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– Un hombre del mismísimo parqué.

– Del parqué de los parqués.

– Encantado, estoy encantado.

– ¿Y ahora qué pasa?

Kinnear se echó a reír. Dijo que había hecho recientemente abundantes viajes a la costa. Dijo que las cosas empezaban a ponerse interesantes. Lyle dedujo que no le correspondía formular preguntas. Hacía calor en la estancia. Le entraron ganas de echarse a dormir. No atinaba a entender por qué no estaba más alerta, más interesado. Desde el comienzo, cuando Marina Vilar lo recogió delante de una librería de la Cuarta Avenida y tomó una ruta que distaba mucho de ser la más corta al Mid-town Tunnel, Lyle no logró sentirse del todo implicado en nada. De algún modo, las cosas sucedían a su alrededor; él se deslizaba a través de las cosas. Una obra teatral. Ésa era en cierto modo la sensación. A menudo reconocía aburrirse en el teatro (aunque eso nunca le pasaba en el cine), incluso cuando sabia, veía con sus propios ojos, oía y entendía que la obra y el montaje eran excepcionales, que merecían toda su atención. Esa clase de sopor lo generaban los cuerpos tridimensionales, el espacio real, por oposición a la profundidad manipulada del cine. Así pues, quizás le llevase un rato captar del todo las cosas en esa situación, soltar un par de sacudidas, aguantar un par de verdugones. Entretanto, ella lo había llevado a hacer la compra. Él la siguió por los pasillos de un pequeño supermercado en Bayside.

– Lo curioso -dijo a Kinnear- es la pequeña reversión que aquí se produce. Yo no soy un obrero. Soy un intruso. Ése era el sueño secreto del trabajador por cuenta ajena que no se mancha las manos ni se gana el pan con el sudor de su frente, sino de otro modo. Hacer una llamada desde un teléfono público en plena noche. Llamar a alguna instancia del gobierno, a algún departamento oficial, eso es, del Estado. «Tengo información sobre tal y cual.» Mejor aún, recibir una visita, que vengan ellos a verte. «Tal vez tenga usted la posibilidad de entregar un documento microfilmado, señor, cuando haga una visita a tal o cual parte», si es que es así como hacen las cosas. «Tal vez pueda usted convertirse en gancho para nuevos afiliados, con nómina a nuestro cargo, señor.» Imagínate qué molón podría ser un asunto así para el hombre de negocios o el profesor, fieles los dos hasta la médula. Qué increíble emoción nocturna. El atractivo de los laberintos, de los entresijos de la tecnología avanzada. La sugestión de la doble vida. «Fantástico, apúnteme ahora mismo, estoy más que dispuesto.» «Pero claro está, señor, que no podrá decir nada a nadie al respecto, ni siquiera a sus seres más queridos, más cercanos.» «Me encanta, me encanta, firmaré ahora mismo.» En cambio, ¿qué es lo que está pasando aquí, J…? Ahí está el busilis. Tienes a un tipo como George Sedbauer, por poner un solo ejemplo de lo que trato de explicar, y, digo yo, ¿en qué andaba metido el viejo George, un trabajador por cuenta ajena, limpio de polvo y paja, como el viejo George? Andaba por ahí trabando relación con los radicales más salvajes, con los arroja-bombas. Andaba haciendo negocietes con los del otro bando. Un trabajador que no se ganaba el pan con el sudor de su frente, ojo. ¿Qué fue, me digo, del buró, del servicio, de la agencia?

La sonrisa de Kinnear se vació del todo a medida que hablaba Lyle. Cesó la música de piano. No es que cambiara de expresión: meramente vació su sonrisa y dejó tan sólo una ondulación de la piel en su lugar. La mujer pasó entre ambos y subió por ¡as escaleras. Hubo una pausa. Aguardaron a que menguasen los efectos de su presencia, la simple distracción de su cuerpo en tránsito.

– Nuestra factura de teléfono es irreal. Y no tenemos ni dos chavos que frotar uno con otro.

– Pero que alguien como Sedbauer estuviera involucrado con unos terroristas, con chalados de tomo y lomo desde el punto de vista del mundo normal, ¿qué fe hace pensar, J.?

– Quiero enseñarte una cosa. Será como tu iniciación en el laberinto del que hablabas antes. Tengo la estúpida idea de que una vez hayas visto lo que te voy a enseñar, estarás dentro de lleno. Es una idea casi mística, lo sé.

Kinnear se encaminó al sótano. Había una puerta pasada la caldera. Abrió el pestillo y entró en esa habitación recóndita. Lyle lo vio levantar un lienzo manchado de pintura de una mesa de gran tamaño. Sobre la mesa, y también debajo, había un alijo de armas. Kinnear se sacudió el polvo de las manos, manteniéndolas bien separadas del cuerpo.

– No sé cuánta munición de ametralladora hay ahí en total.

Se cepilló la pernera de los pantalones, concentrándose en quitar hasta el último rastro de polvo, y entonces tomó la palabra un poco antes de volverse hacia Lyle desde el otro lado de la mesa.

– Es irónico, pero por el momento no disponemos de ametralladoras. Sí tenemos las recortadas de costumbre, rifles de caza, pistolas. Algunos chalecos antíbaias. Hay porras y cascos antidisturbios. Explosivos y componentes para la fabricación de explosivos de distintas clases, por ejemplo, Pento-Mex, nitrato de amonio, otros derivados de la pólvora, compuestos. Ah, y también un despertador, adivina para qué. Hay dianas silueteadas para entrenamientos, hay cartuchos y cargadores, hay balas trazadoras, abundantes pilas de nueve voltios. No sé cuántas latas de spray antiagresiones y de gases lacrimógenos.

A partir de ese punto, bajo la luz escueta, pareció dispuesto a acoger de buen grado una o dos preguntas a lo sumo, ladeada la cabeza, con un punto de seriedad y de expectativa en su apostura, como si en general aún marcase las distancias. Tenía las manos metidas en los bolsillos del pantalón, los pulgares a la vista.

– ¿No habría que tener mejor escondido todo este arsenal?

– No existe razón alguna para que nadie sospeche que esta casa se sale de lo corriente.

– Y si alguien viene a arreglar la caldera…

– Yo bajo con él.

– Por otra parte, enseñas todo esto con demasiadas libertades, ¿no te parece? ¿Qué es lo que sabes de mí, J.?

– Eso es lo mismo que diría ella. O su hermano. Yo en cambio opero a niveles básicos, realmente viscerales. El terror es purificador. Cuando uno emprende la liberación de una sociedad para purgarla de todos sus elementos represivos, inmediatamente se convierte en un blanco contra el que cualquiera puede disparar, cualquiera, sea quien sea. No hay nadie que en su sano juicio no pudiera dártela con queso. La posibilidad de que te maten, o te traicionen, a veces parece ser la razón última de todo esto. En cuanto a lo que yo sepa acerca de ti, Lyle, yo diría lisa y llanamente que eres el sucesor de George Sedbauer. Eso lo tengo claro. Una diferencia: George nunca supo para quién trabajaba. George creía que estábamos involucrados en… comillas, espionaje industrial, y cierro comillas, del más alto nivel. Le hicimos creer que representábamos los intereses de la banca internacional y de las navieras. Copió toda suerte de documentos secretos de los archivos de su empresa, de las cajas de seguridad, y nos contó punto por punto todo lo que sabía acerca de la Bolsa. Él creía que Vilar era el enlace de un cártel secreto de banqueros. Nunca se le ocurrió, hasta el final, literalmente hasta el último instante, diría yo, que Vilar lo que quería era hacer volar la Bolsa por los aires.

– Bum.

– Vilar, para mi gusto, era demasiado aficionadillo a las bombas. Pero es lo que hay. George, entretanto, estaba desgastando la Xerox a marchas forzadas.

– Sin saberlo.

– Me caía bien George. Nos llevábamos bien. Era un tipo interesante. Pasábamos bastante tiempo juntos.

– ¿Qué hiciste con todo el material que te copió?

– No servía para nada.

– Un montón de papel mojado.

– Tú mira bien todo esto -dijo Kinnear-. Escudos antidisturbios, gases lacrimógenos, todo el material para reprimir manifestaciones propio de los años sesenta. Son artefactos. Recuerdos del pasado. Aparte de los explosivos, no creo que todo esto aún funcione como debiera. Y por los explosivos tampoco podría poner la mano en el fuego. A lo mejor, todos esos productos químicos tienen una vida eficaz que caducó hace unos diez minutos. Pero míralo, míralo bien. Es evidente que es producto de un robo de un arsenal de la Guardia Na cional, en plena noche, una primavera. Pura nostalgia, Lyle. No obstante, quería que lo vieses. Se me había ocurrido que una colección de armas tal vez tuviera un contenido emocional complejo para una persona de tu posición. A fin de cuentas, sigue siendo un arsenal. Es de justicia que sepas cuál es la naturaleza del juego que nos traemos entre manos.

Apoyó una de las dianas silueteadas contra la pared. Sacó un pañuelo y limpió el polvo de una caja de leche vuelta del revés, para sentarse en ella frente a la diana. Apoyó el dedo varias veces sobre la capa de polvo que cubría la cara de la diana. Puro entretenimiento, pensó Lyle. Un poco de espectáculo.

– Se trata de la incertidumbre de las fuentes y los objetivos -dijo Kinnear-. Está donde los busques, ¿no? Laberintos, dices, y tienes toda la razón. Tecnología intrincada. En el pasado, el gran problema que hemos tenido como nación es que nunca concedimos a nuestro gobierno la debida credibilidad, nunca reconocimos que fuera una fuerza tan total y absolutamente liante, como en efecto es. Era muchísimo mayor el mal de lo que jamás imaginamos. Mucho mayor, más perverso, mucho más interesante. Asesinatos, chantajes, torturas, intrigas de una inverosimilitud inmensa. Infinidad de circunvoluciones y relaciones ocultas. Un surtido de episodios sexuales. Terrible, terriblemente interesante todo ello, sin desperdicio. Cámaras, micrófonos, etcétera. Creíamos que ellos bombardeaban poblados, mataban a niños en aras de la tecnología, para que saliera a relucir, y también en nombre de ciertas abstracciones. No les dimos ninguna credibilidad por todo lo demás. Tras cada hecho visible y desnudo nos encontramos sucesivas capas de ambigüedad. Es algo completamente ajeno al espíritu del liberalismo. Es una maravilla que lo toleren todo. Esta bruma de conspiraciones y de interpretaciones múltiples. Hasta ahí la gran visión del gobierno federal, tan instructiva.