Martin intentó relajarse. Estaba desesperado por verle el rostro al hombre que tenía detrás, pero incluso el más leve cambio de postura ocasionaba que la navaja le apretase más la garganta. Dejó caer las manos sobre el regazo, pero la distancia entre sus dedos y el revólver de refuerzo que llevaba en una pistolera en torno al tobillo se le antojaba maratoniana, inalcanzable e infranqueable.
– ¿Cómo sabía que yo estaba aquí? -espetó Martin.
– ¿Cree que se puede llegar tan lejos como yo siendo un tonto, inspector? -La voz respondió a la pregunta con otra pregunta.
– No -contestó Martin.
– De acuerdo. ¿Cómo sabía que estaba usted aquí? Hay dos respuestas. La primera es sencilla: porque yo no estaba lejos cuando usted recibió a mi hija y mi esposa en el aeropuerto, y les seguí en su tranquilo paseo por nuestra hermosa ciudad, y sabía que en realidad no dejaría usted que se quedasen solas esperándome. Sabiendo esto, ¿no tenía más sentido anticiparme a sus movimientos y no a los de ellas? Claro que nunca imaginé que tendría tanta suerte. No sospechaba que usted acudiría por su propio pie al tipo de lugar que yo habría elegido para nuestro encuentro, de haber tenido opción. Un estupendo paraje desierto, silencioso, olvidado. Ha sido toda una suerte para mí. Aunque, por otro lado, ¿no es la suerte una consecuencia habitual de una buena planificación? Yo creo que sí. En fin, inspector, ésa es una respuesta a su pregunta. La respuesta más compleja, por supuesto, es ligeramente más profunda. Y esa respuesta es que me he pasado toda mi vida como adulto tendiendo trampas para que la gente caiga en ellas inadvertidamente. ¿Pensaba usted que no reconocería una trampa tendida para mí de forma tan tentadora?
La cuchilla dio una sacudida contra la garganta de Martin.
– Sí -tosió éste.
– Pues se ha demostrado que se equivocaba, inspector.
Martin soltó un gruñido. Se removió de nuevo en su asiento.
– Le gustaría verme la cara, ¿verdad?
Los hombros de Martin permanecían rígidos.
– ¿Ha soñado usted con nuestro primer y único encuentro, hace tantos años? ¿Ha intentado imaginar cómo he cambiado desde aquella charla que mantuvimos entonces?
– Sí.
– No se dé la vuelta, inspector. Piense en sí mismo. Usted era más esbelto, más joven y atlético. ¿Por qué no habría de presentar los mismos signos de la edad? Menos pelo, tal vez. Más papada. Más barriga. Estos cambios serían previsibles, ¿no?
– Sí.
– ¿Y buscó fotografías antiguas en el lugar donde yo trabajaba, o tal vez en viejos carnets de conducir, para procesarlos digitalmente? ¿No le pasó por la cabeza que tal vez una máquina podría ayudarle a averiguar mi aspecto actual?
– No había fotografías. Al menos, no pude encontrar ninguna.
– Vaya, que lastima. Aun así, siente curiosidad por otros motivos, ¿no es cierto? Cree que me he operado, ¿verdad?
– Sí.
– Y tiene toda la razón respecto a eso. Naturalmente, aún he de pasar la prueba de fuego. Hay personas que deberían reconocerme. Deberían reconocerme tan pronto como me vean, en el momento en que me huelan, en el instante en que me oigan. Pero ¿me reconocerán? ¿Serán capaces de ver más allá de los años que han pasado y de las mejores atenciones quirúrgicas? ¿Detectarán las alteraciones en la barbilla, los pómulos, la nariz, lo que sea? ¿Qué continúa igual? ¿Qué es distinto? ¿Serán capaces de ver lo que ha cambiado en vez de lo que sigue inalterado? Ah, he aquí una pregunta interesante. Y es una partida que aún está por jugarse.
A Martin le costaba respirar. Tenía la garganta seca, los músculos tensos y un temblor en las manos. La sensación de la navaja contra el cuello era como estar atado por una cuerda irrompible e invisible. La voz del asesino era cadenciosa y suave; sus palabras denotaban que era una persona culta, pero, lo que era mucho peor, su tono delataba al asesino que había en su interior y lo envolvía, opresivo, como un calor implacable en un día de verano. Martin sabía que la delicadeza, la fluidez de las frases del asesino eran algo que ya había empleado antes, para reconfortar en voz queda a alguna víctima al borde del terror. La tranquila certeza de su lenguaje resultaba desconcertante; no casaba con la violencia subsiguiente y evocaba algo distinto, algo mucho menos terrible que lo que iba a ocurrir en realidad. Como las lágrimas del cocodrilo, la serenidad del asesino era una máscara que encubría lo que estaba destinado a suceder después. Martin luchaba con todas sus fuerzas contra el miedo; pensó que él mismo era un hombre de acción, un hombre que sabía recurrir a la violencia. En su fuero interno, insistió en que era un digno rival del hombre cuya navaja le hacía cosquillas en el cuello. Era el terreno que él dominaba y con el que se sentía cómodo. Se recordó a sí mismo lo peligroso que era. «Eres tan homicida como él.» Se prometió no morir sin plantar batalla.
«Te dará una oportunidad. No la dejes escapar.»
Martin se armó de valor, esperando.
Sin embargo, adivinar cuál sería su siguiente paso y cuándo lo daría parecía imposible.
– ¿Tiene miedo de morir, inspector? -preguntó el hombre.
– No -respondió Martin.
– ¿De veras? Yo tampoco. Es de lo más curioso. Algo raro, ¿no cree? Un hombre tan familiarizado con la muerte como yo sigue teniendo preguntas. Es extraño, ¿no le parece? Todo el mundo combate el proceso de envejecimiento a su manera, inspector. Algunos solicitan los servicios de los cirujanos. Yo los veía cuando iba a operarme. Claro que mis motivos eran distintos. Otros invierten en viajes a balnearios caros para darse baños de lodo y masajes dolorosos. Algunos hacen ejercicio, siguen algún régimen o se ponen a dieta de anémonas marinas y posos de café o alguna tontería por el estilo. Algunos se dejan crecer el pelo hasta los hombros y se compran una motocicleta. Detestamos lo que nos pasa y la inevitabilidad de todo, ¿verdad?
– Sí -contestó Martin.
– ¿Sabe cómo me las arreglo para mantenerme joven, inspector?
– No.
– Matando.
Su tono era frío, pero animado. Duro, pero seductor.
El hombre se quedó callado, como meditando sobre sus palabras. Luego añadió:
– El ansia ha remitido, tal vez, con el paso de los años, pero las habilidades han aumentado. La necesidad es menor, pero la tarea resulta más fácil. -Vaciló de nuevo antes de decir-: El mundo es un sitio curioso, inspector. Está lleno de rarezas y contradicciones de toda clase.
Martin deslizó la mano de su regazo hacia la cintura, acercándola unos centímetros al arma que tenía justo encima del pie derecho. Recordaba la forma de la pistolera. El revólver estaba sujeto por una sola correa. Había un broche que a veces se atascaba cuando no se había tomado la molestia de engrasarlo. Tendría que abrirlo antes de empuñar la culata. Se preguntó si el seguro estaba puesto, y en ese momento fue incapaz de recordarlo. Achicó los ojos por un instante, esforzándose por hacer memoria, pero este detalle importante escapaba a su conciencia, y se maldijo para sus adentros por ello. La navaja continuaba apretada contra su cuello, y Martin comprendió que, a menos que la posición de ésta cambiara, cuando él se inclinara hacia delante para alcanzar el revólver supletorio, con toda probabilidad se degollaría a sí mismo.
– Le gustaría matarme, ¿no es así, inspector?
Martin guardó silencio e hizo un leve encogimiento de hombros antes de responder.
– Por supuesto.
El asesino se rio.
– En eso consistía todo el plan, ¿no, inspector? Jeffrey debía encontrarme, pero tendría sentimientos encontrados. Vacilaría. Lo asaltarían dudas, porque, al fin y al cabo, soy su padre. De modo que no reaccionaría, al menos de inmediato. No lo haría sino en el momento crucial. Pero usted estaría allí para intervenir en ese preciso instante y acabaría conmigo sin pensárselo, sin titubear y sin el menor remordimiento… -Titubeó y agregó-: No había ninguna detención prevista, ¿verdad? Nada de cargos, abogados ni juicios, ¿no? Y, sobre todo, nada de publicidad. Usted simplemente extirparía el problema de este estado de modo instantáneo y eficaz, ¿estoy en lo cierto?