– No se te informó del primer intento.
– Sí, bueno, claro, la intervención de los hermani-tos nos ha caído encima con una medida considerable del celo y las pretensiones de superioridad moral que se suelen dar en estos casos. Pero no pasa nada, eso en el fondo está perfectamente bien. No tenemos un folleto, no publicamos un informe anual de nuestras actividades. En cualquier caso, se supone que no tenias que saber lo de la infiltración. Pero quiero contar con toda tu confianza, Lyle. Con toda franqueza, hasta es muy posible que la necesite. Llevo ya bastantes años viviendo no ya bajo el puente, sino en las rendijas mismas de la acera, y así uno termina por confiarse por entero incluso a un desconocido, o se desvive por ganarse su confianza, ésa es una de las cosas que pasan. Uno alberga sentimientos complejos hacia su propia gente. Cuando alguien entra en la célula, joder, es que ni siquiera te imaginas con qué rapidez tiende uno a olvidar toda esa solidaridad de clan que lleva años construyendo con todo mimo. Se da por sentado que ese alguien, hombre o mujer o pájaro, aportará nombres y sitios. Las cosas cambian, puede que sea por los avances en las comunicaciones, no lo sé, pero a día de hoy no hay más que una sola red terrorista y un solo aparato policial. Lo malo es que a veces se solapan.
Kinnear se acercó hasta los peldaños y adelantó las manos hacia la cara de Lyle, enmarcándola. Recitó un número de teléfono, diciéndolo con exagerada claridad. Pidió a Lyie que lo memorizase y le instruyó que sólo lo marcase cuando el, J., se lo indicara específicamente. Volvió entonces a la silla y dio rienda suelta a sus aprensiones con una sonrisa pastueña. Era vulnerable, y lo era de esa manera especial, propia de los hombres que aún habitan la estructura física y hacen gran despliegue de todas las peculiaridades propias de cuando tenían veintitantos años, una edad de relativa inocencia. J. no tenía mayores dificultades en mantenerse esbelto, o ligero de pies, y ésos seguían siendo aún signos, sin embargo, de una calidez ansiosa y candida que asomaba a sus ojos. Su sinceridad era no obstante cruel, indicio de alguna deficiencia esencial en el hombre en sí, de su incapacidad de entender el engaño, quizás, o cualquier cosa que no fuese el engaño.
– Alguien como Vilar -dijo Lyle- sería un ejemplo, entiendo yo, de una de las redes.
Ésa era la tarde en que supuestamente debía presentarse en el juzgado de guardia para conocer a un amigo o socio o contacto de Kinnear. Le pareció que no sería muy «profesional» comentarlo, a menos que J. lo hiciera.
– Vilar… Buen ejemplo. Un hombre, según se cuenta, que está en busca y captura en x países. Vinculado, según afirman, con grupos separatistas de uno, con exilados en otro, con nacionalistas, guerrilleros, extremistas, izquierdistas, escuadrones de la muerte, dondequiera que estén. Espero que por su propio bien no tenga doble célula. Eso sí, es un pelín picajoso y muy excitable.
– ¿Y qué me dices de alguien como George? Te lo pregunto como si fuera yo un George. ¿Cómo se implicó George exactamente?
– A ver. George se implicó como sigue. Utilizábamos a Rosemary como correo. Entonces era azafata, volaba de Nueva York a San Francisco y de Nueva York a Munich, me parece. Es más seguro y es obviamente más barato emplear a la tripulación, en vez de contar con pasajeros regulares. Fuera como fuese, ella y George Sedbauer se conocieron en alguna parte, y él poco a poco fue formando parte más o menos de las cosas. Yo no diría que ella llegara a reclutarlo. No fue algo que obedeciera a un cuidadoso diagrama. Él le dijo que estaba endeudado. Ella lo trajo a nosotros. Le prometimos dinero, que nunca le llegamos a facilitar y que él sólo reclamó con la boca chica, sin demasiada convicción. Supongo que disfrutó con todas aquellas fotocopias que hizo.
– Pero puso la frontera en lo de las bombas.
– A George lo llaman por megafonía -dijo Kinnear-. Se acerca al mostrador y ve a Vilar. Es un día bastante tranquilo, sin ajetreo, de modo que George toma una chapa de identificación de visitante, que Vilar se cuelga del bolsillo de la chaqueta, y pasan por delante de los guardias de seguridad para llegar al parqué, a la Bolsa en sí. Traban conversación. George se pone suspicaz. ¿Qué me está contando este tipo? Siguen hablando. George ve la luz. Ese tipo quiere dejar explosivos, una batería y un temporizador programado en algún punto capital de la Bolsa. No es que Vilar se lo haya dicho con todas las letras, pero George se acaba de percatar, por fin lo capta. No cabe la menor duda de que abortará el intento. Acto seguido, se aleja de Vilar, quien va tras sus pasos. Se pelean. Vilar saca un arma y dispara. Alcanza a George una sola vez en los pulmones. ¿O fueron dos disparos?
– Buena pregunta.
– Si no -dijo Kinnear-, George recibió aquel día dos visitas en el parqué. Había un segundo francotirador. Fue una bala, o dos, disparada o disparadas por ese otro hombre, la que mató a George. No sólo eso, sino que también llegó a la calle. Si mal no recuerdo, los primeros informes hablaron de una persecución por las calles.
– Cierto.
– Y durante un tiempo la policía tuvo problemas con la identificación del asesino.
– Igual de cierto.
– El segundo francotirador era Luis Ramírez. No sólo llegó a la calle, sino que escapó indemne. ¿Quién es Ramírez exactamente? Digamos que es una figura harto oscura, que pasó algún tiempo en Oriente Medio y en Argentina, presumiblemente colaborando con los movimientos locales, es posible que aprovechando para aprender cosas que luego le serán de gran utilidad. Digamos que fue un programa de intercambio. En lo sucesivo será conocido como un experto en falsificar pasaportes. También es el cuñado de Vilar. Cualquier investigación pondrá de relieve la ineficacia policial de costumbre. Mostrará en concreto que la bala que acabó con la vida de George salió de una Mauser automática de siete punto seis cinco milímetros, no de una pistola de juez de atletismo, que es lo que encontraron en el lugar del crimen.
Kinnear tachó uno o dos renglones del cuaderno que tenía delante. A Lyle le apetecía beber algo frío. Se moría de ganas de tomar algo frío ya desde que salió de la Bolsa. Kinnear aún tachó alguna otra cosa, esta vez con un garabato.
– Si no -dijo-, George deambula por el parqué. En uno de los bolsillos lleva un explosivo en miniatura que incluye un detonador y un receptor. Lo ha adquirido con la ayuda y con el ánimo de su amante, Marina Ramírez, y en realidad no es mayor que una pletina de las que contienen seis cuchillas de afeitar. El plan es sencillísimo. Se trata de dejar el artilugio en uno de los casilleros de mensajes que hay en las cabinas. Salir como si tal cosa por la puerta principal de Wall, 11. Subir al Volkswagen, que está esperando. Conduce Marina hasta un punto situado a menos de un kilómetro. Desde allí, se activa el artilugio con una señal de radio que emite un transmisor. Explosión, muerte, caos. Lo que en realidad sucede es que a George lo ha seguido hasta el parqué Rafael Vilar, un hombre al que George ha visto en v-varios lugares, quizás medía docena de veces. Es una especie de figura marginal, a la que vio por última vez en Lake Placid, donde pasó todo un fin de semana jadeando en pos de Rosemary Moore. Resulta que Vilar es un agente de la policía. Mejor aún, es un extremista arrepentido. Como es natural, aborta el intento de atentado. El resto más o menos lo conoces. Una lucha. Un disparo, o dos. George muere. Vilar es retenido temporalmente, custodiado en un esfuerzo por salvaguardar la integridad del papel que ha representado, antes de jubilarse al norte de la frontera. Hay que reconocer que éste es el planteamiento más frágil. De entrada, los motivos de George nos resultan desconocidos. Hemos de asumir que Marina es la fuerza que lo motiva. Su pasión por Marina, etcétera, es la que lo lleva a someterse. Rosemary se lo ha pasado a Marina, ya ves qué cosas. Una especie de promoción, con todas las responsabilidades y riesgos concurrentes.
– ¿Pinta algo Luis Ramírez en todo este planteamiento?
– No entra, no. Pero no por eso diría yo que no exista.
– ¿Marina está casada con él?
– Podría ser que sí, no lo sé.
– ¿Tiene ella relación con Vilar?
– De ninguna manera.
– En este planteamiento, claro.
– Si no -dijo Kinnear-, Vilar se arrebata por su fervor revolucionario y decide que ha llegado la hora de hacer un gesto definitivo. Dará la vida por la causa. Es perfectamente acorde con su modo de ser. Vilar siempre ha tenido ciertas tendencias. Los derechistas matan a su propio líder, los izquierdistas se quitan la vida. Se lleva por delante a toda la gente que quepa en una zona determinada. En este caso, un golpe soberbio de sadomasoquismo. Se lleva por delante a la mitad de la Bolsa. En sus aspectos superficiales, es el mismo planteamiento que el número uno, aunque sin temporizados George aborta la intentona, etcétera.
– Creo que tiene que haber una razón aparte del fervor revolucionario. Una razón por la que se haya suicidado.
– Eso pregúntaselo a Marina.
– ¿La bomba que le encontraron encima a Vilar tenía un temporizador?
– Ni idea -dijo Kinnear.
– Los periódicos lo habrían dicho. Pero yo no lo recuerdo.
– A mí no me lo preguntes, Lyle. Tú estabas allí.
– Allí estaba yo, correcto.
– Con tu traje bien planchado.
Marina lo llevó esta vez a un tren distinto. Llevaba ropa abolsada, sucia de pintura y barniz. Él la observó sacar un cigarrillo medio doblado de un paquete que llevaba en el bolsillo del pantalón, inclinándose mucho de costado a la vez que conducía con un tráfico intenso. La venganza, pensó. Ella sería del tipo de las que se dedican a extraer satisfacciones a cambio de alguna maldad. Trabajaría a niveles puramente personales, a pesar de las abrumadoras referencias a los movimientos y los sistemas. Era algo que probablemente estaba en el centro de su vida misma, la voluntad de zanjar cuentas pendientes y deshacer entuertos, sin más. Las pasiones coercitivas a veces contaban con un elemento estabilizador en el medio. Vengarse, en cierto modo, era sencillamente igualar, buscar un equilibrio requerido de antemano. Entrañaba algo de previsión, precisión en la escala. Lyle la vio acercar una cerilla encendida al cigarrillo medio doblado. Nunca se había sentido tan inteligente con anterioridad. Su implicación empezaba a suscitar una respuesta agudizada. No tenían una organización, un liderazgo visible. No obedecían a un plan visible. Llegaban de ninguna parte, podrían largarse mañana mismo. Lyle creía que eran esas corrientes libres de toda forma y constricción lo que le resultaba mentalmente tan estimulante. No daban indicio de pertenencia, de ser miembros de nada. En realidad, tampoco tenían una nacionalidad.