(Fue más o menos ahí donde el joven cruzó la habitación.)
– Lyle, tenemos que sincerarnos. Aunque nunca más lo hagamos, hagámoslo ahora. Quiero que sepas algo de mi hermano. En su vida siempre ha existido un elemento de locura. Empleo esa palabra, y no otra de corte más clínico, porque no quiero andarme por las ramas. Quiero decírtelo con toda la claridad que pueda. Para quienes lo conocieron y lo trataron, nunca existió la menor certeza de que pudiera desatarse en un momento determinado. Violencia, ira, amenazas de suicidio, intentos reales. Había que estar dispuesto a matarlo, o a quererlo, o a quitarse de en medio. Nada más. Rafael estaba listo para morir. Eso es lo más importante acerca de él. A su alrededor, durante toda su vida, todo el mundo era una agresión contra su espíritu, su debilidad. Yo fui testigo de algunos sucesos, adelantos de su muerte. Para ser su camarada, o su hermana, había que estar más que dispuesto a aceptar las obligaciones que entrañaba. Su comportamiento, todo cuando hacía, y cuando era: eso es lo que tenías que aceptar como si fuera tu propia vida. Él necesitaba saber que lo aceptabas. Vi correr la sangre más de una vez.
Sonó la cisterna del retrete. Se abrió la puerta y el hombre volvió a cruzar la habitación, esta vez tocando la mano de Marina al pasar. Lyle calibró su estatura y su peso.
– Es importante saberlo en lo referente a Vilar, porque en cierto modo lo que aquí hacemos, o estamos a punto de hacer, proviene de él, tiene origen en sus planes, en su filosofía de la destrucción. Sólo te he hablado de un aspecto. También era inteligente, tenía títulos universitarios, podría hablar de ideas con quien fuera. Y sabía fabricar bombas. Con los explosivos era un ángel.
– ¿Y tú?
– Yo soy menos interesante -dijo ella.
– Lo dudo.
– Quería que supieras la verdad. En el pasado he sido culpable de santificar a mi hermano. No tengo la menor duda de que en el parqué de Wall, 11, aquel día con George, hubo elementos autodestructivos. En cuanto a mí, hay poca cosa que revelar. Estoy decidida a aprovechar esta oportunidad que tenemos. Causar graves daños en la Bolsa, precisamente en ese sitio, de todos los que hay en el mundo. Será un momento fantástico.
– Atacar el concepto mismo del dinero.
– ¿Tú crees en el valor que tenga?
– La verdad es que sí. El sistema. Las corriente secretas. Que parezcan un poco menos inviolables. Ésa es la gran fuerza que tienen, como dijiste, o como dijo tu hermano, e incapacitarlos, aunque sea de manera pasajera, equivaldría a dar rienda suelta a todos los demonios.
– Anunciar terribles posibilidades.
– En eso creo -dijo él.
Llamó ella por su nombre al otro, a Luis. Asomó al umbral, llevaba una muñequera de cuero muy complicada. Tenía la misma pinta que Lyle había visto en las caras de miles de jóvenes latinos en Nueva York, chicos a la entrada de los supermercados, a la espera de una compra para repartir, o moviéndose palmo a palmo en el rítmico estremecimiento del metro, de un vagón a otro, una energía secreta, un segundo nivel de conocimiento, bien alimentado por las suspicacias, y por lo tanto negativo, tendente a la resistencia, peligroso. Estaba presente en sus ojos, la compleja inteligencia de la vida callejera. Uno aprende a sacar partido. Uno les hace pagar por el hecho de que su propia existencia les deprima.
– Quiere utilizar propano.
– Me he hecho con unas bombonas -dijo Luis-Son muy pequeñas. Buen tamaño para lo que queremos. Me he enterado de cómo van los polvos. Tenemos una buena mezcla. Luego se añade el propano de las bombonas.
– Una bola de fuego es lo que quiere.
– Cuando explota, del propano sale una bola de fuego. Así se causan más daños. Lo único que tiene que hacer es meterme dentro y enseñarme un sitio donde lo pueda esconder. Lo hago yo, así que exacto. Ningún cabo suelto, tío.
– ¿Qué tamaño tendrá todo eso? -dijo Lyle-. No te puedes presentar en el parqué con una bolsa de la compra.
– Eh, tío que ya te lo he dicho. El tamaño adecuado. Para lo que queremos, claro.
– Tiene reservas, Luis.
– Vamos a desvencijar ese sitio. No va a quedar títere con cabeza. ¿Tú sabes qué ruido hace el fuego cuando sale?
– Como si succionara el aire -dijo Lyle.
– Lo único que tiene que hacer es meterme dentro.
– Luis tiene buenas manos. ¿Verdad, Luis?
– Con las bombas la cosa cambia un poco. Me tomo mi tiempo.
– Tendrías que ver lo que hace, Lyle. Con las tarjetas de crédito es el amo. A veces se le cruzan los cables, claro. Se lo estamos mirando.
– Voy a la biblioteca. Da igual qué quieras hacer: cuando sabes cómo utilizar la biblioteca, todo está ahí. Cada cosa en su sitio. Voy a la calle 40. Tienen ciencia por un tubo. Tecnología, la que quieras.
– Luis tiene un paracaídas.
– Ya me parecía.
– ¿De dónde lo has sacado? Díselo a Lyle.
– Se lo robé en Jersey a una señora. Lo llevaba en el coche.
– Naranja y azul celeste.
– Yo lo vi en el maletero -dijo Lyle.
– Y una radio y una manta.
– Un vulgar ladrón-dijo ella.
– Con un poco más de tiempo, me habría llevado el propio coche.
– Cuando viene alguien, le dice que está con el gobierno. Ven el paracaídas, que es como de la CÍA. Le dice que lo tiene que tener a mano, es lo que Índica el manual.
– La CÍA, tío. No veas.
– El manual contiene una página entera sobre cómo cuidar de tu paracaídas.
– Digo yo: eh, tío, esta noche no puedo salir contigo si piensas llevar a toda esa gente, porque en el coche no habrá sitio para mi paracaídas.
– Tiene que tenerlo a mano en iodo momento.
– Lo pone en e¡ manual.
Luis salió por la ventana a la escalera de incendios. Lyle se asomó, viéndolo trepar por la escalerilla de metal hasta el tejado. Estaba amodorrado. Dentro de noventa minutos tenía que estar de vuelta en su piso, para recoger sus cosas.
– ¿Cuándo lo hacemos?
– En dos días a lo sumo todo estará listo.
– ¿Qué edad tiene?
– Treinta y dos.
– Pues parece mucho más joven.
– Es que se lo curra. Se lo curra de mil maneras. Es muy rápido, se escabulle. Nunca te enteras de que se ha pirado, al menos si no lo buscas. No te creas forzosamente todo lo que dice. Le gusta inventarse un personaje sobre la marcha. No quiere que necesariamente confíes en él, ni tampoco que lo respetes. Creo que le gusta parecer que es un poco idiota cuando no conoce a alguien. Es una estrategia.
– Se refiere a mí en tercera persona.
– Es su talante.
– Incluso cuando me mira a la cara.
– Luis ha vivido aquí la mitad de su vida. A ti, él te parece una cosa. A nosotros, otra. Tu imagen de nuestra unidad obedece a una percepción especial. En realidad es una interpretación. Ves un determinado corte desde un ángulo determinado. Y todo lo coloreaba J., que en realidad ocupaba sólo una región pequeña y rutinaria de toda la operación. Todo esto no lo sabes, claro.
– ¿Cuántos más hay?
– Sabes lo que tienes que saber.
– Ni más, ni menos.
– Obviamente -dijo ella.
– Es buena política, supongo.
– Es la manera de hacerlo.
– ¿Debo creer a Luis cuando me dice que ha fabricado una bomba mirando las cosas en la biblioteca?
– Yo no creo que me creyera una cosa así, Lyle. No.
– De nuevo su talante. Una técnica.
– Luis viajó a Tapón y a Oriente Medio con mi hermano. Por el camino ha aprendido bastantes cosas.
– Y tiene un paracaídas.
– Lo del paracaídas te lo puedes creer. Yo me creería lo del paracaídas.
Pasaron varios minutos. El ambiente cargado se tornó un punto más sereno. Lyle cambió de sitio, de la ventana a una silla próxima a Marina. El hincapié en el hecho de decir la verdad se hizo menos pronunciado, igual que el de las actuaciones, las estrategias, las seguridades. Luis no perjudicó nada al marcharse. Tendría cuidado, Lyle tendría cuidado de no preguntar por la precisa naturaleza de la relación existente entre Marina y Luis. Uno sólo sabe lo que tiene que saber. Primer principio de la vida clandestina.
– ¿Y a ti qué te pasa?
– Yo desaparezco -dijo él.
– Sabrán que fue tu invitado. Ese día tuviste una visita. Le abriste la entrada del parqué.
– Pero ya no estoy.
– Hay otra manera, claro. No sería preciso que Luis pusiera los pies en la bolsa. Tú mismo llevas el paquete. Lo dejas allí. De ese modo, no se te podría identificar con una segunda mano.
– Y a mitad de la noche, explota.
– Es lo más decente, claro.
– No hay segunda mano.
– Piénsalo -dijo ella.
Él estudió su cara, un instante de pequeñas complicaciones. Con los ojos, ella midió las líneas de referencia, tratando de adquirir una idea más cabal de la situación. De cara al compromiso buscaba, sin fin, el tácito abatimiento del yo del prójimo, aunque él se percató de que ahí se estaba introduciendo una tenue excepción. No todos los programas exigen una rigurosa adhesión a los códigos. Había otros intercambios aún posibles, meditaciones más dulces.
– J. dijo que tú y George…
– Cierto.
– Formaba parte de su planteamiento menos convincente. Me dijo que te habías acostado con George.
Pasó un margen de tiempo. Se decidió que iban a tener trato sexual. Sucedió sin palabras, sin emanaciones de ninguna clase. El mero sentido de opciones llevaderas que Marina había disuelto en el aire, quitando las posibilidades de morir. Ella pareció tomárselo como una condición. Sexo: el cuerpo de ella a cambio del riesgo que él corría. No, tal vez no fuera una condición. Una ecuación se acercaría más a la realidad. Un poco anticuado, ¿sí o no? Un poco ingenuo incluso. Él no lo había visto de ese modo (en realidad, no sabía cómo lo había visto), pero se dio por satisfecho con que la interpretación de ella acercase sus posturas.