Выбрать главу

De vez en cuando miraba un rato alguno de los canales en abierto. Todas las semanas había una hora más o menos reservada para la pornografía de fabricación casera, trabajo de artesanos nativos. Encontraba en la pantalla una verdad más descarnada, más tosca desde luego que en toda la carne lustrosa de las revistas de papel satinado. Se sentaba en su cuenco de espacio curvo, en su luz polvorienta. En toda esa cantidad de agresividad genital había una falta de modestia llamativamente pueril. Gente de la calle en busca de alguna cosa que succionar. Cámaras sostenidas a pulso en busca de una entrepierna pescada al azar. Lyle permanecía impávido mientras duraba esta secuencia de cuerpos pequeños y grises. Lo que acertó a ver retuvo su atención por completo, a pesar de que no estimulaba sus sentidos. La hora que transcurrió así le parecieron cuatro. Fatigado como estaba, vaciado, aburrido de ver a aquellos desesperados hacer posturitas, con facilidad podría haberse pasado la noche entera viéndolos, atrapado por el efecto red de la televisión, por el resplandor electrostático que semejaba un estado de privilegio, a caballo entre la onda y la imagen visual, un secreto de energía celestial. Se preguntó si no se habría vuelto un individuo demasiado complejo para contemplar cuerpos desnudos y excitarse.

– Eh, mira. Aquí estamos, tú. El futuro se nos ha caído encima hecho pedazos. ¿Y qué pinta tiene lo que se ve?

– Caramba, vaya susto que me has dado.

– Ésta es la pinta que tiene. Olas y olas de electricidad estática. Como si algún haz de luz te propulsara por delante de toda previsión, lo cual explica el efecto zumbido que desprende. Parecen gente de lo más soez que haya en toda Mercer Street.

– Oye, déjame dormir.

– Mira, mira. Te lo digo en serio. Tal cual. Lo que quiero decir es que estamos aquí observando en la intimidad y el confort de nuestro dormitorio y ellos tienen un loft y una cámara y todo eso se exhibe porque así es la ley. Nada más ver una cámara se desnudan. Antes, la gente saludaba agitando la mano.

– Vale.

– Aquí mismo. Aquí mismito, damas y caballeros. Vean cómo juguetean los osos panda con sus caquitas. La bomba, es la bomba.

Pammy tenia una de esas sonrisas que dejan al aire las encías superiores. Alguien le dijo alguna vez que eso era conmovedor. En sus movimientos más complicados, al llevar un paquete o al sortear a los vagabundos en la calle, mostraba una torpeza, una falta de aplomo tales que era como si una ovación cerrada la devolviera a sus años de juventud. Tenía la cara fina y estrecha, el cabello lacio y de un rubio moderado. A la gente le gustaban sus ojos. Asomaba en ellos una presencia que parecía a veces dar un salto, sobre todo en el momento de los saludos. Era animada en la conversación, muy gesticulante, propensa a interrumpir a su interlocutor, a adelantarse y a clavar los ojos en la boca del otro, repitiendo con sus propios labios, a veces, el ritmo de las palabras ajenas. Tenía un cuerpo firme y recto, que podría haber pasado por el de una nadadora. A veces no se identificaba con su propio cuerpo.

Trabajaba para una empresa llamada Consejo de Gestión del Duelo. No era un juego de palabras: con el epígrafe de Duelo se designaban los sufrimientos mentales graves, el remordimiento más profundo, la angustia extrema, las penas agudas y similares aflicciones y trastornos. El número de empleados oscilaba a veces radicalmente, de un mes a otro. En sus folletos, cuyo texto escribía Pammy, Gestión del Duelo era descrita como una serie de organizaciones amplias y nutridas, crecientes, de servicios personales, cuyas clínicas, material impreso y asesores capacitados estaban al servicio de la comunidad en sus esfuerzos por entender y asimilar los trastornos del ánimo. Había tarifas precisas para individuos, para grupos, para consultas especiales; estaban fijadas las tarifas por los libros de apoyo, por asistencia y enseñanza, así como el pago por sesiones de familia y por seminarios de terapia de penas conyugales. La mayoría de las sucursales regionales eran pequeñas, estaban situadas en edificios bajos, en donde también se hallaban empresas de productos quirúrgicos y laboratorios de radiología. Tales edificios eran por lo común los primeros de los complejos que, pese a estar planificados al detalle, nunca terminaban de materializarse por entero. Pammy había visitado unos cuantos a fin de recabar información, y las fotos que sacaba para incluir en sus folletos tenían que ser recortadas con todo esmero para eliminar los solares sin construir, la tierra apisonada, las malas hierbas. Había sido una idea originalmente suya: el World Trade Center resultaría una sede absolutamente inusual para un negocio como aquél. Pero cambió de opinión con el paso del tiempo. ¿Dónde, si no, almacenar todas aquellas penas? Alguien había anunciado que un buen día la gente ansiaría dar con un medio para codificar sus emociones. Se necesitaría, para entonces, una estructura administrativa. Equipos de conductistas organizados en las cloacas, de acuerdo con una nueva marca de futurismo basada en procedimientos nuevos. A Pammy, las torres le parecían algo provisional. Seguían siendo meros conceptos, no por su desmesurado volumen menos transitorios que cualquier distorsión rutinaria de la luz. Que las cosas aún parecieran más fugaces era algo concomitante con el hecho de que el espacio de las oficinas de Gestión del Duelo fuese continuo objeto de redistribución. Los operarios sellaban algunas zonas con nuevos tabiques, abrían otras zonas, cambiaban de sitio los archivadores, llevaban las sillas rodantes y las propias mesas de acá para allá. Era como si se les hubiera indicado que ajustasen la cantidad del mobiliario de acuerdo con ¡os niveles del trastorno nacional.

Pammy compartía una zona tabicada con Ethan Segal, que era responsable de coordinación de actividades en las oficinas regionales. Debido a su cabello, que llevaba más bien largo, y a su repertorio de gestos anticuados, a su manera de vestir extravagante y desaseada, a un excesivo refinamiento del estilo, por tanto irónico, Pammy lo consideraba un individuo de corte semieduardiano. Hasta las señales que daba de hallarse en una más que mediana edad aparecían teñidas por una suerte de ornamentación risueña. El exceso de peso le prestaba cierta ligereza, como sucede con determinadas personas, y Ethan aprovechaba esa ilusoria levedad para dárselas de despreocupado e indiferente a la vez que caminaba, altivo en la conversación, cobarde en los juegos. Y sus histriónicos gestos de brazos abiertos, sus gestos anticuados, se tornaban tanto más teatrales y vacuos (intencionadamente) a medida que se colaban en su pose ciertas irregularidades. Con él vivía Jack Laws, aspirante a ir dando tumbos por la vida. Jack tenia un mechón de pelo completamente blanco que le asomaba por detrás, por el cuello de la camisa; por lo demás, su cabello era negro. El éxito que tenía con determinada clase de personas se basaba sobre todo en esa falla genética. Era la marca, la etiqueta, el sello, la firma, el emblema de algo misterioso.

– Adorable, inútil de Jack… -¿Qué pasa? Estoy trabajando. -Es pasmoso, es casi sobrenatural, de veras, el modo en que alguien se hace una idea, ese minúsculo anhelo de algo, tan humano, que entonces pasa a ser una forma de vida, la obsesión de la época. A mí me parece pasmoso, la verdad. Una persona como yo. Nutrida de realidades, de certezas, de las limitaciones de las cosas…

– Me confundí de torre. -Jack lo que querría es irse a vivir a Maine. -Pues lo que yo te diga, ¿sabes? ¿Por qué no? -Es la fuerza que mueve su vida, aunque sea de repente, caída del cielo, precisamente Maine, qué mundo, es todo lo que hay, y más si se tiene en cuenta que nunca ha estado allí.

– Pero es una buena palabra -dijo ella.

– Maine, no me digas.

– Maine, es lo que digo yo -dijo ella-. Quizás sea simple, Ethan, pero tiene algo, tiene fuerza. Se tiene la sensación de que es el meollo, una especie de meollo, el meollo moral.

– Si me lo dice una persona que elige las palabras, algo tendrá que significar.

– Claro que elijo las palabras, no te quepa duda.

– Entonces, a lo mejor Jack tiene algo que…

– Ethan, Jack siempre tiene algo. Sea lo que sea, Jack se apropia del sentido interno de la cosa en sí, de su centro mismo, de su corazón. Eso es algo que los dos sabemos de Jack.

– ¿Y yo qué hago? ¿Ir y venir de allá al trabajo? ¿En el día?

– A mí me gustaría estar allí ahora mismo -dijo ella-. Esta ciudad. Esta época del año…

– Julio, agosto.

– La ciudad de los chillidos.

– Así que piensas que algo tiene.

– Yo elijo las palabras.

– Piensas que ha escogido una buena.

– Jack nunca falla. Jack acierta siempre.

Del mismo modo que consideraba a Ethan una suerte de semieduardiano, consideraba su boca, aparte del resto de su persona, como algo alemán. Tenía unos labios autoritarios, una especie de natural mueca de desdén; en ocasiones, cuando poco le faltaba para babear al reírse, en las comisuras de los labios le asomaba salivilla. Ésas eran las cosas que Pammy relacionaba con las escenas del alto mando alemán en las películas sobre la segunda guerra mundial.

– A lo mejor vamos a echar un vistazo.

– ¿A echar un vistazo? ¿A qué? -Al terreno. A ver qué pinta tiene. Sólo a ver. Se lo está diciendo a todo el mundo. O Maine, o nada. Y no es cuestión de que yo vaya y vuelva en el día, por descontado que no. Pero sólo a echar un vistazo. Tres semanas, cuatro. Ya se le quitará la idea de la cabeza, ya volveremos. La vida volverá a ser como antes, el mismo rollo de siempre. -Maine.