Выбрать главу

El viejo historiador desplegó una sonrisa irónica.

– Pero, mi pobre señor Clayton, dudo haberle dicho nada que pueda serle de ayuda, y sí muchas cosas que pueden perturbarlo. Algunas que pueden provocarle pesadillas. Y, desde luego, unas cuantas que le inquietarán hoy, y mañana, y seguramente durante mucho tiempo. Pero ¿algo que le ayude? No, no creo que esta clase de conocimientos ayude a nadie, y menos aún a un hijo. No, habría sido usted mucho más sensato y afortunado si nunca hubiera hecho estas preguntas. Es raro, pero a veces esas terribles lagunas de ignorancia son preferibles a la verdad.

– Tal vez tenga razón -respondió Jeffrey con frialdad-, pero yo no tenía esa opción.

Jeffrey percibió el olor denso del humo, pero no pudo determinar de dónde provenía. El cielo del mediodía era un manto marrón de bruma y contaminación, y lo que se quemaba, fuera lo que fuese, contribuía a hacer más deprimente el mundo.

Se detuvo a unas manzanas de la casa donde había vivido sus primeros nueve años, en la calle principal de la pequeña ciudad, célebre por un crimen cometido muchos años atrás. Cuando estudiaba, había pasado un tiempo en una biblioteca de la universidad, hojeando decenas de libros sobre el secuestro, buscando fotografías de su ciudad natal en aquella época anterior. Hacía décadas había sido un lugar pertinazmente tranquilo, una zona rural dedicada a la agricultura y la privacidad, un microcosmos del mundo benévolo y tradicional de la América de pueblo, que con toda seguridad era lo que había atraído al mundialmente conocido aviador a Hopewell en un principio. Era un sitio que le daba la sensación ilusoria de estar en un refugio, sin alejarlo de la corriente política en que se hallaba inmerso. El aviador era un hombre poco corriente, a quien parecía alterarle y atraerle a la vez la fama que le había valido su proeza transatlántica. Como es natural, el revuelo que causó el secuestro cambió todo eso. Lo cambió de un día para otro, debido a la invasión de la prensa que cubrió el caso y el circo mediático que se armó en torno al juicio contra el acusado, celebrado en la misma calle, en Flemington; lo cambió de manera más sutil en los años siguientes al dar a Hopewell una reputación extraña basada en una sola acción perversa. Fue como un tinte insoluble en el agua, algo de lo que la ciudad ya no podría librarse, por muy idílica que fuera. Y, con el paso de los años, el carácter del pueblo también había cambiado. Los granjeros vendieron sus tierras a los promotores inmobiliarios, las parcelaron y construyeron viviendas de lujo para los ejecutivos de Filadelfia y Nueva York que creían poder escapar de la vida urbana al mudarse a otro sitio, pero no muy lejos. La localidad sufría las consecuencias de su proximidad a las dos ciudades. Pocas cosas había en el mundo, pensó Jeffrey, más potencialmente devastadoras para un territorio que el quedar a mano.

Su propia casa había sido más antigua, una reliquia reformada que databa de la época del secuestro, aunque estaba situada en una calle lateral cerca del centro de la ciudad, y la finca del aviador, de hecho, estaba a varios kilómetros de allí, en plena campiña. Jeffrey recordó que su casa era grande, espaciosa, llena de rincones oscuros y zonas de luz inesperadas. El dormía en una habitación frontal de la primera planta, que tenía una forma semicircular, victoriana. Intentó visualizar el dormitorio, y lo que le vino a la memoria fue su cama, una librería y el fósil de algún antiguo crustáceo prehistórico que había encontrado en el lecho de un río cercano y que, en la precipitación con que se marcharon, olvidó meter en la maleta y lamentó durante años haber dejado. La piedra tenía un tacto fresco que lo fascinaba. Le había gustado deslizar los dedos sobre el relieve del fósil, casi esperando que cobrara vida bajo su mano.

Ahora, arrancó el coche, diciéndose que sólo estaba allí para obtener información.Este viaje a la casa de la que habían huido no era más que una búsqueda a ciegas.

Avanzó en el coche por su calle, luchando en todo momento por desterrar sus recuerdos.

Cuando se detuvo, y antes de alzar la vista, se recordó a sí mismo: «No hiciste nada malo», lo que se le antojó un mensaje más bien extraño. Luego se volvió hacia la casa.

Veinticinco años constituyen un filtro incómodo, al igual que la distinción entre tener nueve años y tener treinta y cuatro. La casa le parecía más pequeña y, a pesar del tenue sol que batallaba contra el cielo gris, más luminosa. Más radiante de lo que esperaba. La habían pintado. El tono gris pizarra que recordaba en el revestimiento de tablas y el negro de los postigos habían cedido el paso a un blanco con adornos verde oscuro. El gran roble que antes se erguía en el patio y proyectaba su sombra sobre la fachada frontal había desaparecido.

Bajó del coche y vio a un hombre agachado, ocupándose de unos arbustos junto a los escalones de la puerta principal con un rastrillo en las manos. No muy lejos de él había un letrero de SE VENDE. El hombre volvió la cabeza al oír cerrarse la portezuela de Jeffrey y alargó el brazo para coger algo que el profesor supuso que sería un arma, aunque no alcanzó a ver nada. Se acercó al hombre despacio.

El hombre, de unos cuarenta y tantos años, era fornido y tenía un poco de barriga. Llevaba unos téjanos con la raya bien planchada y una anticuada chaqueta de piloto con el cuello forrado de piel.

– ¿Puedo ayudarle? -preguntó cuando el profesor se aproximó.

– Probablemente no -respondió Jeffrey-. Yo viví aquí durante poco tiempo, cuando era niño, y casualmente pasaba por aquí, de modo que he decidido echar un vistazo a mi viejo hogar.

El hombre asintió, más tranquilo al ver que Clayton no representaba una amenaza.

– ¿Quiere comprarla? Se la vendo a buen precio.

Jeffrey negó con la cabeza.

– ¿Vivió usted aquí? ¿Cuándo?

– Hace unos veinticinco años. ¿Y usted?

– Nah, no llevo tanto tiempo. Nos la vendió hace tres años una pareja que solo llevaba aquí dos, tal vez tres. Ellos se la habían comprado a otra gente que sólo estaba de paso. Este sitio ha tenido muchos propietarios.

– ¿De veras? ¿Y cómo se lo explica usted?

El hombre se encogió de hombros.

– No lo sé. Mala suerte, supongo.

Jeffrey le dirigió una mirada inquisitiva.

El hombre volvió a encogerse de hombros.

– Lo cierto es que nadie que yo haya conocido ha tenido suerte aquí. A mí acaban de trasladarme. Al puto Omaha. Dios santo. Tendré que sacar de su ambiente a los niños, a la mujer y hasta al perro y el gato de los cojones para mudarme a ese sitio donde sabe Dios qué hay.

– Lo siento.

– El tipo que estaba antes tuvo cáncer. Antes de eso, había una familia con un chico al que atropello un coche en esta misma calle. Oí a alguien decir que le parecía recordar que se había cometido un asesinato en la casa, pero bueno, nadie sabía nada, e incluso yo consulté los periódicos viejos pero no encontré nada. Esta casa está gafada. Al menos no me han dado la patada en el curro. Eso sí que habría sido mala suerte.

Jeffrey clavó la vista en el hombre.

– ¿Un asesinato?

– O algo así. Yo qué sé. Como ya le he dicho, nadie sabía nada. ¿Quiere echar una ojeada?

– Tal vez sólo un rato.

– Deben de haber remodelado el lugar tres veces o quizá cuatro desde que usted vivió aquí.

– Seguramente tiene razón.

El hombre guió a Jeffrey por la puerta principal hasta un pequeño recibidor y luego lo llevó en una visita rápida por la planta baja: la cocina, una habitación que se había añadido más recientemente, la sala de estar y un cuarto reducido que Jeffrey recordaba como el estudio de su padre y en el que ahora había una cadena de música y un televisor que ocupaba toda una pared. La mente de Jeffrey se puso a trabajar a todo tren, intentando resolver matemáticamente una ecuación que había permanecido latente en lo más profundo de su ser. Todo le parecía más limpio de lo que recordaba. Más iluminado.