Aparcó cerca de la estación.
– ¿Qué te ha dicho J.?
– Que ha habido una infiltración.
– Eso creemos.
– Sí, dijo que era una sensación.
– ¿Tú sabes de que color tiene el pelo?
– Me encanta.
– Es uno de esos pelos que cambian gradualmente de color, un poco cada día. Hasta que te enteras.
– Se lo tiñe según se peina.
– Antes era orientador -dijo ella-. ¿Sabes algo de eso?
– Nada.
– Era orientador en un grupo en las montañas, no sé muy bien dónde, por el oeste. Sesiones de grupo.
– Encuentro.
– Encuentro -dijo ella-. Eso era, exacto. Él dirigía las sesiones. Allí todos encontraban a Dios, etcétera.
– Es allí donde vive Él, ¿sabes?, en las montañas.
– ¿Que más puedes aportar?
– Nada -dijo él.
– ¿Nada, siquiera sobre un secuestro? ¿Sobre su implicación con un grupo de Nueva Orleans?
– No.
– Pero él te comentó lo que habíamos hablado.
– La desinformación.
– Si recibes una llamada telefónica y oyes mi voz, y notas que farfullo y tartamudeo, y te digo que creo que me he equivocado de número, y si entonces te digo el número que quería marcar, anótalo y memoriza la primera, tercera, cuarta, quinta y séptima cifra. Las volverás a oír a su debido tiempo.
– Primera, tercera, cuarta, quinta y séptima.
– El resto es pan comido -dijo ella.
Más tarde fue a Centre Street. En el juzgado de guardia había policías de uniforme y de paisano, que ocupaban las primeras filas de la sala, y unos sesenta familiares, amigos o conocidos del acusado y de las víctimas, repartidos por todas partes. No había un juez en esos momentos. Lyle contempló a una asesora legal, una joven con una sudadera en cuyo frente aparecía el nombre de J. Edgar Hoover. Hablaba con las personas sentadas por toda la sala, con otras apiñadas en los pasillos, abogados kafkianos, carroñeros. Entró un juez y cada cual adoptó la actitud que más le conviniera. A medida que se daba audiencia a cada caso, mediaba una sensación general de hombres y mujeres esforzándose por entender lo que se ventilaba, qué tuerzas eran exactamente las causantes de esa crueldad, de esa ruina. Un policía se volvió en su asiento bostezando. Pasaba con mucho de la hora fijada por Kinnear. Lyle miró a la mujer, que departía con tres negros en una de las esquinas más alejadas de la sala. Tendrían veintipocos años, uno de ellos ocupaba una silla de ruedas. Lyle aguardó aún media hora, las voces a su alrededor resonaban como si las generase una máquina, jui regulador de destinos truncados.
Ya en casa se bebió dos vasos de agua con hielo. Se puso a llamar a McKechnie a pesar de la hora que era, y sólo entonces recordó que la mujer de Frank estaba enferma, que su hijo mayor se comportaba de una manera extraña, que tenía problemas, problemas. Cerró todas la ventanas y encendió el aparato de aire acondicionado y el televisor del dormitorio. Todas las luces estaban apagadas. Fumó, vio un documental sobre el soplado de vidrio, con música desenfadada. Intentó imaginar qué estaría haciendo Kinnear en esos precisos momentos, qué haría al día siguiente, a quién llamaría, adonde iría, cómo llegaría allí. Costaba trabajo hacer encajar a Kinnear en un contexto imaginario. Lyle no lograba recolocarlo, inventar el tipo de individuos que pudieran acompañarlo, ni siquiera precisar su verdadero color de pelo.
Ocupaba un espacio que se plegaba sobre sí mismo, un especial nivel de conclusión. Más allá de lo que Lyle había visto y oído, Kinnear se evadía a todo patrón de existencia.
Lyle cambió de canal, una película sobre un hombre sospechoso de malversación de fondos. La esposa del hombre, un personaje secundario, llevaba blusas con escote generoso. Tenía los labios pintados de un tono intenso, sacaba los cigarrillos de una pitillera de plata y los golpeaba contra la tapa, totalmente aburrida por el delito de su esposo. Ese punto sexy y pasado de moda a Lyle le parecía atractivo. Siguió viendo la película, a la espera de los momentos en que apareciera la mujer con sus blusas escotadas. Cuando terminó la película comenzó a cambiar de canal a cada diez o quince segundos, bebiéndose un whisky a la vez. A las tres de la mañana llamó a Pammy a la Isla del Ciervo.
– Ethan, soy Lyle.
– Dios del cielo, tío.
– No me digas que te he despertado. No te he podido despertar.
– No, qué va, estaba leyendo.
– Te llamo desde Nueva York.
– Junto a la chimenea -dijo-. Fingía leer junto a la chimenea.
– Reina en la ciudad una situación de pánico incipiente. Invasión de extraños seres. Mientras te hablo hay objetos voladores en el aire.
– No sabes qué poca gracia tiene todo eso.
– La verdad es que creo que sí.
– Jack dice que esta noche vio un ovni. Como es natural, nos mostramos un tanto escépticos. Jack está molesto. Nadie se lo ha creído.
– Será que no se terminó las verduras.
– Se ha acostado sin su pingüino de Calder.
– ¿Ella está despierta?
– Voy a buscarla -dijo Ethan.
Lyle se volvió a mirar el televisor.
– Así que eras tú -dijo ella-. Te encanta despertar a la gente. ¿Cómo estás?
– ¿Te lo pasas bien?
– Este sitio es magnífico. Claro está que, debo decírtelo… es que él está a metro y medio. Pero es magnifico, así de simple. De noche refresca un poco bastante, diría yo. Sí, un tanto fresquito. Casi como que me estoy muriendo de frío. Pero nos las apañamos. ¿Tú qué tal?
– La ciudad vive una situación de pánico incipiente.
– No me lo cuentes.
– Bueno, ¿y cómo es eso? ¿Árboles?
– Hoy hemos ido a un sitio que era una pasada. Hacían telas, con telares quiero decir, y edredones, y cerámica. Todo lo que te puedas imaginar, ¿sabes? Yo hago como que me gusta, es que él sigue a menos de metro y medio. No, en serio, ¿has visto alguna vez cómo soplan el vidrio?
– No, cuéntame.
– Vale. Es un poco aburrido. No, no lo es. Le tomo el pelo a Ethan. Oye, voy a despertar a Jack. Si es que aún está ahí. Y así hablas con él. A lo mejor ya se lo han llevado en una pequeña cápsula verde.
– Te escucho.
– Haremos todo un acontecimiento. Voy a por Jack.
Aún charlaron un rato más. Ella no fue a buscar a Jack. Cuando colgó, él se quedó viendo la televisión. Pasó el tiempo y cada vez le resultaba más difícil apagar el televisor. Sabía que una depresión inmensa se apoderaría de él entre el instante en que lo apagase y el momento en que por fin se quedara dormido. Tendría que volver a asumir demasiadas cosas. Por eso se le hacía tan difícil apagar el aparato. No podría dormirse de inmediato. Quedaría un hueco por rellenar. Apagar la televisión le causaba un desgarro tremendo. Estaba allí mismo, era parte de la implosión de la luz. La habitación que ocupaba le resultó por un momento desconocida. Tuvo que aprenderlo todo de nuevo. Pero no fue tan terrible como suponía. Sólo una depresión rutinaria, que se apaciguó en él hasta que, al cabo de una hora, se quedó dormido.
4
Rosemary estaba sentada ante su mesa clasificando el correo. Ese entorno había dejado de tener sentido. Él la había visto en camisón, en bragas, desnuda. Se plantaba en la puerta del cuarto de baño y la veía vestirse, una enumeración de verdades eróticas, hasta que ella lo notaba y se daba media vuelta, a punto de perder el equilibrio, para cerrar la puerta con el codo. Ante su mesa, pasando el rato, se maravillaba con la facilidad con que ambos encajaban en sus respectivos resquicios de decoro. La gente debe de ser espía por su propia naturaleza. La mesa, la moqueta eran el colmo del absurdo. Su abrecartas, rasgando sobres con nitidez. Su propio tono de voz.
La esperó al terminar el trabajo delante de su casa. Entraron, tomaron copas durante varias horas. Él la sujetó de la mano, a veces se llevaba las yemas de sus dedos a los labios. Se dio cuenta de que era una terneza.
En la cocina, echó otro vistazo a la fotografía en la que ella aparecía con Sedbauer y Vilar. Estudió el rostro de Vilar. Reluciente, magro, la frente alta, el mentón afilado. La oyó en el dormitorio, oyó desprenderse de su piel la ropa de Rosemary.
Le aguardó ovillada, un vacío animal, el cuerpo blanco, profunda quietud, aquello que él procuraba aferrar con ambas manos, comer. No iba a apremiarla hacia un polvo inmenso y estremecedor, ni a recordar el tacto de sus manos al final de una tarde pasiva, dentro de unos meses, el papel navegando a la vez que su alma vagase por el parqué. Ella estiró las extremidades. Él vio entonces sus pechos, su cuello y su cara, sus brazos, sus manos pequeñas, semicerradas, y la sábana arrugada entre sus muslos. Nunca había visto con tanta claridad qué distinto era del suyo el cuerpo de una mujer. De algún modo, ese hecho se le había hurtado. «Será que estoy borracho», se dijo. En posición supina, ella parecía enorme, a punto de salirse de la pequeña cama individual. Buena cosa, perfecto, profunda quietud, vacío orgánico. Su respiración producía una cadencia perceptible, el rítmico sube y baja del cuerpo, un metrónomo de la calculada lujuria que él sentía. Los pies ligeramente contrahechos. Pequeños bultos, grumos de carne, en los bordes de los pezones. Se desvistió despacio, sabedor de que ninguno de los dos alcanzaría un intervalo de esfuerzo plenamente satisfactorio, ni silbaría un poco, respirando por la nariz, ni diría un nombre, toda perspectiva quemada y arrasada de sus rostros. Ella se tocó las costillas, donde se había posado una mosca. Ese movimiento automático la puso al descubierto fugazmente. En medio de la niebla, él por fin entendió, pero ¿el qué? ¿Había entendido, por fin, el qué? La mosca se posó en el alféizar de la ventana. Él la miró tratando de rehacer su conexión con el cuerpo enorme sobre la cama, la estructura ósea y muscular de un sueño. Había pálidas venas en sus piernas, líneas dejadas por el sol, hendiduras naturales. Con las rodillas en alto, la cabeza más allá de la curva de la almohada, podría estar a medias entregándose a un amante torpe y a medias defendiéndose de él. Él reptó, reptó literalmente entre sus piernas. Luego apoyó los antebrazos sobre sus rodillas en alto y miró el modo en que se le revelaba el pulso en el cuello.