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Había elegido con sumo cuidado la casa adosada. El estado poseía varias casas en zonas diferentes, pero no todas tenían tantos micrófonos ocultos ni un terreno tan propicio como ésa. La abrupta pendiente que se abría en la parte posterior de la urbanización y la elevada valla al borde del barranco impedirían de forma bastante eficaz que alguien se acercara desde aquella dirección. Dudaba sobre todo que el hombre a quien buscaba intentase acceder por allí; requeriría una forma física que no creía que aquel hombre mayor conservase todavía. Ése no parecía ser el estilo del asesino; el padre de Jeffrey no era el tipo de homicida que subyugaba a sus víctimas valiéndose de la fuerza bruta; parecía más bien de los que las vencían por medio de la inteligencia y las seducían, de modo que, cuando al fin se daban cuenta de que el hombre a quien estaban mirando a los ojos pretendía hacerles el mayor daño posible, ya era demasiado tarde para resistirse y luchar.

Martin condujo durante un minuto más, ascendiendo por unas colinas. Estuvo a punto de pasarse del camino de tierra que buscaba y tuvo que pisar a fondo el freno y dar un volantazo para tomar la curva. El coche de paisano comenzó a dar tumbos al avanzar sobre las piedras sueltas y la grava, y las ruedas iban dejando una estela de humo que se perdía de vista engullida por la noche.

El camino estaba lleno de baches y pequeños surcos excavados por la lluvia, de modo que redujo la velocidad, soltó una maldición y vio que sus faros subían y bajaban bruscamente. Delante de él, una liebre se espantó y desapareció en los arbustos. Un par de ciervos se quedaron paralizados por unos instantes al ver las luces, que daban un brillo rojo a su mirada, antes de internarse en los matorrales de un salto.

Martin dudaba que hubiese muchas otras personas que conociesen ese camino, y suponía que muy pocas lo habían recorrido en los últimos años. Observadores de aves y excursionistas, tal vez. Motos de trial y todoterrenos los fines de semana. No había muchos otros posibles motivos para aventurarse por allí. El camino lo había abierto un equipo de topógrafos que iba a explorar la zona en busca de terrenos edificables, pero al final dictaminaron que eran poco aptos. Resultaría difícil subir agua y materiales de construcción hasta allí, y la vista no era lo bastante espectacular para compensar el esfuerzo.

Los neumáticos hicieron crujir la tierra arenosa cuando paró el coche. Apagó el motor y permaneció sentado un par de minutos mientras sus ojos se adaptaban a la oscuridad. En el asiento del pasajero, Martin llevaba dos pares de prismáticos, unos normales, para cuando amaneciese, y unos más grandes, pesados, color verde oliva, de visión nocturna, para uso militar. Se puso las correas de ambos al cuello. A continuación agarró una linterna pequeña que emitía una luz tenue y rojiza, una mochila que contenía un bollo relleno de fruta y un termo de café solo, y echó a andar.

Alumbraba su camino con el haz de la linterna, temeroso sobre todo de topar con una serpiente de cascabel dormida. El lugar al que se dirigía estaba a sólo unos cien metros de donde había dejado el coche, pero la topografía era accidentada, abundaban las rocas y cavidades con arcilla poco compacta que resultaban tan resbaladizas como el hielo en un lago congelado. Más de una vez tropezó, luchó por recuperar el equilibrio y siguió adelante.

Martin tardó casi quince minutos en recorrer el trecho entre traspiés y resbalones, pero su recompensa quedó patente cuando llegó al final del angosto sendero. Se hallaba al borde de un risco de tamaño considerable con vista a la piscina comunitaria y las canchas de tenis. Desde donde estaba, abarcaba toda la hilera de casas adosadas. Y, lo que era más importante, dominaba con toda claridad la última vivienda de la fila. Gracias a la altura del peñasco, alcanzaba a ver incluso una parte del patio trasero.

Se apoyó en el borde de una roca grande y plana y se llevó los prismáticos de visión nocturna a los ojos. Barrió la zona rápidamente para detectar cualquier movimiento que se produjese en la calle, más abajo, pero no percibió nada. Bajó los anteojos, abrió el termo y se sirvió una taza de café. El líquido se fundió con la noche; era como si tomase unos sorbos de aire, de no ser porque le quemaba la garganta. Hacía fresco, y ahuecó las manos en torno al termo para calentárselas.

Entre un trago y otro, tarareaba. Primero melodías de espectáculos de Broadway que nunca había visto. Después, conforme pasaban los minutos, sonidos anónimos que fluían formando frases musicales de origen indeterminado que se desvanecían en la negrura que lo rodeaba, sin llegar nunca a mitigar la soledad de su espera.

El frío y lo intempestivo de la hora conspiraron para desconcentrarlo, pero logró vencer la distracción. La noche parecía hacer ruidos; un susurro entre las hierbas y la maleza, el movimiento repentino de unas piedras. De cuando en cuando volvía la cabeza hacia atrás y escudriñaba con los prismáticos la zona que tenía justo a la espalda. Avistó un mapache y luego una zarigüeya, animales nocturnos que aprovechaban los últimos minutos que quedaban hasta el amanecer.

Martin exhaló despacio, se llevó la mano bajo la chaqueta y palpó la presencia reconfortante de la pistola semiautomática que llevaba en una sobaquera. Maldijo una o dos veces en alto, dejando que las palabrotas estallasen como la llama de una cerilla en la oscuridad que lo rodeaba. Despotricó contra el tiempo, la soledad y la sensación de inestabilidad que le producía estar encaramado en un risco como un ave de presa. Se sentía incómodo y ligeramente nervioso. No le gustaban las zonas rurales del estado. En las zonas urbanas no había esa oscuridad que lo aterraba. Pero se había alejado apenas unos cien metros de terrenos edificados, internándose en un espacio más primitivo, y esto le hacía darse la vuelta bruscamente cada vez que oía el más leve chasquido o rumor.

El agente Martin miró hacia el este.

– Venga, joder, la mañana. Ya sería hora.

No era tan optimista como para suponer que su presa se presentaría la primera noche. Eso sería una suerte excesiva, se dijo. Sin embargo, confiaba en no tener que esperar mucho a que apareciera el padre de Jeffrey. Martin había estudiado todos los otros casos, buscando coincidencias temporales que lo llevasen a elegir un momento sobre otro, pero no había sacado nada en limpio. Los secuestros se habían producido tanto de día como de noche, tanto temprano como tarde. Las condiciones meteorológicas iban desde calurosas y húmedas hasta frías y lluviosas. Aunque sabía que había pautas en esos crímenes, esas pautas residían en las muertes, no en el rapto de las víctimas, de modo que no encontró nada que lo orientase. No podía basarse más que en su propio criterio. Planeaba volver al peñasco la noche siguiente, desde la medianoche hasta el alba.

Desde luego, no tenía la menor intención de informar a Jeffrey sobre dónde iba a estar.

El inspector se encogió e hizo el propósito de traer consigo una chaqueta que abrigase más y un saco de dormir la noche siguiente. Y más comida. Y algo menos pegajoso que el bollo, que le había dejado los dedos pringados de una jalea desagradable que lamía como un animal. Se secó las manos con un fajo de pañuelos de papel y los tiró a un lado. Cambió de posición, incómodo, pues la roca dura contra la que estaba recostado se le clavaba en el trasero.

Consultó su reloj y advirtió que eran casi las cinco y media. El coche que habían pedido debía de llegar a las seis menos diez. El vuelo de Susan Clayton salía a las siete y media. Tal como esperaba, vio una luz del pasillo encenderse en la casa adosada.

Casi al mismo tiempo, vislumbró los tenues rayos del amanecer que despuntaban sobre la colina. Extendió la mano ante su cara y, por primera vez, pudo entrever las cicatrices que tenía al dorso. Dejó los prismáticos de visión nocturna y cogió los normales. Miró a través de ellos y soltó una imprecación ante el mundo gris y poco definido que le mostraron. Se percató de que se hallaba atrapado en ese momento escurridizo que precede a la salida del sol y en el que ni los anteojos de visión nocturna ni los normales resultaban del todo adecuados.