– ¡Eh! -exclamó éste cuando Jeffrey se levantó y salió del archivo dejando la máquina encendida.
El profesor decidió intentar conversar de nuevo con el abogado, aunque esta vez sospechaba que le convendría esgrimir argumentos más contundentes.
Unos pocos olmos descuidados crecían en la calle donde se encontraba el bufete, y la oscuridad empezaba apoderarse de sus ramas desnudas. Una farola de vapor de sodio emitió un breve zumbido cuando su temporizador la encendió, y arrojó un círculo de luz difusa a media manzana. La hilera de casas de ladrillo rojo acondicionadas como oficinas comenzó a sumirse en penumbra mientras grupos de empleados salían a la calle. Jeffrey vio guardias de seguridad escoltar a más de un puñado de oficinistas, con armas automáticas en las manos. En cierto modo era como contemplar a un perro pastor al cargo de un rebaño.
Sentado en su coche de alquiler, acariciaba el guardamonte de su pistola de nueve milímetros. Suponía que no tendría que aguardar mucho rato a que apareciera el abogado. Esperaba que el hombre, como correspondía a su arrogancia, saliera solo, pero no confiaba demasiado en esa posibilidad. El letrado H. Kenneth Smith no habría alcanzado el éxito que parecía haber conseguido si no fuera prudente.
La expectación y el miedo atenazaron a Jeffrey cuando tomó conciencia de que el paso que iba a dar acabaría por llevarlo más cerca de su padre.
No había tardado mucho en deducir la rutina vespertina del abogado. Una exploración rápida del barrio entre el parlamento y el bufete una hora antes le había revelado un único aparcamiento ocupado sobre todo por coches de lujo último modelo y un letrero que decía: ALQUILER MENSUAL DE PLAZAS. NO HAY TARIFAS POR DÍA. No había vigilante en el aparcamiento; en cambio, estaba cercado por una valla de tela metálica de tres metros y medio de altura con alambre de espino en lo alto, El acceso y la salida estaban regulados por una puerta corredera controlada a distancia por un sensor óptico. Asimismo, había una entrada estrecha en la valla. Se accionaba con un mando de infrarrojos; la gente apuntaba, pulsaba el botón y la cerradura se abría con un zumbido.
A Jeffrey le cabían pocas dudas de que el abogado dejaba su coche en el aparcamiento. La jugada sería interceptar al hombre en el lugar donde fuera más vulnerable, un lugar nada fácil de identificar. Seguramente entre las funciones del corpulento portero figuraba la de acompañar a su patrón hasta que se encontrase a salvo, sentado al volante. Jeffrey suponía que el guardia dispararía sin dudarlo contra cualquiera a quien juzgase peligroso, sobre todo en el trayecto entre el bufete y el aparcamiento. Una vez dentro de la zona de estacionamiento, el abogado quedaría protegido por la valla y fuera de su alcance. Jeffrey movió hacia atrás el mecanismo de carga de la pistola para introducir una bala en la recámara y concluyó que tendría que abordarlos en la calle, justo antes de que llegaran al aparcamiento. En ese momento estarían concentrados en lo que tenían delante y tal vez no se darían cuenta si alguien se les acercaba rápidamente por detrás. Reconoció que no era un buen plan, pero era el único que había podido idear con tan poca antelación.
En caso necesario, trataría al guardia de seguridad como lo habría hecho el agente Martin: como un mero obstáculo que se interponía entre él y la información que deseaba. No estaba del todo seguro de si le pegaría de verdad un tiro al hombre, pero necesitaba la colaboración del abogado, y temía que dicha colaboración tendría un precio.
Aparte de comprometerse intelectualmente a usar el arma -un compromiso, hubo de admitir, muy distinto del acto real de apretar el gatillo-, no contaba más que con el factor sorpresa. Esto le disgustaba y se sumaba a la inquietante mezcla de emoción y rabia que bullía en su interior.
Sacudió la cabeza y se puso a tararear desafinada y nerviosamente mientras vigilaba la puerta principal del bufete.
El atardecer envolvía el coche y la primera de las sirenas de la policía de la tarde había pasado a sólo una manzana de allí cuando Jeffrey vislumbró al guardia de seguridad, que se asomó a la puerta falsa y echó una ojeada cautelosa a uno y otro lado de la calle. En cuanto el hombre se volvió en otra dirección, Jeffrey bajó del coche y se refugió en las sombras que se formaban al borde del pasadizo. Mientras observaba, oculto tras varios coches aparcados, un árbol y la oscuridad, sujetando con fuerza la pistola junto a su pierna, vio al abogado, al guardaespaldas y a la secretaria salir del edificio. Hacía fresco, y los tres, arrebujados en sus abrigos, caminaban deprisa contra el viento, que arreciaba y levantaba los papeles tirados en el suelo, que se arremolinaban sobre la acera. Jeffrey le dedicó un breve agradecimiento al frío, pues hacía que estuvieran menos atentos a lo que ocurría a sus espaldas y los mantenía con la vista al frente.
El estaba justo al lado del aparcamiento. El trío atravesaba rápidamente la penumbra creciente de la tarde, sin reparar en que él avanzaba en paralelo por la otra acera. Intentaba moverse con paciencia, a una distancia suficiente de ellos para no ser lo primero que vieran si se volvían bruscamente. Apretó el paso ligeramente, pensando que tal vez había dejado que se alejaran demasiado. Sin duda el agente Martin habría sabido con exactitud a qué distancia debía permanecer; lo bastante lejos para que no lo descubrieran, pero lo bastante cerca para poder, en el momento crítico, aproximarse con rapidez y eficiencia. Se dijo que probablemente su padre también habría sabido qué técnica usar.
Cuando el abogado y su pequeño séquito se hallaban cerca del aparcamiento, Jeffrey vio adónde se dirigían: los únicos tres vehículos que quedaban, aparcados juntos en fila. El primero era un cuatro por cuatro con neumáticos gruesos y una barra antivuelco de cromo muy bruñido que relucía a la luz de los reflectores. A su lado había un sedán más modesto y, en la plaza más apartada, un espacioso coche de lujo europeo negro.
Jeffrey atajó por una calle, detrás de ellos, por el borde de la sombra proyectada por una farola. Había amartillado la pistola y quitado el seguro. Oía su propia respiración entrecortada y jadeante, y veía las vaharadas de vapor que brotaban de su boca como humo. Sujetó con fuerza el arma y notó que los músculos de su cuerpo se tensaban con aquella combinación de emoción y miedo que quizá le habría parecido deliciosa de no haber estado tan concentrado en las tres personas que caminaban media manzana por delante. Aceleró de nuevo para reducir la distancia.
La voz que oyó a su lado lo pilló por sorpresa.
– En, tío, ¿adónde vas con tanta prisa?
Jeffrey giró sobre sus talones, a punto de perder el equilibrio. En el mismo movimiento, alzó la pistola para colocarse en posición de disparar.
– ¿Quién eres? -le espetó a una figura que se fundía con las sombras.
– No soy nadie, tío -respondió ésta después de un breve titubeo-. Nadie.
– ¿Qué quieres?
– Nada, tío.
– Sal a la luz para que te vea.
Un hombre negro, con pantalones oscuros y una chaqueta de cuero negra que lo cubría como una segunda piel, emergió de un rincón resguardado de la luz de las farolas. Separó los brazos, con las manos bien abiertas.
– No iba a hacer nada malo -aseguró el hombre.
– Y un cuerno -repuso Jeffrey, apuntándole al pecho con el arma-. ¿Dónde llevas la pistola o la navaja? ¿Qué ibas a utilizar?
El hombre retrocedió un paso.
– No sé de qué me hablas, tío. -Pero sonrió, como reconociendo su mentira.
Jeffrey le sostuvo la mirada al hombre, que seguía sin bajar los brazos pero se apartaba cada vez más de él, deslizándose sigilosamente por la calle.
– Hoy es tu día de suerte, jefe -dijo el hombre con cierta cadencia en la voz, como si recalcara la frase final de un chiste-. Esta noche no vas a caer. Más vale que te andes con cuidado mañana y pasado, jefe. Pero esta noche, estás de suerte, tío. Vivirás para ver la luz del sol. -Con una risotada, se llevó despacio la mano al bolsillo de su chaqueta de cuero y sacó una navaja automática grande que despidió un destello cuando la abrió. Sonrió de nuevo, cortó una rebanada del aire nocturno con una sola cuchillada y, acto seguido, dio media vuelta y se alejó con la actitud de alguien que sabe que ha perdido una ocasión pero que si algo sobra en el mundo son las segundas oportunidades.