– No hay problema, Jack.
– No, para ti no lo hay
– Mira, estuvimos hora y media haciendo chipi-chapa. Saqueamos un cementerio. ¿Qué más da? No va a interrogarnos, te lo aseguro. Apaleamos a los cachorros de foca hasta matarlos, para quedarnos con sus pieles.
– Ethan es responsable de mí. Está deseoso de serlo. Lo acepta.
– Jack, no pasa nada.
– No tengo humor para armar ahora un jaleo con Ethan. Él lo acepta, sea lo que sea. Mi vida entera. Está deseoso de ser responsable.
Ella cayó en la cuenta de que se le había puesto una cara, fugazmente, mientras miraba el crucero, de sonrisa idiotizada. Echaron a caminar por el bosque, encontraron el camino de tierra sólo tras cierta confusión, un breve desacuerdo sobre los hitos del terreno.
Después de la lluvia, Pammy se sentó con Ethan junto a la chimenea. Desde ese ángulo, arrellanado en su sillón, parecía haberse dormido. Se alejó de la fuente de la luz y abrió una puerta lateral sólo io justo para asomarse a la noche. La fuerza contenida, el ramalazo del pino húmedo, bastó para sobresaltarla. Se veían por allí cerca algunos puntos de bioluminiscencia, gotas de luz abdominal. Le llegó un tenue olor a descomposición desde la bahía. Al deslizar la puerta corredera para cerrarla, notó en el acto el calor en la cama. La conciencia se le había caído a capas, volvió a su asiento. Ethan se levantó sólo para reavivar el fuego. El tronco siseó.
– Esta noche no sé que te pasa en el pelo. Lo tienes muy negro y reluciente. De una calidad japonesa. La luz, el modo en que te da.
– A juego con mi bocaza de alemán.
– Tendrías que hacerte un moño.
– ¿Cómo se llamaba aquel samurai?
– Tendrías que probarlo, Ethan. Un moño. Incluso en la oficina.
– ¿Acaso emito una suerte de amenaza feudal? Alargó la palabra «feudal». Jack entró entonces. Se quitó el jersey y lo echó sobre el respaldo de una silla. Se sentó en las losas cercanas a la chimenea, que ¡a rodeaban por espacio de algo más de un metro, la mirada clavada entre los pies. Habló en voz comedida, una fusión de insinuaciones de fatalismo y de cansancio estudiado. Hizo pausas para respirar hondo.
– Lo he vuelto a ver. Cerca del coche. Hay un claro entre los árboles. Estaba allí. No sé, a menos de cien metros. El mismo de la otra vez. Quizás no tan brillante. Verdoso. El mismo verde. Lo vi desde cerca del coche, justo encima de la bahía. Una luz verde azulada. Algo sólido detrás. Un objeto. La luz resplandecía, titilaba, de modo que era difícil precisar sus perfiles. Pero era sólido. Lo supe. Me lo dije mientras estaba allí de pie. Esta vez puse más empeño. El color, la forma, estuve concentrado. Dije: «No te muevas, no desaparezcas.» Ni siquiera moví la cabeza. No recuerdo haber parpadeado siquiera. Entonces se hundió un poco, se deslizó y, alejándose por la bahía, hacia el sur y el oeste, se hizo más pequeño. Los árboles no me dejaron verlo, así que fui corriendo a la orilla y aún lo vi. Sólo la luz, azul verdosa, empequeñeciéndose. Nada sólida. Pero antes sí lo era. Me dije: ahí está, indudable. Luz que emana de un objeto. Ahí hay algo.
– Un helicóptero de color turquesa -dijo Ethan.
– El modo de abordar esta cuestión -dijo Pammy- es hacer una lista de las posibilidades racionales que lo expliquen. A ver cuáles se pueden eliminar, a ver con cuáles nos quedamos.
– No hay problema. Es un helicóptero de color turquesa. El turquesa es el color del estado de Maíne.
– Era un helicóptero de la policía.
– Claro. Aclarado el misterio. Patrullaba por la bahía.
– Patrullaba por la bahía a la caza de ovnis.
– Tengo entendido que se han avistado algunos.
– Me da lo mismo-dijo Jack.
– Lo cual enlaza con el lema del Estado.
– Turquesa para siempre -dijo ella.
– No, es: en turquesa confiamos.
– Pero eso no es más que una posibilidad racional.
Tendríamos que enumerar muchas. Al menos, dos. Son los criterios del gobierno.
– Una paloma de color turquesa.
– No, no, vamos, tiene que ser distinto.
– Una paloma de color turquesa, de catorce toneladas de peso, que respiraba jadeando.
– Adelante -dijo Jack.
– Unidos en la verdad, la justicia y la turquesa.
– E pluribus turquesa.
– Tiene que existir al menos otra posibilidad -dijo ella-. Este hombre dice que lo ha visto. Lo suyo es que hallemos otra interpretación.
– El fuego de san Telmo.
– ¿Qué es eso?
– Yo sólo le pongo nombre a las malditas cosas. ¿O es que además tengo que darles explicación?
– No has explicado el helicóptero de color turquesa. Y eso que sabía lo que querías decir.
– Es una descarga eléctrica. Un fenómeno que se produce antes, durante o después de las tormentas. No lo sé, escoge dos opciones. Ya lo veis: es que desconocéis las referencias. Tus años de juventud fueron abortivos, Pammy, chávala. Yo podría decir: una camisa con cuello de Mr. B. Y tú no tienes ni pajolera idea, ¿a que no? Fulano se ha puesto una camisa con cuello de Mr. B.
Jack se encaminó al piso de arriba, llevándose el jersey al pasar por la silla, arrugado en una mano, rozando con un brazo de color herrumbre el borde de cada peldaño. Empezó a llover de nuevo. Pammy examinó una hilera de libros de bolsillo apilados en un amplio estante, entre el televisor portátil y la pared. Misterio, detectives, misterio, espías, sexo, misterio. Los libros eran viejos, de color sepia en su interior; las páginas se desprenderían con un limpio chasquido. Ethan se sirvió una copa y volvió a su silla. Despacio, midiendo sus pasos como un soldado de juguete, caminando sobre tos talones, se llegó hasta la chimenea y se sentó donde antes estaba Jack, una posible muestra de remordimiento.
– ¿Está muy enojado? ¿Cuándo?
– Durante toda su vida, Jack se ha sentido prescindible.
– Las pequeñas cosas le enojan.
– Se toma cada cosa como una acusación, un desaire. Luego, a su vez, acusa, a menudo en privado, y luego se larga hasta que se le pase e! enojo. Creo que condena su entorno como el que más. Ve a las personas en un marco. Hay sitios mejores que otros, claro. En algunos se siente reducido, disminuido. No tiene una sensación clara de sí mismo, creo yo. Supongo que hubo sitios así en todo momento, antes, a lo largo de su vida. Los parientes y demás. Ahora, las personas son meras manchas borrosas.
– Hay veces en que casi se le ve cómo le funciona la cabeza. Va de acá para allá, afanándose. Se ve que hace sus estimaciones, calcula las ventajas.
– Hay gente que tiene una mentalidad clandestina.
– Se afana como loco.
– Otros son de natural abierto, generoso, humano.
– Por ejemplo, nosotros.
– Tú y yo -dijo él.
En medio de la noche ella oyó los árboles, ese sonido del oleaje que causan los fuertes vientos. Había alguien en el cuarto de estar, un fuego. Se levantó de la cama. Jack estaba sentado en el sofá, las manos entrelazadas en la nuca. Abrió la puerta un poco más y ladeó la cabeza de manera precisa. Conciliación. Permiso para personarse. Él seguía sujetándose el cuello como si estuviera a punto de hacer flexiones. Ella se sentó en la cama. Cuando él pasó por delante, media hora después, para subir al piso de arriba, eila estaba en la puerta. Instintivamente creyó que el contacto hace cualquier cosa posible. El más leve contacto. Le tocó el antebrazo con la mano. Apenas lo rozó. Suficiente, pensó ella, para restaurar la tarde compartida.
– Entra.
– Nos va a oír.
– ¿Todo bien?
– ¿Por qué no iba a estarlo?
– Jack, entra.
– Nos va a oír, te digo.
– Te quiero ver desnudo.
– Olvídate, no, imposible.
– No se enterará.
– ¿Y yo dónde me quedo?
– Jack, hagamos el amor.
– ¿Y yo dónde me quedo, repito?
A lo largo de los días que siguieron, se percató de que Jack nunca llegaba a terminar sus frases, de que la última palabra que decía quedaba abierta a una especie de ruido sostenido, que combinaba elementos de suspicacia, resentimiento, protesta. Esa voz tan suya, tan neoyorquina, con variaciones, sustituyó con eficacia la neutralidad factual que había empleado en su informe sobre el ovni.
Fue a comprar antigüedades con Ethan. Jack no quiso ir con ellos. Para tapar la ausencia encontró motivos para reírse casi a cada paso, al sopesar las piezas de cerámica, el cristal de roca, con una histeria apenas contenida. Ethan procuró ponerse a la altura. Estiraba una comisura de la boca, dejando a la vista un diente de oro, y resoplaba por la nariz, risas cortas, espesas. Cuando volvieron, Tack estaba tras el mostrador de la cocina, lavando un vaso.
– ¿Qué hay en la despensa? -dijo Ethan.
– ¿Pues qué va a haber?
Ella vio llegar a Jack con los prismáticos, por el camino de la playa. Las ramas de los árboles desdibujaban el primer plano. Bajó los prismáticos cuando supo que ya podía oírla.
– ¿Está enfadado Mamu el Oso? -dijo.
En la cama, aguzó el oído para precisar los débiles gritos que llegaban de la habitación de ambos, sollozos borrosos. Pasó un coche por el camino. Empezaba a hacer frío, pero estaba más allá del punto en que podría armarse de valor para salir de la cama e ir al armario a buscar otra manta. Estaba aproximadamente diez minutos más allá de ese punto.
Ethan hizo un chiste absurdo sobre los círculos blancos que se le habían puesto en los ojos, resultado de que Pammy se dejara las gafas de sol puestas mientras sesteaba en la terraza durante casi toda la tarde del día anterior. Jack le siguió la corriente. Fue el tema del día. Ojos blancos. La maravilla enmascarada. Panecillos y salmón. A ella no le pareció que diera de sí para todo un día.
Cuando el hombre de una heladería le preguntó qué sabor quería, respondió: «Caracol.» Ni Jack ni Ethan se echaron a reír. Era su turno de hacer piña.
Tugó al tenis con Ethan. Él dio un raquetazo contra la valla protectora, se negó a contestar cuando ella le preguntó si se había hecho daño en la rodilla. Pammy tuvo el golpe de inspiración de recordar el local de la calle 14 Oeste, el suelo maloliente, a gimnasio, la trivialidad balsámica del claqué.