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– Mi mujer -comentó el hombre-, ella es la única a quien le gusta tener arte moderno y dibujos al pastel en las paredes. ¿En qué habitación dormía usted?

– En la primera planta, a la derecha. Una de las paredes era circular.

– Ya. Mi despacho en casa. Instalé unos cuantos estantes para libros y mi ordenador. ¿Quiere verlo?

A Jeffrey lo asaltó un recuerdo: él estaba escondido en su alcoba, con la cabeza sobre la almohada. Hizo un gesto de negación.

– No -respondió-. No hace falta. No es tan importante.

– Como quiera -dijo el propietario-. Joder, me he acostumbrado a enseñar la casa a agentes inmobiliarios y a sus clientes, así que se me da bastante bien hacer de vendedor. -El hombre sonrió y se dispuso a acompañar a Jeffrey a la puerta-. Le debe de dar una sensación algo extraña, después de tantos años, ahora que tiene un aspecto tan diferente y todo eso.

– Una sensación un poco extraña, sí. La veo más pequeña de lo que la recordaba.

– Es lógico. Usted era más pequeño entonces.

Jeffrey asintió con la cabeza.

– De hecho, yo diría que la única habitación que está igual es el sótano. Nadie se explica por qué.

– Perdón, ¿cómo dice?

– Ese cuartito tan raro que está en el sótano, pasada la caldera. Joder, apuesto a que la mitad de la gente que vivió en este lugar ni siquiera sabía de su existencia. Nosotros lo descubrimos porque vino un técnico del control de termitas y cayó en la cuenta cuando estaba dando golpes a las paredes. Apenas se ve la puerta. De hecho, ni siquiera había una maldita puerta cuando él lo encontró. El sitio estaba tapiado con Pladur y yeso, pero cuando el tipo de los bichos le arreó un porrazo, sonó a hueco, así que a él y a mí nos entró la curiosidad y echamos abajo el tabique.

Jeffrey se quedó de piedra.

– ¿Una especie de habitación secreta? -preguntó.

El hombre extendió las manos a los lados.

– No lo sé. Tal vez lo fue en otro tiempo. ¿Algo así como un zulo, tal vez? Hace mucho que no bajo a echarle un vistazo. ¿Quiere verlo?

Jeffrey movió la cabeza afirmativamente.

– Vale -dijo el hombre-. No está muy limpio eso de ahí abajo. Espero que no le importe.

– Enséñemelo, por favor.

Detrás de las escaleras había una puerta pequeña que, si la memoria no le fallaba a Jeffrey, comunicaba con el sótano. No recordaba haber pasado mucho tiempo allí abajo. Era un sitio polvoriento, oscuro, intimidador para un niño de nueve años. Se detuvo en lo alto de las escaleras mientras el propietario bajaba con ruidosas pisadas. «Algo más», pensó. ¿Otra razón? Un cerrojo en la puerta. Un recuerdo caprichoso le vino a la cabeza; notas apagadas de violín, ocultas. Secretas, como la habitación.

– ¿Sólo se puede bajar por aquí? -preguntó.

– No, hay una entrada fuera, también, en un costado. Una trampilla y un hueco, donde antiguamente había una carbonera. Hace mucho que ya no la hay, claro está. -El hombre accionó un interruptor, y Jeffrey vio cajas apiladas y un caballito de balancín-. No uso este sitio más que para guardar trastos -añadió el hombre.

– ¿Dónde está la puerta?

– Por aquí, detrás del quemador de fuel, nada menos.

Jeffrey tuvo que apretujarse para pasar junto al calentador, que se encendió con un golpe sordo justo en ese momento. La puerta a la que se refería el hombre era una lámina de aglomerado que tapaba un pequeño agujero cuadrado en la pared que llegaba desde el suelo hasta la altura de los ojos de Jeffrey.

– Yo puse ahí esa tabla de madera cutre -señaló el hombre-, como ya le he dicho, antes había Pladur, como en la pared. Apenas se notaba que estuviera ahí. Llevaba años tapiado. A lo mejor fue en otro tiempo un depósito de carbón que se reacondicionó. Había sitios así en muchas casas. Los cerraron cuando las minas de carbón dejaron de funcionar.

Jeffrey deslizó la tabla a un lado y se agachó. El propietario se inclinó hacia delante y le alargó una linterna que estaba sobre un cuadro eléctrico cercano. Unas telarañas cubrían la entrada. El profesor las apartó y, ligeramente encorvado, entró en la habitación.

Medía aproximadamente dos metros y medio por tres y medio, y el techo, a unos tres metros, estaba recubierto con una capa doble de material de insonorización. En el centro, colgaba un solo portalámparas, sin la bombilla. No había ventanas. Olía a moho, a tumba. Se respiraba un aire como el del interior de una cripta. Las paredes estaban pintadas con un grueso baño de blanco radiante que reflejaba la luz de la linterna a su paso. El suelo era de cemento gris. La habitación estaba vacía.

– ¿Ve lo que le decía? -comentó el propietario-. ¿Para qué carajo sirve un sitio como éste? Ni siquiera como almacén. Cuesta demasiado entrar y salir. ¿ Habrá sido alguna vez una bodega de vino? Tal vez. Frío hace. Pero no sé… Alguien lo usó para algo en otro tiempo. ¿Usted recuerda algo? Joder, para mí es como una celda de Alcatraz, salvo porque apuesto a que allí los presos tenían ventanas.

Jeffrey recorrió despacio las paredes con el haz de la linterna. Tres de ellas estaban desnudas. En la otra había un par de anillas pequeñas, de unos ocho centímetros de diámetro, sujetas en cada extremo.

Enfocó las anillas con la luz.

– ¿Tiene idea de para qué pueden servir? -le preguntó al propietario-. ¿Sabe quién las instaló?

– Ya, las vi cuando vino el de control de plagas. Ni la más remota idea, amigo mío. ¿A usted se le ocurre alguna posibilidad?

Se le ocurría, pero no la expresó en voz alta. De hecho, sabía exactamente para qué se habían utilizado. Alguien atado a esas anillas parecería, suspendido contra esa pared blanca, la silueta de un ángel en la nieve. Se acercó y pasó el dedo sobre la pintura blanca y lisa junto a las anillas. Se preguntó si descubriría en el yeso de la pared hendiduras y muescas rellenadas con masilla y cubiertas después de pintura; el tipo de marcas que dejan las uñas en momentos de pánico y desesperación. Dudaba que la pintura lograse superar un examen a fondo realizado por la policía científica; con toda seguridad había partículas microscópicas de alguna víctima. Pero veinticinco años antes, el agente Martin había sido incapaz de reunir pruebas suficientes, de modo que ni siquiera el juez más comprensivo había podido dictar una orden de registro. Décadas después, el fumigador había dado con la habitación cuando buscaba el foco de una plaga, sin saber que había hallado una de dimensiones totalmente distintas. Jeffrey se preguntó si la policía del estado de Nueva Jersey habría sido siquiera la mitad de astuta. Lo dudaba. Dudaba que tuviesen idea de lo que buscaban.

Jeffrey se agachó y deslizó el dedo por el frío suelo de cemento. La luz no puso de manifiesto mancha alguna. Ni el menor resto de alguna sustancia rojiza. ¿Cómo se las había arreglado él? Tendría que haber habido sangre y demás vestigios de la muerte por todas partes. Jeffrey respondió a su propia pregunta: lo había forrado todo con láminas de plástico. Se podían conseguir en cualquier ferretería y tirar en cualquier vertedero. Se puso a olfatear, intentando percibir el rastro revelador de un disolvente, pero el olor no había sobrevivido al paso de las décadas.

Se volvió despacio, para abarcar con la vista la reducida habitación. Allí no había gran cosa, pensó. Entonces comprendió que eso era de esperar.

Allí arrodillado recordó la voz de su padre diciéndole después de una cena silenciosa y cargada de tensión que se llevara su plato y sus cubiertos al fregadero, los enjuagara y los metiera en el lavavajillas. «Debes limpiar siempre lo que ensucies», el tipo de admonición que todos los padres hacen a sus hijos.

Sin embargo, en el caso de su padre, encerraba un mensaje que iba mucho más allá.

El profesor se enderezó. Por lo que había visto, no podía juzgar si aquel pequeño cuarto había presenciado un horror o cientos. La primera posibilidad le parecía más probable, pero no podía descartar la segunda.