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– Pueden conseguir lo que necesiten por medio del ordenador -le dijo a Susan-. Hacer un pedido de comestibles. Una película. Una pizza. Lo que sea. No se preocupen por los gastos, lo cargaré todo en una de las cuentas del Servicio de Seguridad. -Martin encendió uno de los ordenadores-. Ésta es su contraseña -indicó mientras escribía KARO-. Ahora pueden pedir que les traigan lo que quieran hasta la puerta de su casa. -El tono jovial de su voz parecía enmascarar una mentira-. Muy bien -agregó al cabo de un momento-. Las dejo para que se instalen. Pueden comunicarse directamente a través del ordenador. Su hermano podrá también, cuando regrese, pero sospecho que se pondrá en contacto antes. Entonces podremos reunimos todos y decidir cuál es el siguiente movimiento.

El agente Martin retrocedió un paso. Diana estaba de pie junto al ordenador y, haciendo un floreo, sacó un catálogo de una tienda de comestibles. La pantalla parpadeó y en ella apareció el mensaje: ¡BIENVENIDO A A &P!, y después con un carrito de supermercado digital empezó a avanzar por el Pasillo Uno / Frutas y verduras frescas. Susan, suspicaz, no quitaba ojo a Martin, que pensó: «No te fíes de ésa.»

– Estaremos bien -aseguró Susan.

Al salir, Martin oyó a su espalda un sonido al que no estaba acostumbrado: el de un cerrojo al correrse.

Susan recorrió la casa adosada mientras su madre utilizaba el ordenador para hacer un pedido de provisiones y concertar la entrega con el servicio local de reparto. La joven se alegró al oírla pedir algunos artículos que normalmente habrían considerado lujos: queso Brie, cerveza importada, un Chardonnay caro, un chuletón. Susan inspeccionó la pequeña casa como un general inspeccionaría un posible campo de batalla. Le parecía importante tomar buena nota de dónde lucharía, si se viera obligada a ello. Debía localizar el punto más estratégico, el sitio desde donde pudiera tender una emboscada.

Diana, mientras tanto, se percató de lo que hacía su hija y decidió prepararse también. Tras completar el pedido de comestibles con el ordenador, solicitó al servicio de entrega una descripción de la persona que les llevaría la compra. Pidió también que le describieran el vehículo de reparto. Sin embargo, en cuanto desconectó la línea, se apoderó de ella la fatiga residual del vuelo y de la tensión generada por la situación que las había llevado hasta allí. De modo que, en lugar de prepararse, se sentó pesadamente y contempló a su hija, que exploraba despacio la casa.

Susan advirtió que los cerrojos de las ventanas de la planta baja eran anticuados y probablemente poco eficaces. La puerta de la calle tenía una sola cerradura y ninguna cadena que la reforzara. No había sistema de alarma. La puerta posterior era corredera como las que suelen dar a los patios y no tenía más que un pestillo que en realidad no estaba diseñado para proteger contra nada. Encontró una escoba en un armario trastero, apoyó el mango contra una pared y, con una patada rápida, lo partió, separándolo de la cabeza. Colocó el palo entre el marco de la corredera y la puerta, dejándola tosca pero firmemente asegurada. Cualquiera que quisiera entrar por ahí se vería obligado a romper el vidrio.

La planta superior, pensó Susan, debía de resultar más inaccesible para los intrusos. No había visto una forma fácil de llegar hasta las ventanas de arriba sin una escalera. En la parte trasera de la casa adosada había un pequeño enrejado con flores que llegaba hasta el balcón del dormitorio principal, pero dudaba que soportara el peso de un adulto, y los tallos de las rosas que trepaban por la estructura de madera tenían espinas muy puntiagudas. Las casas contiguas la inquietaban un poco; creía que era posible que alguien se acercase por el tejado, pero comprendió que no podía tomarse ninguna precaución contra eso. Por suerte, la pendiente era pronunciada, por lo que supuso que alguien que intentase allanar la casa intentaría entrar primero por los accesos más evidentes de la planta baja.

Susan abrió la cremallera de su pequeña bolsa de lona y extrajo tres armas diferentes. Había dos pistolas: una Colt.357 Magnum cargada con balas cilíndricas de punta plana, que ella consideraba un instrumento sumamente eficaz a distancias cortas, y una semiautomática ligera Ruger.380, con nueve balas en el cargador y una en la recámara. Llevaba también una metralleta Uzi totalmente automática que había obtenido de manera ilegal en los Cayos de manos de un narcotraficante retirado a quien le gustaba intercambiar con ella trucos de pesca y que nunca se desanimaba cuando ella rechazaba sus habituales invitaciones a salir con él. Este pretendiente le había dado la Uzi tal y como, en una época anterior, habría podido obsequiarla con flores o una caja de bombones. Ella colocó la correa de la metralleta en torno a una percha y la colgó en el ropero del dormitorio del primer piso, tras taparla con una sudadera.

En el pasillo de la planta superior había un armario para la ropa blanca; ella puso la automática, amartillada y lista para disparar, entre dos toallas, en el estante de en medio. Escondió la Magnum en la cocina, tras una fila de libros de recetas. Le enseñó a su madre dónde estaba cada arma.

– ¿Te has fijado -preguntó Diana en voz baja y juguetona- que no hay guardias armados por aquí? En Florida parece que estén por todas partes. Aquí no.

No obtuvo respuesta.

Las dos mujeres fueron a la sala de estar y se repantigaron una frente a la otra, ahora que el agotamiento debido al viaje y a los nervios empezaba a hacer mella también en Susan. Diana Clayton, por supuesto, notaba el dolor de su enfermedad que la corroía por dentro. Llevaba un tiempo adormecido, como a la expectativa de en qué modo le afectarían estos extraños acontecimientos. Y ahora, tras comprobar que este cambio de aires no suponía una amenaza para él, de pronto se había decidido a recordarle su presencia. Una punzada le recorrió el vientre, y se le escapó un gemido.

Su hija alzó la vista.

– ¿Te encuentras bien?

– Sí, no pasa nada -mintió Diana.

– Deberías descansar. Tomarte una pastilla. ¿Seguro que estás bien?

– Sí, pero me tomaré un par de pastillas. Susan se dejó resbalar de su silla y quedó sentada junto a las rodillas de su madre, acariciándole la mano a la mujer mayor.

– Te duele, ¿verdad? ¿Qué puedo hacer?

– Hacemos lo que podemos.

– ¿Crees que tal vez no deberíamos haber venido?

Diana se rio.

– ¿Dónde podríamos estar, si no? ¿Esperándolo en casa, ahora que nos ha encontrado? Éste es justo el sitio donde quiero estar. Me duela o no me duela. Pase lo que pase. Además, Jeffrey dijo que nos necesitaba. Todos nos necesitamos entre nosotros. Y tenemos que llevar este asunto a su conclusión, sea la que sea. -Sacudió la cabeza-. ¿Sabes, cielo? En cierto modo llevo veinticinco años esperando este momento. No quisiera traicionarme a mí misma ahora.

Susan titubeó.

– Nunca nos contaste nada de nuestro padre. Ni siquiera recuerdo que habláramos de él una sola vez.

– Pues claro que hablábamos de él -repuso su madre con una sonrisa-. Miles de veces. Cada vez que hablábamos de nosotros mismos. Cada vez que teníais un problema, una aflicción o incluso sólo una pregunta, hablábamos de vuestro padre. Es sólo que no erais conscientes de ello.

Tras una vacilación, Susan preguntó:

– ¿Por qué? Es decir, ¿qué te impulsó a abandonarlo entonces?

Su madre se encogió de hombros.

– Ojalá pudiera decírtelo. Ojalá hubiese habido un momento concreto. Pero no lo hubo. Fue por el tono de su voz, la manera en que hablaba. El modo en que me miraba por la mañana. El modo en que desaparecía, y luego yo lo encontraba en el baño, lavándose las manos obsesivamente. O en la cocina, hirviendo un cuchillo de caza en una cacerola. ¿Era la expresión de sus ojos, la dureza de sus palabras? Una vez encontré un material pornográfico horrible, violento, y él me gritó que nunca, jamás, fisgara en sus cosas. ¿Fue por su olor? ¿El mal puede olerse? ¿Sabes que el hombre que identificó al nazi Eichmann era ciego… pero se acordaba de la colonia del arquitecto de la muerte? En cierto modo, a mí me pasaba lo mismo. No era nada, y sin embargo era todo. Huir fue la cosa más difícil que he hecho jamás, y a la vez la más sencilla.