– No lo conocía demasiado -dijo Smith-. Sólo nos vimos en un par de ocasiones. Después de eso, hablamos una o dos veces por teléfono a lo largo de los años, pero eso fue todo. En los últimos cinco años no he sabido de él. Aunque eso es comprensible…
– ¿Por qué?
– Porque hace cinco años el estado acabó de pagarle el premio de la lotería. Las ganancias se terminaron. Bueno, es un decir. No tengo información sobre el modo en que invirtió el dinero, pero intuyo que lo hizo inteligentemente. Su padre me pareció un hombre muy cuidadoso y sereno. Tenía un plan y lo llevó a cabo del modo más minucioso.
– ¿Qué plan?
– Yo cobraba el dinero del premio. Luego, tras descontar mis honorarios, por supuesto, ingresaba ese dinero en la cuenta de su padre, protegida de miradas curiosas por la confidencialidad entre abogado y cliente, y de ahí la enviaba a bancos en paraísos fiscales del Caribe, ignoro qué ocurría después, seguramente, como ocurre en la mayor parte de las operaciones de blanqueo, el dinero se transfería, previo pago de una modestísima comisión, a una cuenta a nombre de algún individuo o empresa inexistentes. Finalmente, acababa por volver a Estados Unidos, pero para entonces su relación con la fuente original se había dispersado a conciencia. Yo lo único que hacía era dar un empujoncito al asunto. No tengo idea de hasta dónde llegaba.
– ¿Cobraba usted bien por ello?
– Cuando uno es joven, sin muchos recursos, y un hombre le dice que le pagará cien mil dólares al año sólo por dedicar una hora a hacer operaciones bancarias… -El abogado encogió sus hombros desnudos-. Bueno, era un buen negocio.
– Hay algo más, su muerte.
– Su muerte se fraguó sólo en el papel.
– ¿A qué se refiere?
– No se produjo accidente alguno. Sí hubo, no obstante, un informe sobre el accidente. Reclamación al seguro. El pago de una incineración. Avisos enviados a los periódicos y a la escuela donde había trabajado. Se tomaron todas las medidas posibles para dar visos de realidad a un suceso que nunca ocurrió. Se conservan copias de esos papeles en el dossier. Pero no hubo muerte.
– ¿Y usted le ayudó a hacer todo eso?
El abogado volvió a encogerse de hombros.
– Decía que quería empezar de cero.
– Explíquese.
– Nunca dijo directamente que quisiera convertirse en otra persona. Y yo me guardé mucho de hacerle preguntas, aunque cualquier imbécil se habría dado cuenta de lo que estaba pasando. ¿Sabe? Hice unas pequeñas averiguaciones sobre su pasado, y descubrí que no estaba fichado por la policía, y desde luego su nombre no constaba en ninguna base de datos oficial, al menos en ninguna de las que consulté. Dígame, señor Clayton, ¿qué tendría que haber hecho? ¿Rechazar el dinero? Un hombre que aparentemente no tiene motivos para ello, un hombre respetado entre los de su profesión, sin una necesidad evidente por razones delictivas o sociales, quiere dejar atrás su vida y empezar una nueva en algún otro sitio. En un lugar distinto. Y está dispuesto a pagar una suma fabulosa por ese privilegio. ¿Quién soy yo para interponerme en su camino?
– ¿No se lo preguntó?
– En mi breve reunión con su padre, me llevé la impresión clara de que no era responsabilidad mía interrogarlo respecto a sus motivos. Cuando mencionó a su ex esposa y dejó una carta para ella, saqué el tema a colación, pero él se crispó y me pidió que me limitara a hacer aquello por lo que me pagaba, un cometido con el que me siento de lo más cómodo. -Señaló la habitación con un gesto amplio-. El dinero de su padre me ayudó a crear todo esto. Fue lo que me permitió empezar. Le estoy agradecido.
– ¿Puedo rastrear su nueva identidad?
– Imposible. -El abogado sacudió la cabeza.
– ¿Por qué?
– ¡Porque ese dinero no era negro! ¡Estableció un sistema de blanqueo para fondos que no lo necesitaban! ¡Y es que lo que intentaba proteger no era el dinero, sino a sí mismo! ¿Entiende la diferencia?
– Pero seguro que Hacienda…
– Yo pagaba los impuestos, tanto estatales como federales. Desde su punto de vista, no había delitos perseguibles. No por ese lado. Ni siquiera acierto a imaginar dónde acababa todo, ni qué uso se le daba al dinero muy lejos de aquí, con qué propósito, para conseguir qué objetivo. De hecho, la última vez que su padre contactó conmigo fue hace veinte años. Aparte de lo que ya le he contado, fue la única ocasión en que me pidió algo.
– ¿Qué le pidió?
– Que viajara a Virginia Occidental y fuera a la penitenciaría del estado. Debía representar a una persona en una vista para la condicional. Conseguí que se la concedieran.
– ¿Y esta persona tenía un nombre?
– Elizabeth Wilson. Pero no podrá ayudarle.
– ¿Por qué no?
– Porque está muerta.
– ¿Y eso?
– Seis meses después de quedar en libertad, se emborrachó en un bar de la pequeña ciudad de provincia donde vivía y se fue con unos degenerados. Alguna prenda suya apareció en el bosque, ensangrentada. Las bragas, creo. Ignoro por qué su padre quiso ayudarla, pero fueran cuales fuesen sus motivos, todo quedó en agua de borrajas. -El abogado parecía haber olvidado su desnudez. Se levantó y rodeó el escritorio, con el dedo en alto para subrayar sus palabras-. A veces lo envidiaba -admitió-. Era el único hombre verdaderamente libre que he conocido. Podía hacer cualquier cosa. Construir lo que fuera. Ser quien quisiera. A menudo me parecía que el mundo estaba a su disposición.
– ¿Tiene usted alguna idea de en qué consistía ese mundo?
El abogado se paró en seco, en medio de la habitación.
– No -dijo.
– Pesadillas -respondió Jeffrey.
El abogado titubeó. Bajó la vista hacia la pistola que sujetaba Jeffrey.
– ¿De modo -preguntó despacio- que de tal palo, tal astilla?
17 La primera puerta sin cerrar
Diana y Susan Clayton avanzaban por la pasarela de la aerolínea con su equipaje de mano, un número considerable de medicamentos, unas armas que les sorprendió que les dejaran llevar consigo y una dosis indeterminada de ansiedad. Diana miró el río de pasajeros elegantes de clase preferente que la rodeaban, confundida momentáneamente por las luces brillantes y de alta tecnología del aeropuerto, y cayó en la cuenta de que era la primera vez en más de veinticinco años que salía del estado de Florida. Nunca había visitado a su hijo en Massachusetts; de hecho, él nunca la había invitado. Y como se había aislado tan eficazmente del resto de su familia, no había nadie más a quien visitar.
Susan también era una viajera poco experimentada. Su excusa en los últimos años era que no podía dejar sola a su madre. Pero la verdad era que sus viajes se desarrollaban en la satisfacción intelectual de los pasatiempos que ideaba o en la soledad de sus paseos en la lancha. Cada expedición de pesca era una aventura única para ella. Aun cuando navegaba en aguas conocidas, siempre encontraba algo diferente y fuera de lo común. Lo mismo pensaba sobre las creaciones de su álter ego, Mata Hari.
Subieron al avión en Miami abrumadas por la sensación de que se aproximaban al desenlace de una historia que nunca les habían dicho que tuviese que ver con ellas, pero que dominaba sus vidas de manera tácita. Sobre todo Susan Clayton, tras enterarse de que el hombre que la acechaba era su padre, estaba embargada por una extraña emoción de huérfana que había desplazado muchos de sus miedos: «Por fin sabré quién soy.»