Era un momento indeciso, y no le gustaba.
Las primeras luces y el coche llegaron casi a la vez, mientras él aguzaba la vista para observar.
Vio a Susan Clayton, que llevaba sólo una bolsa pequeña y se pasaba la mano por el pelo todavía húmedo, salir de la casa adosada justo cuando el coche se acercaba por la calle. Al mirar su reloj comprobó que el coche llegaba cinco minutos antes de lo acordado. Ella aguardó en la acera mientras el vehículo se aproximaba despacio.
Robert Martin dio un respingo y se incorporó de golpe.
Soltó el aire con brusquedad, con todo el cuerpo repentinamente tenso.
– ¡No! -exclamó, casi gritando. Luego susurró con una certeza súbita y aterradora-. Es él.
Estaba demasiado lejos para prevenirla a voces, y tampoco estaba seguro de que lo haría si pudiera. Intentó poner en orden sus pensamientos e impuso una frialdad de hierro a sus actos, haciendo acopio de fuerzas. No esperaba que se le presentara la oportunidad tan rápidamente, pero al parecer había llegado el momento, y al pensar en ello ahora, le parecía obvio. Un pedido a un servicio de coches por ordenador. Era la suplantación más sencilla imaginable. Ella subiría al primer coche que apareciera, sin prestar atención, sin pensar en lo que hacía.
Y, sobre todo, sin fijarse en el conductor.
Vio que el coche reducía la velocidad y se detenía. Susan Clayton se acercó a la puerta justo cuando el conductor sacaba parte del cuerpo de detrás del volante. Martin mantuvo los prismáticos enfocados en el hombre, que llevaba encasquetada una gorra de béisbol que le daba sombra en la cara. Martin soltó otro taco, maldiciendo la densidad gris del aire que lo rodeaba y hacía que lo viese todo borroso. Se apartó los anteojos de la cara, se frotó los ojos con fuerza por unos instantes y luego reanudó su observación. El hombre parecía de espaldas anchas, fuerte y, lo que era más significativo, tenía lo que al inspector le parecieron unos mechones de cabello cano que le sobresalían por debajo de la gorra. El conductor se quedó a un costado del coche, como inseguro respecto a si Susan Clayton necesitaba ayuda con su maleta o si él debía rodear el automóvil para abrirle la portezuela. A ella no le hizo falta ninguna de las dos cosas. A continuación, el conductor se agachó para subir de nuevo al vehículo, pero, antes de que se perdiera de vista tras el volante, Martin pudo atisbarlo durante una fracción de segundo; lo suficiente, pensó. La edad justa, la estatura justa y el momento justo. Era justo la persona.
Martin echó una última ojeada para comprobar el color y la marca del coche. Lo vio girar en redondo en la zona de aparcamiento, y tomó nota del número de matrícula.
Luego, cuando el automóvil enfiló la calle sin salida, para alejarse despacio por donde había venido, Martin dio media vuelta y arrancó a correr hacia su coche.
El inspector atravesó a toda prisa los arbustos y la maleza como un jugador de fútbol americano con el balón. Saltó por encima de una roca y avanzó trabajosamente sobre trozos sueltos de pizarra, luchando contra todo cuanto se interponía en su camino. Le daba igual el estrépito que hacía, así como los animales pequeños que se espantaban y salían huyendo mientras él seguía adelante a toda velocidad. Ya estaba visualizando el recorrido del coche que había recogido a Susan, intentando prever en qué dirección viraría el conductor y cuándo llegaría el momento en que se desviaría por sorpresa de la ruta hacia el aeropuerto. «Le dirá que se trata de un atajo, y ella no sabrá lo suficiente para percatarse de la verdad.» Martin, resollando por el esfuerzo de su carrera, sabía que debía darles alcance antes de que el asesino tomase ese desvío. Tenía que estar allí, pisándole los talones, justo en el instante en que el padre de Jeffrey virase hacia la muerte.
El inspector sentía que sus pulmones estaban a punto de estallar, y tomó bocanadas del aire enrarecido de la mañana. Notaba que el corazón le golpeaba con fuerza en el pecho. Divisó su coche ante sí, una figura desdibujada en la penumbra, y aceleró, sólo para tropezar con una piedra suelta que lo precipitó de bruces sobre la tierra.
– ¡Hostia puta!
Martin atronó el aire con una retahíla de obscenidades. Se puso de pie, con el sabor de la tierra arenosa en la boca. Una punzada le traspasó el tobillo; se lo había torcido y empezaba a inflamarse debido a la caída. Tenía el pantalón desgarrado y notó que la sangre le resbalaba por la pierna desde una desolladura larga y ardorosa en la rodilla. Hizo caso omiso del dolor y continuó la marcha. Sin molestarse siquiera en sacudirse el polvo, salió disparado hacia delante, intentando no perder ni un segundo más.
– ¡Maldita sea! -exclamó mientras metía con brusquedad las llaves en el contacto.
– ¿Qué prisa tiene, inspector? -preguntó una voz susurrante justo detrás de su oreja derecha.
Robert Martin profirió un grito, casi un alarido, no una palabra, sino un sonido ininteligible que expresaba un miedo súbito y absoluto. El cuerpo se le tensó, como una amarra que sujeta un barco a un muelle cuando el viento y un oleaje repentino empujan el casco No veía las facciones de la persona que había aparecido a su espalda, pero, aun presa del pánico que lo asaltó en ese momento, supo de quién se trataba, de modo que dejó caer las llaves del coche con la intención de coger su automática.
Su mano se encontraba a medio camino de la funda cuando la voz del hombre sonó de nuevo.
– Toque esa arma y será hombre muerto.
Su tono frío y despreocupado hizo que la mano del inspector quedase paralizada en el aire, delante de él. Entonces reparó en la navaja que tenía contra el cuello.
El hombre habló de nuevo, como para responder a una pregunta que no se había formulado.
– Es una cuchilla de afeitar de las de antes con un mango auténtico de marfil tallado, inspector, que compré a un precio considerable hace no mucho en una tienda de antigüedades, aunque dudo que el anticuario tuviera la menor idea del uso que yo pensaba hacer de ella. Es un arma excepcional, ¿sabe? Pequeña, cómoda de empuñar. Y afilada. Ah, muy afilada. Le seccionaría la yugular con un simple movimiento de la muñeca. Dicen que es una forma desagradable de morir. Es el tipo de arma que ofrece posibilidades interesantes. Y posee cierta sofisticación que ha sobrevivido al paso de los siglos. Algo que no ha podido mejorarse en décadas. No tiene nada de moderno, salvo el tajo que le abrirá a usted en la garganta. Así pues, debe preguntarse «¿Es así como quiero morir, ahora mismo, justo en este instante, habiendo llegado tan lejos en mi investigación, sin despejar ninguna de mis incógnitas?» -El hombre hizo una pausa-. ¿Y bien? ¿Es así, inspector?
De pronto, Robert Martin tenía los labios secos y fruncidos.
– No -respondió con voz entrecortada.
– Bien -dijo el hombre-. Y ahora, no se mueva, mientras le quito el arma.
Martin notó que la mano libre del hombre serpenteaba en torno a él, alargándose hacia la automática. La navaja permaneció inmóvil, fría y apretada contra su cuello. El hombre forcejeó por un segundo, luego sacó la pistola de la funda de Martin. El inspector posó la mirada en el retrovisor, intentando vislumbrar al hombre que tenía detrás, pero el espejo estaba torcido, en una posición que no era la habitual. Martin trató de hacerse una idea de la talla del hombre que estaba a su espalda, pero no veía nada. Sólo estaba la voz, serena, impasible, sosegada, que penetraba la penumbra del amanecer.
– ¿Quién es usted? -preguntó Martin.
El hombre rio brevemente.
– Esto es como el viejo juego infantil de las veinte preguntas. ¿Es animal, vegetal o mineral? ¿Es más grande que una panera? ¿Más pequeño que una furgoneta? Inspector, debería hacer preguntas cuya respuesta no conozca de antemano. Sea como fuere, soy el hombre a quien usted lleva todos estos meses buscando. Y ahora me ha encontrado, aunque me parece que no exactamente como había previsto.