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Se apartó de la diana para darle la cara a Lyle, que se encontraba al otro lado de la mesa.

– ¿Qué sucedió en realidad? -dijo Kinnear-. ¿Quién encargó pinchar los teléfonos? ¿Por qué estaban hechos trizas los periódicos, qué se decía en ellos? ¿Por qué difiere un informe de la autopsia de otro de la misma autopsia? ¿Fue una bala, fueron más? ¿Quién borró las cintas? ¿Fue la muerte de fulano mero accidente, o fue un asesinato? ¿Cómo se implicó el crimen organizado? Mejor dicho, ¿quién les dio vela en el entierro? ¿"Hasta qué punto están las grandes corporaciones implicadas en tal o cual misterio, en tal o cual crimen, en estos asesinatos, en los programas de tortura sistemática? ¿Quién dio la orden de iniciar un programa de vigilancia en masa? ¿Por qué desaparecen los testigos de la faz de la tierra? ¿Dónde están los archivos? ¿Dónde están los fragmentos del proyectil que faltan? ¿Trabajaba ese sospechoso para los servicios de inteligencia, si o no? ¿Por qué no casan ni de lejos las versiones de cuatro testigos oculares? ¿Qué sucedió, Lyle, aquel día en el parqué?

– Creía que tarde o temprano iba a poder hacerte esa misma pregunta.

– Yo no estuve presente -dijo J.-. Tú sí. Yo ni siquiera sabía que estaba previsto que sucediera lo que sucedió. Lo hicieron por su cuenta y riesgo. Una intervención de los dos hermanitos.

– Así que quieres saber qué sucedió.

– ¿Qué sucedió, Lyle? ¿Cuántos disparos se hicieron? ¿Fue una sola persona o fueron varias? ¿Llegaste a ver el arma? ¿Qué pinta tenía el sospechoso, o los sospechosos?

Kinnear marcó en ese punto una pausa, haciendo acopio de energía forense para el chiste que se avecinaba.

– Cuando el gobierno se torna demasiado interesante, es que el final está a la vista. Su caída no está contenida en sus transgresiones, como es obvio, sino en los despojos que fluyen desde esas playas, que en un momento determinado son siniestros, son pérfidos, y al momento siguiente son irrisorios, o poco menos. Los gobiernos no deben llegar a ser tan interesantes. Es algo que desequilibra al cuerpo político del Estado. Casi me dan ganas de decir que dieron muestras de una imaginación excesiva. Pero no es el caso, ¿verdad que no?

– Puras fantasías.

– Tenían demasiadas fantasías. De acuerdo. Pero es que eran nuestras fantasías, ¿no te parece? En definitiva lo eran. En toda su variedad. Nuestros líderes sencillamente las agotaron. Nuestros representantes electos. Es justo, pues, y nada más que justo, adecuado, y fuimos un hatajo de cegatos, tanto que no nos dimos cuenta, ni siquiera nos lo olimos. Nos habría bastado con conocer a fondo nuestros propios sueños.

– Tendrías que hacer una gira por todo el país para dar esta conferencia -dijo Lyle-. Eso lo pagan bien.

– Me percato de que lo estás disfrutando. Esto es algo que te hace falta, ¿no es cierto? Una sensación de estructura precisa. Una base lógica para toda exposición ulterior.

Lyle oyó pasos exactamente encima de él. Se cerró una puerta, que provocó ligeras vibraciones. Empuñó lo que a primera vista le pareció un M-16. Pesaba más de lo que supuso. Lo sostuvo a la altura de la barriga, sopesándolo con ambas manos. A través de un ventanuco en lo alto de la pared atinó a ver el enrejado que remataba el porche de atrás. El arma le hacía sentirse incómodo. El mero tacto de la misma entrañaba la severidad de sus fines. «Ar-r-r-rma», pensó. No puso en duda su autoridad. Hasta la más diminuta de sus hendiduras espirales era con toda claridad un artilugio ideado y fabricado para funcionar con una precisión heladora. El recuerdo de un sabor a cobre, de juguete, en la lengua. Aquel objeto era casi perfecto. Podría matar a un hombre antes de que registrase mentalmente el color del cañón. Lo dejó sobre la mesa, convencido de que Kinnear era homosexual.

Después pasó un rato sentado en la parte de atrás con Marina. No sabía quién era quién en realidad, pero tampoco le parecía extraño estar en donde estaba. Podría haberse adormilado en la silla con facilidad, la mano extendida sobre la hierba. Marina leía un periódico. Lo zarandeaba de continuo para que e! viento no se lo desmadejase.

– Me gustaría preguntar, si es que puedo.

– ¿El qué?

– ¿Exactamente por qué escogiste la Bolsa para dar el golpe? ¿O es demasiado evidente?

– Fue por George.

– Él te facilitó el acceso.

– Reciben amenazas. Están al tanto. Hay vigilantes a cada paso. Pero matar a alguien en el parqué… Nos vino dado. Sabíamos que algo íbamos a hacer. Rafael quería trastocar ese sistema, la idea del dinero mundial. Ése es el sistema que, según creemos, encierra su poder secreto. Es algo que flota sobre el parqué. Corrientes de vida invisible. Ése es el centro de su existencia. El sistema electrónico. Las olas, las cargas de uno u otro signo. Los números verdes en la pantalla. Eso es lo que mi hermano llama su manera de continuar, de seguir a pesar de la carne podrida, su prueba más íntima de la inmortalidad. No es por el grueso de ese dinero, tantísimo dinero, una montonera de dinero. Es el sistema en sí, la corriente. Así es Rafael. El bombardeo visto por un doctor en filosofía. «Los financieros son individuos espiritualmente más avanzados que los monjes de una isla.» Rafael. Ése era su secreto, el que deseábamos destruir: ese poder invisible. Está todo en el sistema, bip-bip-bip-bip, el fluir de la corriente eléctrica que aúna los dineros, lo digo en plural, del mundo entero. Ésa es la mayor de sus fuerzas, ni lo dudes.

– ¿Y qué piensa Kinnear de todo esto?

– Ellos tienen el dinero, nosotros el poder de destrucción. ¿Qué?

– J. ¿Qué piensa J. de todo esto?

Ella volvió a concentrarse en el periódico. Lyle sospechó que era importante hacer preguntas que no la decepcionasen. Quizás ahí hubiese errado el tiro. Kinnear estaba en la ventana, encima de ellos, con un teléfono en la mano.

– Si lo hubiera sabido con antelación, le habría parecido atractivo. No la bomba en sí. El pensamiento subyacente. Se habría sentado a discutirlo hasta la saciedad. J. es pura teoría. Está a la espera de que los instrumentos de represión mundial salten hechos pedazos por sí solos. Es algo que sucederá místicamente, envuelto en una luz rosácea. La gente dará un paso al frente y asunto concluido. Una de las maneras de traicionar la revolución es adelantar teorías al respecto. Nosotros no sólo fabricamos doctrinas, mí hermano y yo. Estamos aquí para destruir. Cuando dinamitamos aquello de Bruselas, en la embajada, fue una maravilla, porque actuamos como técnicos que terminan una operación. Visto y no visto. El trabajo más limpio que se pueda imaginar. La teoría es una diversión afeminada. Su propósito es incrementar el amor propio de los propios teóricos. La única doctrina que vale la pena es la demencia calculada al milímetro.

– Imposible que nadie se anticipe a ella.

– ¿Está permitido decir «los dineros», en plural?

– Por supuestísimo -dijo él.

A primera hora de la noche ella lo llevó en el coche a una estación de metro. Tuvo una larga conversación interior consigo mismo. Una de las voces era la de Lyle en calidad de antiguo astronauta que había llegado a pisar la luna. La otra era la de Lyle en calidad de mujer, que entrevistaba al astronauta en un estudio de televisión. La máscara del astronauta hablaba de un modo conmovedor acerca de la levedad, que calificaba de forma poética de la ansiedad y el aislamiento. En algún rincón de la cabeza original de Lyle, la entrevistadora sonrió antes de carraspear. Pasaron por delante de casas y más casas. Y llegaron a Main Street, en Flushing.

– Rosemary no sabe que yo soy Vilar. Piensa que me llamo Marina Ramírez.

– Vale, entendido.

– Pero tú sabes que soy Vilar.

– Así es.

La máscara de la mujer hizo preguntas acerca de las formas y ios colores, la soledad entre las estrellas. «Pisaremos alguna vez el planeta rojo», dijo. Hubo que esperar a que cambiasen los semáforos. La conversación se fue apagando. Se sintió idiota por haberla mantenido. Marina lo miraba a la vez que detenía el coche tras algunos otros.

– Aún nos queda por delante el intento de atacar en Wall, 11.

Él no reaccionó.

– Hay que hacerlo añicos en la medida en que podamos, antes de que decidan cerrar el edificio por sus propias razones. Ya se ve que se avecina una gran descentralización. ¿Es una reacción al terror imperante? Me divierte pensar que tienen un plan maestro para eliminar los blancos más destacados. Se pondrán a cubierto. O se electrizarán por completo. Nada más que olas y corrientes que se hablan unas con otras. Espíritus. Así, lo suyo sería atacar y destrozar en la mayor medida posible.

– De ahí vuestro interés en un segundo George.

– Con un George todo es más fácil.

– Ya me lo parecía.

– ¿No lo crees?

– Desde luego que sí.

– Claro está que un George no lo resuelve todo -dijo ella-. También nos hace falta un Vilar. Alguien capaz de manejar explosivos incluso dormido.

Lyle bajó del coche y automáticamente se revisó los bolsillos para comprobar que llevaba las llaves, monedas sueltas, la cartera, el tabaco. La vio avanzar palmo a palmo en medio del tráfico, que no era demasiado denso. Habían puesto matrículas de Ohio en el coche.

Se pasó lo que restaba de la tarde y la primera hora de la noche en el distrito. Estaba brumoso, el aire espeso, incluso a la orilla del río. Dos hombres hicieron caso omiso de un tercero, amigo de ambos, que orinaba; los dos peleaban a cámara lenta cerca de la cúpula de la cancha de tenis, a la entrada de Wall Street; uno de los dos intentaba alcanzar una botella que el otro llevaba en el bolsillo de atrás. Lyle dobló una esquina y caminó despacio hacia el oeste. Sabía que la falta de actividad era engañosa, a juzgar por la hora del día y el día de la semana; un alivio meramente ilusorio, un descanso del trajín de la ingeniería depredadora. Dentro de algunos de los cubos de granito, o de una torre de cromo, aquí y allá, la gente clasificaba dinero de diversos tipos, millones capaces de aturdir a cualquiera, propulsados por las máquinas, escaneado, codificado, archivado, limpio, envuelto y embalado en camiones, todo ello en medio de un estrépito de alta velocidad, ese desgarro sonoro e intrínseco a cualquier actividad próxima a la fecha límite. Había visto las salas donde se procedía a la codificación, el microfilmado de cheques, el desplazamiento del dinero, que se encogía al moverse y comenzaba a eludir todo intento de visualización, el paso de la existencia en papel a las secuencias electrónicas, su significado más complejo a cada nuevo paso, más difícil de nombrar. La totalidad del proceso era una condensación, un despojamiento de las propiedades accidentales del dinero, del tacto mismo del dinero. Había vuelto a South Street sin saber bien cómo. Ahora los tres hombres se habían enzarzado en la pelea, caminaban hacia atrás trazando círculos como gallos de pelea, como si la botella estuviera en el centro. Sus agarrones y embestidas eran más lentas que antes, una película de puñetazos y fintas y gestos esquivos mal sincronizados, y murmuraban y maldecían a la vez, sujetos a duras penas unos a otros. Lo que quedaba, pensó, a duras penas podría identificarse como dinero (en sí mismo, en sus formas normales, una compresión de la valía propia). El proceso sí restaba intacto, las olas y las cargas de Marina, una presencia ajena a la muerte. Lyle pensó en su propio dinero no como un medio de intercambio, sino como algo que debiera consignarse a un almacenamiento de datos, algo registrable sólo mediante destellos magnéticos. El dinero era la inmunidad espiritual frente a una pérdida futura y no susceptible de especificar. Existía en su propia mente en su forma más pura: mi dinero, una fuente reforzada de meditación. Vio a una mujer pasar de un teléfono a otro en una serie de cabinas abiertas, ante un edificio de oficinas, cerca del Mercado del Algodón. Esa visión del dinero, le pareció, distaba de ser la más sana. El secreteo, el afán de posesión, la racionalidad preñada de cáncer. La mujer, que no depositaba monedas en las ranuras, levantaba el teléfono del gancho de sujeción, vociferaba y lo dejaba descolgado. Tras hacerlo en todos y cada uno de los teléfonos, hasta el sexto y último de la hilera, que lanzó con gesto feroz, vio acercarse a Lyle y le sonrió, resquebrajándose su piel tersa. Cuando él le devolvió la sonrisa, pestañeó a su pesar.