Выбрать главу

Hasta ahora ¡a música de película muda no revela el extremo al que llega su verdadera relación con los sucesos que se despliegan en la pantalla. Al glamour de la violencia revolucionaria, al secreto anhelo que evoca en la más dócil de las almas, el brillante tintineo del piano aporta una ironía demasiado atinada para pasarla por alto. La simple inocencia de la música socava los cimientos del terror fotogénico, reduciéndolo a una vacua espiral.

Aquí se nos incita a recordar algo, aunque este acto memorístico podría ser más mítico que subjetivo, un carrete de sueños de Biografía. Flota a través de nosotros. Pianos de pared en un millar de máquinas de discos. Romance palpitante, comedia desternillante, suspense del que nos tiene en vilo. La historia, si así de ingrávida es, se lo suele pasar en grande, según nos enteramos, en lucha con la carga que lastra el presente.

En el bar del piano ríe el reducido público que se ha congregado, salvo la mujer que bebe ginger ale. A pesar de la fascinación de la cámara por las lozanas risas de esos hombres claramente prescindibles, la escena se vuelve algo confusa debido al melodramático piano. Nos vemos precipitados a una ambigüedad humorística y grotesca, un espectáculo en el que personajes ridículos hacen cosas espantosas a unos idiotas de remate.

No es inconcebible que lo que dé más comicidad a todo esto (para algunos) sea la naturaleza del juego. El golf. Una ronda anal de precauciones escrupulosas y mezquinos pesares. Ver masacrar a unos golfistas, con un trino de arpegios y otros ornamentos, parece provocar a los del bar del piano, como mínimo, una risa sardónica.

Los cuerpos reciben los balazos en la arena o entre la hierba alta que flanquea las calles. Si todo resulta un poco como una de indios y vaqueros, pues tanto mejor. Uno de los golfistas trata de escapar al volante de su carrito, introduciéndose en el bosque. La joven del machete emprende la persecución balanceando los brazos a cámara lenta, con la melena al viento.

El pianista introduce un tema de caza. Su cara de adolescente burlón modula con gran cuidado cada sonrisa: una mueca por aquí, un estremecimiento por allá. A fin de cuentas, la violencia es experta y es intensa. Sus compañeros de vuelo ríen cuando el carrito de golf vuelca por una cuesta y la mujer resbala al perseguirlo, alzando despacio el brazo para asestar un machetazo de revés. El hombre trata de huir a gatas. Ella camina con aplomo junto a él, y le clava el arma en la espalda y el cuello. Ahí, la música de caza deja paso a un lamento ligero. La mujer deja el machete en el cuerpo y vuelve donde están los otros.

El hombre que había permanecido en lo alto del cerro echa a caminar ahora hacia el escenario de las recientes muertes. Es el lumínico ángel de la liberación, con gorra de visera e impermeable negro, proveniente del sol. Lleva manchas de betún bajo los ojos, y una gruesa capa de pigmento blanco en la frente y las mejillas. Los otros se plantan en derredor y respiran hondo, conscientemente atentos a nada más que su propia y exaltada fatiga. Él aparta de sí la recortada, tan en paralelo a su cuerpo como le resulta humanamente posible, con el cañón hacia arriba. Los golfistas están tirados por todas partes. Los vemos de encuadre en encuadre, rajados de parte a parte, paquetillos de laca. El cabecilla de los terroristas, el jefe [1], el mandamás, dispara varias salvas al aire, un rito de sangre o una proclama apasionada. Buster Keaton, dice el piano.

Y ahora la azafata sirve bebidas a quienes las necesitan y todo el mundo paulatinamente se desplaza a distintos puntos del bar del piano, manifiesta la pérdida de interés por la película en su intranquilidad poco menos que sistemática. Así trastornada la configuración, calla el piano, se hace caso omiso de la película, se tiene la impresión de que los sentimientos se han vuelto hacia dentro. Recuerdan que están en un avión: son viajeros.

Sus verdaderas vidas siguen estando allá abajo, e incluso ahora mismo vuelven a ensamblarse las piezas, invocando esta misma carne del aire, en el correo que espera a que se abra, en los teléfonos que suenan, en el papeleo sobre las mesas de las oficinas, en la ocasional pronunciación de un nombre.

UNO

1

El hombre a menudo estaba allí, delante del Federal Hall, en la esquina de Wall con Nassau. Enteco, con una sombra de barba gris, de unos setenta años de edad, sudoroso de un modo llamativo, con una camisa deshilachada y un traje un tanto raído por el uso excesivo, sostenía un rótulo improvisado por encima de la cabeza, a veces durante toda la tarde, bajando los brazos sólo el tiempo necesario para que la sangre volviera a circular con normalidad. El cartelón tenía un metro de largo por medio de alto, escrito a mano por ambos lados, con mensajes de corte político. Los que a esa hora holgazaneaban, la mayoría sentados en la escalinata del Hall, estaban demasiado absortos en los transeúntes para prestar al hombre y su rótulo -a fin de cuentas, una imagen conocida- más que un somero vistazo. Ahí, en el distrito, los hombres aún se congregaban con solemnidad para mirar boquiabiertos a las hembras. Trabajar en medio del rugir del dinero, creían, les daba ese derecho.

Lyle se encontraba ante la puerta de un restaurante, limpiándose las uñas con un mondadientes que había tomado de un platillo cuando pagó la cuenta. Por grato que fuera, ya no almorzaba en el club de la Bolsa, restringido a los miembros y a sus invitados, bien gestionado, aseado, cómodamente situado como estaba, con camareros tan capaces que a uno lo conocían por el nombre, tan amables las atenciones del personal de los lavabos que no parecía exigirle el menor esfuerzo, prestos con las toallas, eficaces en su imperceptible forma de cepillarle a uno el traje, negros de verdad, pese a quedar tan a mano con un acceso directo en ascensor desde el parqué. Vio al anciano del rótulo de pie a pleno sol, con los brazos en alto, una mano temblorosa. Luego se concentró en la muchedumbre que salía a almorzar o volvía a trabajar tras el almuerzo, preguntándose si de algún modo que se le escapaba se había convertido en un ser demasiada complejo para disfrutar de un almuerzo decente en un entorno acogedor y atractivo, servido, a un minuto del parqué, por camareros tan razonablemente simpáticos.

Al otro lado de Broadway, algunas manzanas al norte, Pammy estaba en el vestíbulo del lucernario de la torre sur del World Trade Center, luchando contra el gentío que la alejaba de las puertas de uno de los ascensores rápidos. Quería bajar, aunque trabajaba en la planta 83, porque se había equivocado de edificio. Era la segunda vez que volvía de almorzar y entraba en la torre sur en vez de la torre norte. Tendría que abrirse camino entre el gentío de la hora del almuerzo en el vestíbulo del lucernario, bajar a la planta principal, caminar hasta la torre norte, tomar el ascensor rápido hasta ese otro vestíbulo del lucernario, en la otra planta 78, abrirse camino entre otro gentío no menos compacto y bullicioso, tomar el ascensor general a la 83, los paneles vibrando. Tratando de avanzar de costadillo, notó que alguien, muy cerca, la miraba fijamente a la cara.

– Eres Pam, ¿no?

– No te… ¿Qué?

– Soy Jeannette.

– La verdad es que no.

– Del instituto.

– Jeannette.

– ¿Cuántos años hace?

– Del instituto, Jeannette.

– No te culpo por no acordarte. La de tiempo que…

– Me parece que ya me acuerdo.

– Trabajas aquí, ¿verdad? Aquí trabaja todo el mundo.

– Se supone que bajaba.

– ¿Aún te acuerdas? Jeannette, la amiga de Teresa y de Geri.

– Entonces me acordaba.

– Hace una pila de años, ¿no?

– No me dejan entrar, no me van a dejar.

– Pero… ¿no te encanta este sitio? Tendrías que ver cómo voy a la cafetería. Un ascensor general primero y luego el rápido. Y luego el rápido de subida. Y después las escaleras mecánicas, si consigues llegar sin que te arranquen la piel a tiras.

– Sin que te la arranquen de cuajo, lo sé.

– ¿Trabajas para el Estado?

– No, es que me he equivocado de torre.

Pammy y Lyle ya no salían mucho. Antes sí dedicaban mucho tiempo a descubrir nuevos restaurantes. Se desplazaban hasta los confines más remotos de la ciudad, almorzaban en pequeñas madrigueras fluviales, pegada a las vías de acceso a los puentes, o bien en restaurantes de familia de los barrios más alejados, pues su decoración neutra, y su alejamiento, eran señal de una autenticidad inequívoca. Iban a los clubes donde hacían pruebas los nuevos talentos, donde improvisaban las troupes de cómicos. Los fines de semana de primavera salían a comprar plantas en los invernaderos de los suburbios e iban a los embarcaderos de City Island o de North Shore, a ayudar a que sus amigos vieran en sus yates adquisiciones dignas de nota. Poco a poco disminuyó su radio de acción. Las propias películas, los programas dobles en los urinarios con lámparas de cristal de la parte alta de Broadway, dejaron de tentarles. Lo que parecía faltar era el propio deseo de compilar lugares, vivencias.

Cenaban unos bocadillos, sopa de sobre, o bien iban al café de la esquina, donde comían deprisa cualquier cosa mientras alguien fregaba el suelo debajo de su mesa, resoplando como un bajista de jazz. Había un chino a menos de tres manzanas. Ése era el máximo de sus desplazamientos las más de las noches y los fines de semana, cuando se trataba de hacer algo sin finalidad utilitaria precisa. A Pammy se le daba de maravilla distinguir a los camareros. Para ella era una fuente de callado orgullo.

Lyle pasaba el tiempo viendo la televisión. Sentado en la penumbra a poco más de medio metro de la pantalla, cambiaba de canal cada medio minuto poco más o menos, a veces con frecuencia mucho más alta. No buscaba algo que pudiera suscitar y mantener su interés. No se trataba de eso. Simplemente disfrutaba con el destello de cada nueva imagen. Exploraba el contenido sólo hasta cierto punto. El deleite entre táctil y visual que le procuraba cambiar de canales era aún mayor, y transformaba incluso los momentáneos contenidos aparecidos al azar en plácidas abstracciones territoriales. Ver televisión era para Lyle una disciplina como las matemáticas o el zen. Los anuncios, los cortes de emisión, los programas en español daban de sí mucho más, por norma, que la programación al uso. La naturaleza reiterativa de los anuncios le interesaba. Ver muchas veces idénticas secuencias era una prueba de fuego para sus recursos oculares, para su capacidad de seleccionar, de fraccionar el tiempo y subdividir cada instante. Rara vez ponía el sonido. El sonido era mucho mejor en las emisoras de UHF que empleaban un equipo de emisión defectuoso o lenguas que no fueran el inglés.

вернуться

[1] En castellano en el original. (N. del t.)