suyo.

– ¿No? Entonces, ¿en qué puedo ayudarle? -inquirió.

– Me llamo Jeffrey Clayton. Estoy buscando información…

– Ah -dijo el profesor, asintiendo con la cabeza-. Eso está bien. Quedan tan pocas…

– Perdón, ¿cómo dice?

– Personas que busquen información. Hoy en día, la gente se contenta con aceptar lo que le dicen. Sobre todo los jóvenes. Como si buscar el conocimiento por sí mismos fuera una tarea anticuada e inútil. Lo único que quieren es aprender lo que necesitan para aprobar algún test estándar, para acceder a alguna universidad de prestigio, conseguir un buen trabajo que no les exija mucho esfuerzo, dinero, algo de éxito y comprarse una casa grande en un barrio seguro, un coche espacioso y muchos lujos. Nadie quiere aprender, porque el aprendizaje intoxica. Pero tal vez usted sea distinto, ¿no, joven?

Jeffrey se encogió de hombros con una sonrisa. -Nunca he visto una relación directa entre el conocimiento y el éxito.

– Aun así, viene en busca de información. Eso es excepcional. ¿Qué clase de información?

– Sobre un hombre que usted conoció.

– ¿De quién se trata?

– De Jeffrey Mitchell. Fue profesor de su departamento.

Maynard se meció en su asiento, con los ojos clavados en su visitante.

– Esto es de lo más curioso -dijo-, pero no del todo inesperado, ni siquiera después de tantos años.

– ¿Se acuerda de él?

– Pues sí, me acuerdo. -Continuó mirando a Jeffrey. Instantes después, añadió-: Presumo que es usted pariente del señor Mitchell, ¿no es así?

– En efecto. Era mi padre.

– Ah, debí imaginarlo. Veo un parecido notable en las facciones, y también en la complexión. Él era alto y delgado, como usted. Esbelto y atlético. Un hombre que ejercitaba tanto la mente como el cuerpo. ¿Toca usted el violín también? ¿No? Ah, es una lástima. Él tenía bastante talento. En fin, hijo de ese hombre a quien conocí pero no demasiado bien, ¿qué información es la que viene a buscar?

– Él falleció…

– Eso me contaron. Eso leí.

– En realidad, no murió.

– Ah, qué interesante. ¿Y vive todavía?

– Sí.

– ¿Y tiene usted contacto con él?

– No lo he visto desde que era niño. Desde los nueve años. Hace ya veinticinco.

– ¿Así que, como un huérfano, o, más bien, como un niño trágicamente cedido en adopción, usted ha emprendido la búsqueda del hombre que le abandonó?

– Quizás «abandono» no sea la palabra más adecuada. Pero sí, en cierta forma sí.

El profesor de Historia puso los ojos en blanco, giró en su silla, dirigió otra larga mirada a los campos de juego por la ventana y luego se volvió de nuevo hacia Jeffrey.

– Joven, le recomiendo que no se embarque en ese viaje.

Jeffrey, de pie ante el escritorio, titubeó.

– ¿Y por qué no? -preguntó.

– ¿Espera sacar algún provecho de esa información? ¿Llenar algún hueco en su vida?

Jeffrey no creía que eso fuera precisamente lo que buscaba, pero supuso que había al menos algo de cierto en ello. Lo asaltó la duda al pensar que quizá le convenía determinar con claridad qué quería averiguar. Pero en lugar de expresar esto en voz alta, dijo:

– ¿Lo recuerda?

– Por supuesto. Me causó una impresión extraña.

– ¿Cuál?

– La de que era un hombre peligroso.

Por unos instantes Jeffrey se quedó sin palabras.

– ¿En qué sentido?

– Era un historiador de lo más insólito.

– ¿Por qué lo dice?

– Porque a la mayoría de nosotros simplemente nos intrigan los caprichos de la historia. Por qué sucedió esto, por qué pasó lo otro. Es un juego, ¿sabe? Como calcar un mapa en un papel que no es lo bastante traslúcido.

– Pero ¿es que él era distinto?

– Sí. Al menos eso me parecía.

– ¿Y entonces?

El hombre mayor vaciló y luego se encogió de hombros.

– Le encantaba la historia porque… le recuerdo que es sólo una impresión mía… tenía la intención de utilizarla. Para sus propios fines.

– No le entiendo.

– La historia a menudo es una compilación de los errores del hombre. Mi sensación era que su padre tenía sed de conocimiento porque estaba decidido a no cometer los mismos errores.

– Comprendo… -empezó a decir Jeffrey.

– No, no lo comprende. Su padre impartía clases de historia europea, pero ése no era su auténtico campo.

– ¿Y cuál era?

El hombrecillo sonrió de nuevo.

– Es sólo una opinión. Una intuición. En realidad no tengo pruebas. -Hizo una pausa y suspiró-. Me estoy haciendo viejo. Ya sólo doy una clase. De último curso. A los alumnos les da igual mi estilo. Descarnado. Agresivo. Provocador. Pongo en tela de juicio las teorías, las convenciones. Ése es el problema cuando eres historiador, ¿sabe? El mundo actual no te gusta mucho. Sientes nostalgia por los viejos tiempos.

– Decía usted que su auténtico campo era…

– ¿Qué sabe usted de su padre, señor Clayton?

– Lo que sé no me gusta.

– Qué respuesta tan diplomática. Perdone que lo diga con tanta crudeza, señor Clayton, pero su padre me dio una gran alegría cuando me dijo que se iba. Y no es porque fuera un mal profesor, pues no lo era. Seguramente fue uno de los mejores que he conocido jamás, y también muy popular, pero ya habíamos perdido a una alumna. Una joven desafortunada secuestrada en el campus y sometida a un trato de lo más brutal. Yo no quería que hubiera una segunda.

– ¿Cree que él tuvo algo que ver?

– ¿Qué sabe usted, señor Clayton?

– Sé que la policía lo interrogó.

El anciano sacudió la cabeza.

– ¡La policía! -resopló-. No sabían qué buscar. Verá, un historiador sabe. Sabe que todos los sucesos son la combinación de muchos factores: la mente, el corazón, la política, la economía, el azar y la coincidencia. Las fuerzas caprichosas del mundo. ¿Lo sabe usted, señor Clayton?

– En mi especialidad, las cosas también funcionan así.

– ¿Y cuál es su especialidad, si me permite la indiscreción? -preguntó el hombre mayor, frotándose la punta de su nariz rota.

– Doy clases sobre conductas criminales en la Universidad de Massachusetts.

– Ah, qué interesante. Entonces su especialidad es…

– Mi especialidad es la muerte violenta.

El viejo profesor sonrió.

– También era la de su padre.

Jeffrey se inclinó hacia delante, formulando una pregunta con su lenguaje corporal. El historiador se balanceó en su asiento.

– Lo cierto es que llegué a preguntarme por qué -prosiguió el anciano- a lo largo de los años nunca apareció nadie que buscara respuestas sobre Jeffrey Mitchell. Y, conforme pasaba el tiempo, a veces me tomaba la libertad de pensar que ese famoso accidente de tráfico se había producido de verdad y que el mundo se las había arreglado para esquivar una bala pequeña pero mortal. Es un tópico. No debería caer en los tópicos, ni siquiera ahora que soy viejo y no soy tan útil aquí ni en ningún otro sitio como en otra época. Un historiador debe dudar siempre, dudar de las respuestas fáciles. Dudar de la idea de que la suerte tonta y ciega le ha traído buena fortuna al mundo, porque rara vez lo hace. Dudar de todo, pues sólo a través de la duda, sazonada con un poco de escepticismo, puede uno albergar la esperanza de descubrir las verdades de la historia…