Ethan comenzó a usar frases hechas para provocar la risa, las mismas una y otra vez. «Malla de cuerpo entero.» «Sostén de entrenamiento.» «Guiños de anfitriona.» «Hopatcong, Nueva Jersey.» «Con la actuación estelar de María Montez, Jon Hall y Sabu.»
Hicieron en coche et largo trayecto hasta Schoodic Point. Jack iba en el asiento de atrás haciendo ruiditos de pájaro, la boca fruncida, el labio superior temblequeante. En una recta cerca de Eílsworth, Ethan se volvió y, sujetando el volante con la mano izquierda, trazó un amplio arco con la derecha para soltarle un bofetón a Jack.
– Sabe que detesto ese ruido.
Salieron a la escueta repisa de granito, a ver batir ¡as olas con gran impacto. Al este, el cielo iba oscureciéndose, una agitación inmensa y polvorosa, como de sedimento. Ethan bajó hasta un punto más cercano al mar. A Pammy se le hacía imposible soportar la fuerza del viento. Le golpeaba con humedad, le picaba la cara, te- nía que cambiar de postura a cada paso, apostar todo su peso contra el embate de las rachas. Volvió al coche. Veinte minutos después la siguió Jack. Vio pesqueros que habían salido a la langosta y que volvían a puerto entre rebaños de borregos.
– Las olas, Dios del cielo.
– ¿De veras lo viste?
– ¿El qué? -dijo él.
– El ovni.
– Dos veces.
– Yo te creo.
– Esta vez se acabó, me marcho. Tendría que haberlo hecho hace años. Esto no es vida.
– No haces más que decir Ethan. Ethan está deseoso de ser responsable de tu vida.
– Esta vez no, No lo he dicho, fíjate bien. Ni siquiera he dicho su nombre.
Obviamente, ella había empezado a desconfiar de su afecto por Ethan y Jack. Un sitio se estaba vaciando de contenido, se ahuecaba, un lagar aislado, al cual irían a parar todas las lealtades cambiantes de la semana pasada, los resentimientos que resurgían a diario, todos los comentarios revueltos, los pequeños desdenes que no parecía capaz de olvidar y el modo en que ponían a prueba la vulnerabilidad del prójimo, las improvisadas, momentáneas guerras libradas en subterfugios. Se le ocurrió que ésa era la vida secreta de la implicación que tenían los tres. Siempre había estado presente, necesitada sólo de ese período de proximidad dilatada para revelarse. Deslealtad, rencor, mal humor.
Vio a Ethan acodarse en la balaustrada. El cortavientos de nylon parecía a punto de desgarrársele del pecho. El mar estaba a trozos de colores muy raros, aunque bello, del verde blancuzco de las manzanas.
Tampoco era para tanto, a decir verdad. Demasiada estrechez durante demasiado tiempo. Sí, eso era todo. Guerras libradas en subterfugios, Dios del cielo. No se trataba de eso, ni por asomo. La implicación de todos con todos tenía su propia vida secreta. Aprensiones, mezquindades, suspicacias. No seas tan trágica, tan concluyente. Todo volvería a su ser, con toda facilidad, en cuestión de semanas. Eran amigos. Ellos dos tendrían ganas de encontrarse una próxima vez con ella. Al margen de lo de Jack. Eso quizás llevara más tiempo.
En medio de un tráfico intenso, un verano de máquinas resecas, miró a la vera de la Ruta 3 y encontró un campo de minigolf, atisbos de tres chiquillos que subían una pequeña loma, con los palos al hombro. Se decidió que Jack iría en busca de una estación de servicio, un taller, un teléfono, lo que fuera más accesible. Jack no estaba muy por la labor. Jack prefería atar un pañuelo a la manilla de la puerta y esperar a que alguien parara a ayudarles. Ethan y él se quedaron detrás del coche, discutiendo. Pammy se sentó en la aleta, los ojos entornados para protegerse de las velocidades dispersas, del caos y el estrépito de los camiones pesados. Los chiquillos se habían puesto meticulosos y solemnes, medían el suelo a palmos, precisaban la longitud de los palos, claramente influidos por lo que habían visto en televisión o en el club de campo. Discutían de un modo interminable, cabizbajos como los miembros de una tribu nativa. En la pista había molinos de viento, puentes cubiertos, todos los placeres al uso, pero a escala reducida. Algo había en la hora, la bruma de la tarde, el humo del tráfico, o los propios vehículos interpuestos, algún truco de la distancia, por lo que el espacio parecía compactado, los chiquillos (desde el punto de vista de Pammy) aislados limpiamente de cuanto se extendía en derredor, el follón de las caravanas, las lápidas, los sitios de comida rápida. Creyó que no le sería difícil mirar aquello indefinidamente, observarlo, sin que nadie la viera. Uno de los jugadores alcanzó la bola doblándose por la cintura de manera mecánica, una pierna adelantada, la otra al suelo, un juguete abstracto. Se sintió a sus anchas sentada en la aleta, a pesar del ruido y del movimiento entrecortado y del paisaje tosco. Las voces de sus amigos a veces le llegaban sueltas, gritos descoyuntados, empequeñecidos ante el flujo constante de penas. Tenía todo un historial si se trataba de ser feliz en sitios raros.
9
Lyle lo dejó todo sobre la cómoda. Cuando sonó el teléfono no quiso contestar. Ya se había fijado ciertos márgenes de tiempo. Había que observar ciertos limites, demarcar los matices de la conducta. Un tenue ramalazo de electricidad estática podía trastocar el delicado programa que había establecido, una estructura cerrada de abandonos y destinos.
El permiso de conducir, cheques de viaje, tarjetas de crédito, libretas (2), llaves, reloj, mapa de carreteras, callejero, bolígrafo, cartera, dólares americanos (4.000), dólares canadienses (75), tabaco, cerillas, chicles.
Resultó ser Kínnear, una sorpresa. Privado de todo, salvo de su valor fonético, J. había dejado de ser una influencia reguladora, un control en cierto modo, que aportase sus criterios técnicos, que Lyle no había tardado en percibir. La conexión era buena, su voz sonaba cálida, persuasiva, timbrada y distinguida, un tono de incontables detonaciones pequeñas, como un altavoz de un equipo de música pegado a la oreja de Lyle, razonable, muy cercana.
– He pensado en ciertos aspectos de nuestra implicación, Lyle. Por ejemplo, la Bolsa, nuestra amiga Marina, el plan o planes que puedan estar en curso. Se me ha ocurrido que quizás no te sea tan fácil como crees el desembarazarte de todo. Permíteme decirte una cosa: no dejes que se llegue al punto en el que, vayas por donde vayas, te espere el vacío en estado puro, una caída en toda regla. Si dejas que las cosas vayan demasiado lejos, sucederá de manera literal esto de ser el sucesor de George, pero con los mismos, deprimentes resultados. Recuerda, George creía que se había puesto en relación con manipuladores monetarios, coaliciones de banca ilegal. Tú juegas con ventaja. También tienes una vía de escape limpia. No quiero decirte nada más. Marina es muy capaz. Puede llevar las cosas hasta el punto en el que vayas por donde vayas, Lyle, igual te va a dar.
– Nunca me he propuesto llegar a ese punto.
– Tú viste el sótano. George no. Aprovéchate.
– Sabía hasta qué punió.
– Estas cosas de verdad se disparatan, Lyle, cuando se ensamblan como es debido. No se llega a nada. Es otro acontecimiento mediático. Mueren y son mutiladas personas inocentes. ¿Con qué finalidad? Dar publicidad al movimiento, eso es todo. Los medios, ahí lo tienes. Quieren una buena cobertura. Es de interés público. Lo que quieren es dramatizar.
– Nunca pensé en llegar hasta el punto en el que, vaya por donde vaya, todo me dé lo mismo.
– Todo el plan era y es una estupidez. Un montón de gestos teatrales ridículos, todo se lleva a cabo de manera pueril, estúpida. Imagínate el verte tan carente de recursos y estrategias que tienes que basar una operación de gran envergadura sobre una alianza puramente provisional, sobre una relación débil, debilísima, con alguien que trabaja para la propia entidad de la que has hecho tu diana, que se expone a perderlo todo, que no va a ganar nada con toda la historia. Si hubiera habido algún modo de impedir que pasara lo que le pasó a George, yo habría movido montañas.
– Soy consciente.
– Ya hablaremos más de todo esto cuando llegues -dijo Kinnear-. Hablaremos de Nueva Orleans. Pasaron cosas que no podrías creer. Trabajé un tiempo en Camp Street. A ver si adivinas quién vino en busca de un lugar para poner la oficina, en el cinco cinco cuatro de Camp. En pleno período de juego limpio con Cuba. Y quién aparecía cada dos por tres en un bar que se llamaba el Habana. Pues aún es mucho más interesante. Laberintos, procedimientos encubiertos. Relaciones raras, muy raras, vínculos extraños. Ya hablaremos.
Marina, cuando lo recogió delante del antiguo Fillmore East a las tres de la tarde, apenas lo miró. Condujo hacia el este, no dijo nada. Entraron en una nueva tase al parecer. Lyle, con camiseta y unos pantalones viejos, llevaba encima sólo cuatro o cinco dólares, sin documentos de identidad, aunque se había puesto el reloj. Sacó el brazo por la ventanilla, sintió que le entraba la modorra. Ella aparcó tras una camioneta de Mister Softee. Recorrieron a pie varias manzanas, atravesaron un solar vacío y una manzana más, con abundantes niños y hombres que jugaban a las cartas en una mesa plegable, en la acera, hasta un edificio de viviendas, de cinco plantas. Había un hombre con un pastor alemán sentado a la entrada. El perro ladró cuando se acercaron al hombre, desnudo de cintura para arriba, con un enorme bulto en e! hombro. Introdujo los dedos por el collar del animal cuando pasaron de largo Marina y Lyle. Otro perro, en una vivienda de la segunda planta, se puso a ladrar cuando subieron por las escaleras. «Que te calles la bocaza. Será gilipollas.» En el cuarto, Marina sacó unas llaves. Subieron el último tramo de escaleras.
La vivienda estaba amueblada con austeridad. Lyle se quedó junto a la ventana, mirando un gran ailanto. Cuando Marina se puso a hablar, se volvió hacia ella y se sentó en el alféizar. Había allí varias cajas de cartón, llenas de tapacubos y baterías de coche. Medio metro de un material naranja intenso, quizás nylon, sobresalía de una mochila. Del dormitorio salió un hombre que pasó entre Lyle y Marina camino del retrete. Era joven, se movió deprisa, dejó claro su deseo de no mirar a Lyle al pasar por delante.
– En la cárcel no hay nada que pueda impulsar a una persona a su autodestrucción. Ése es el cometido de " las cárceles. Las verduras no se cocinan bien. No hay televisión durante veinticuatro horas. Cosas asi son suficientes. Todo se viene abajo. Tu fuerza de voluntad. Tienes que depender del entorno para que te dé conciencia de ti mismo. Pero el entorno está armado justo para ¡o contrario. Exactamente lo contrario.