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– ¿Por qué no te lo impidió?

– Creo que él dudaba que yo fuera capaz de conseguirlo. Creo que no se imaginaba realmente que yo fuera a marcharme, llevándome a tu hermano y a ti conmigo. Creo que estaba convencido de que daríamos media vuelta al llegar a la esquina, o tal vez al llegar al límite de la ciudad, desde luego antes de llegar al banco para sacar dinero. Nunca imaginó que yo seguiría conduciendo sin mirar atrás en ningún momento. Era demasiado arrogante para pensar que yo haría eso.

– Pero lo hiciste.

– Lo hice. Había mucho en juego.

– ¿Ah, sí?

– Tú y tu hermano.

Diana sonrió con ironía, como si ésta fuera la aclaración más obvia del mundo, y luego se llevó la mano al bolsillo y sacó un frasco pequeño de pastillas. Lo agitó para que le cayesen dos en la palma de la mano, se las metió en la boca y se las tragó con esfuerzo, sin agua.

– Creo que voy a echarme un rato -anunció. Haciendo un esfuerzo consciente por caminar sin trastabillar o cojear a causa de la enfermedad, atravesó la sala y subió por las escaleras.

Susan permaneció en su silla. Esperó a oír el sonido de la puerta del baño y después la de la habitación al cerrarse. Luego echó la cabeza atrás, cerró los ojos e intentó visualizar al hombre que las acechaba.

¿De cabello cano, en vez de castaño? Recordaba una sonrisa, una mueca cínica y burlona que la asustaba. «¿Qué nos hizo? Algo. Pero ¿qué?» Maldijo la imprecisión de su memoria porque sabía que algo había sucedido pero había quedado sepultado por años de negación. Se imaginó a sí misma años atrás, una niña poco femenina con cola de caballo, uñas sucias y téjanos, corriendo por una casa grande. Recordaba que había un estudio. Allí es donde estaría él. En la mente de Susan, ella era pequeña, apenas con edad suficiente para ir a la escuela, y se encontraba ante la puerta del estudio. En esta ensoñación, intentó obligar a su imagen a abrir la puerta y mirar al hombre que estaba dentro, pero no logró reunir valor suficiente para ello. Abrió los ojos de repente, jadeando, como si hubiera estado aguantando la respiración bajo el agua. Tragó aire a grandes bocanadas y sintió que el corazón le latía a toda velocidad. No se movió hasta que hubo recuperado su ritmo normal.

Susan llevaba así sentada unos minutos cuando sonó el teléfono. Se levantó rápidamente, atravesó la sala de una zancada y descolgó el auricular.

– ¿Susan? -Era la voz de su hermano.

– ¡Jeffrey! ¿Dónde estás?

– He estado en Nueva Jersey. Estoy a punto de emprender el viaje de regreso. Sólo me queda una persona con quien entrevistarme, y está en Tejas. Pero eso dependerá de si quiere verme, y no estoy muy seguro de que quiera. ¿Estáis bien mamá y tú? ¿Qué tal el vuelo?

Susan activó la conexión con el ordenador y el rostro de Jeffrey apareció en la pantalla. Su aire entusiasmado la sorprendió.

– El vuelo ha ido bien -respondió ella-. Me interesa más lo que has averiguado.

– Lo que he averiguado es que me temo que será imposible localizar a nuestro padre por medios convencionales. Os lo explicaré con más detalle cuando os vea. Pero nos quedan los medios no convencionales, es decir, lo que supongo que las autoridades de allí ya habían deducido cuando acudieron a mí. Quizá no lo sabían a ciencia cierta, pero a efectos prácticos es lo mismo. -Hizo una pausa y luego preguntó-: Bueno, ¿cómo pinta el futuro, en tu opinión?

Susan se encogió de hombros.

– Llevará un tiempo acostumbrarse. En este estado todo es tan relamido y correcto que me hace preguntarme qué pasaría si uno eructara en un sitio público. Seguramente le pondrían una multa. O lo detendrían. Casi me pone los pelos de punta. ¿A la gente le gusta?

– Vaya si le gusta. Te sorprendería todo aquello a lo que la gente está dispuesta a renunciar por algo más que la ilusión de la seguridad. También te sorprendería la rapidez con que uno puede acostumbrarse a ello. ¿Martin se ha mostrado servicial?

– ¿El increíble Hulk? ¿Dónde encontraste a ese tipo?

– En realidad, él me encontró a mí.

– Bueno, pues nos ha dado una vuelta por ahí y luego nos ha metido en esta casa para que te esperásemos aquí. ¿Cómo se hizo esas cicatrices que tiene en el cuello?

– No lo sé.

– Seguro que eso tiene historia.

– No sé si tengo muchas ganas de pedirle que nos la cuente. Susan se rio. Jeffrey pensó que era la primera vez en años que oía a su hermana reírse.

– Sí que parece un tipo superduro.

– Es peligroso, Susie. No te fíes de él. Seguramente es la segunda persona más peligrosa con la que tendremos que lidiar. No, pensándolo bien, la tercera. A la segunda la voy a ir a ver antes de reunirme con vosotras.

– ¿Quién es?

– Alguien que quizá me eche una mano, o quizá no. No lo sé.

– Jeffrey… -Susan titubeó-. Necesito saber algo. ¿Qué has averiguado sobre… -se interrumpió antes de continuar- sobre nuestro padre? Eso no suena bien. ¿Sobre papá? ¿Sobre nuestro papaíto querido? Dios santo, Jeffrey, ¿cómo debemos considerarlo?

– No lo consideres una persona a la que te unen lazos de sangre. Considéralo simplemente un ser a quien estamos excepcionalmente capacitados para enfrentarnos. Susan tosió.

– No es mala idea. Pero ¿qué has descubierto?

– Que es culto, taimado, inmensamente rico y del todo despiadado. La mayoría de los asesinos no encajan en ninguna de esas categorías excepto la última. Unos pocos encajan en dos de ellas, lo que dificulta en gran medida su captura. Nunca he oído hablar de un homicida que tenga tres de esas características, y mucho menos las cuatro.

Esta aseveración dejó a Susan helada. Notó que se le secaba la garganta y pensó que debía hacer alguna pregunta inteligente o un comentario profundo, pero se había quedado sin palabras. Se sintió aliviada cuando Jeffrey preguntó:

– ¿Cómo está mamá?

Susan miró sobre su hombro las escaleras que conducían a la habitación donde se encontraba su madre reposando y, con un poco de suerte, durmiendo.

– Lo lleva bastante bien por el momento. Sufre dolores, pero se la ve menos impedida, lo que me parece una contradicción extraña. Creo que, curiosamente, esta situación le da fuerzas. Jeffrey, ¿tienes idea de lo enferma que está?

Ahora le tocó a su hermano el turno de quedarse callado. Se le ocurrieron varias respuestas, pero sólo fue capaz de decir:

– Mucho.

– Así es. Mucho. Terminal.

Los dos guardaron silencio entonces, intentando asimilar esta palabra.

Jeffrey veía el pasado de su padre como un retablo de cemento fresco alisado con mano experta y fraguado por el paso de los años. Y veía el pasado de su madre como un lienzo impregnado de colores vivos. Y ésa, concluyó, era la diferencia entre los dos.

Susan sacudió la cabeza.

– Pero ella quiere estar aquí. De hecho, como ya te he dicho, casi da la impresión de que todo esto la vigoriza. Durante el viaje, todo el día de hoy, parecía llena de vida.

Jeffrey meditó durante unos segundos y entonces le vino una idea a la cabeza.

– ¿Crees que mamá podría quedarse sola? -preguntó-. No durante mucho tiempo. Sólo un día.