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El dormitorio estaba bastante oscuro, sólo recibía luz indirecta. Desnuda, a él le pareció de una belleza grave. Ella le rozó el brazo, él recordó un instante en el coche, cuando ella le puso las manos en la cara y las botellas se estrellaban contra la acera, le recordó la extrañeza que sentía, la fuerza angulosa de sus diferencias. Entre los dos, nada era lo mismo, nada compartían. Edad, experiencia, deseos, sueños. Estaban ambos a merced de la sorpresa escueta del otro, sin que coincidieran sus historias respectivas en ningún punto. Lyle cayó en la cuenta de que hasta ese momento no había entendido la crítica naturaleza de su implicación, lo pesaroso de la misma. La realidad ajena de Marina, los secretos que nunca llegaría él a conocer, lo llevaron a ver en esa aventura algo más que mera especulación.

Tenía la cintura ancha, los pechos muy separados. Corpulenta en conjunto, falta de líneas definidas, las piernas macizas, tenía un poderío escultural, una belleza inmóvil que a él la hacía sentir raramente fuera de contexto, inadecuado por su cuerpo magro, su piel clara. No era, así pues, el remoto tenor de su personalidad lo que a él lo llevaba a la franja visible de lo que había contribuido a ensamblar, las presiones y las consecuencias. El cuerpo de ella también hablaba. Para él era un misterio el modo en que esos pechos, la unión de ambas piernas desnudas, pudiera llevarlo a sentirse más hondamente implicado en alguna trama. El cuerpo de ella era «significativo», a saber cómo. Tenía una intensidad estática, una «seriedad» que Lyle no alcanzaba a interpretar. Marina desnuda. Contra ese criterio, todo lo demás era una vacía justificación, una colección de páginas centrales, sílfides de cadena de montaje despojándose de sus sostencillos y leotardos.

Los dos estaban de pie, la cama mediaba entre ambos. La luz del respiradero, una mirada cegadora y perdida, introdujo un instante de definición en el rostro claro y fuerte de ella. Era consciente del interés contemplativo que había despertado en él. En un malentendido, se llevó las manos a los pechos. Tampoco tuvo importancia. Su cuerpo nunca estaría fuera de lugar, inexplicable como era de hecho, era un cuerpo capaz de asimilar la fallida comprensión de Lyle. Él la nutría mediante incrementos negativos. Un truco existencial.

Ella se arrodilló al borde de la cama. Él contempló las quietas divisiones que parecían contenerse en sus ojos, reproducciones secretas de la propia Marina. Intentó, sin saber ni poder cómo imaginar lo que veía ella, como si así sacara a la luz una verdad suprema sobre sí mismo, una desmesurada afirmación de su valía, conocimiento accesible sólo para las mujeres cuya gramática se le escapaba. En el instante en que ella lo miró a los genitales comenzó una erección.

En la cama, recordó al hombre del tejado. Esas cosas tienen su gracia. Inmerso en el acto sexual. Pone al descubierto la secreta sensación que uno tiene de estar implicado en algo de una cómica vergüenza. Luis en el umbral con una pistola de repetición. Se preguntó qué significaba «de repetición», por qué había pensado en ello, si tenía un sentido en facetas o estratos.

Se pasaron todo el rato haciendo el amor. Marina era una mujer abierta psicológicamente, compleja, pero tranquilizante. Al principio se movió con toda facilidad, arrastrándolo a él adentro, desmadejándolo, un ahondamiento en la concentración de sus recursos, aferrándose a él, segmentos, trozos pequeños, pedazos de él. Midió las predisposiciones que él tuviera. Incluso se debatió un poco, reduciéndolo a él a su propio cuerpo. Él no podría haber precisado con un mínimo de exactitud cómo fue esa fase. Marina parecía conocerlo. Sus ojos eran instrumentos de una suavidad inconcebible. Ante sus imperceptibles apremios él se sintió descender, sintió que ocupaba plenamente su propio cuerpo. Cada impulso pélvico tenía un tremendo sentido. El acoplamiento a la más mínima tracción de la carne. Se predispuso, aguzó el oído pendiente de todos los ruidos, los menores clics, las tensiones, el húmedo batir de sus pectorales en contacto. Cuando terminó desplomándose en e! éxtasis, una caída de fuerza descomprimida, se susurraron el uno al otro al oído, sin que mediara palabra, respirando olores y calor en crudo, sorbos de amor.

Lyle se vistió deprisa sin dejar de mirarla, recostada, la suavidad de la habitación atenuada sobre el cuerpo de ella. Se oyó un ruido en el tejado, una contusión, alguien que saltó desde una repisa más alta. Cerró la mano en torno al tobillo de ella.

– ¿Cría palomas Luis ahí arriba, o a lo mejor esconde los explosivos en una chimenea?

– Una bola de fuego es lo que haremos -dijo ella.

– Uuush.

Detuvo un taxi en la Avenida C. En su piso se cambio y volvió a salir a! cabo de un cuarto de hora, con la maleta ya hecha. Iba muy por delante de lo programado, anticipándose, y operaba desde un plan de viaje interior, el plan dentro del plan, algo que hacía como quien no quiere la cosa al viajar, creyente en los márgenes, en las cantidades en exceso. Tomó un taxi hasta La Guardia, aliviado cuando estuvo lejos del piso, donde estaba sujeto a los intentos de comunicarse con él que hicieran los demás. El taxista tomaba café en un vaso de plástico.

Lyle pagó su billete con una tarjeta de crédito, viendo cómo la mujer de la consola introducía varios conjuntos de información. Había pensado en viajar con nombre falso, pero llegó a la conclusión de que no había razón suficiente, y además quería eludir el presentarse así de ridículo ante alguien, quienquiera que fuese, que pudiera mostrar el menor interés por sus movimientos. Verificó que la maleta estuviera en orden y fue en busca de un sitio para tomar una copa. Aún no era de noche. Al otro lado de las pistas de aterrizaje y despegue, las estructuras más altas de Manhattan quedaban dispuestas en campos de resina fósil, esa suciedad entre castaña y amarillenta, propia de los cielos previos a que descargue la tormenta. Los edificios eran notables a esa distancia no tanto por su audacia, su llamativa pretenciosidad, como por las llamativas aspiraciones que invocaban, el humor ambarino, evocando parte del dolor y el asombro de las ruinas. Lyle no dejaba de palparse el cuerpo: llaves, billetes, dinero, etcétera.

Encontró un bar especializado en cócteles y se acomodó en la barra. Era un lugar absurdamente sombrío, como si pretendiera fomentar toda clase de intimidades improvisadas, e incluso que dos perfectos desconocidos se metieran mano. Era algo que a veces ocurría en los aeropuertos, algo que daba a los viajeros la posibilidad de adquirir lo que restase de las comodidades tangibles antes de despedirse de la tierra firme. De un altavoz en alguna parte salía música de piano. Lyle se tomó dos copas, sin perder de vista el reloj. Cinco minutos antes de la hora de embarque salió a una cabina telefónica y marcó el número que le había dado Burks. Al hombre que contestó la llamada le dio su propio número a modo de identificación. Luego le facilitó la dirección de Marina, le dijo dónde estaba aparcado su coche, le proporcionó una descripción física de Luis (Ramírez) y una idea general del tipo de artefacto explosivo que tenía previsto montar. El hombre dijo a Lyle que no se moviera de ese teléfono. Que seguirían en contacto.

El 727 tomó tierra en el aeropuerto de Toronto. Dijo al de la aduana que iba a visitar a unos amigos, dos o tres días nada más. Alquiló un coche y condujo hacía el lago, decidido a pasar la noche en un motel llamado Green Acres. Comprobó la situación en uno de los mapas que había comprado, buscó en el callejero adjunto, topó con los nombres de Parkside, Bayview, Rosedale, Glenbrook, Forest Hill, Mt. Pleasant, Meadowbrook, Cedarcrest, Thornwood, Oakmount, Brookside, Beech-wood, Ferndale, Woodlawn, Freshmeadow, Crestwood, Pine Ridge, Wülowbrook y Greenbriar.

Por la mañana cogió el coche con rumbo suroeste, unos noventa kilómetros, hasta un sitio llamado Brantford. Dejó el coche en un aparcamiento y echó a caminar. El pueblo era poco menos que un clásico, tan naturalmente seguro en sus convenciones que, supuso, J. lo habría elegido al menos en parte por su (anti) dramático efecto. Otra de sus maniobras agridulces. A Lyle, imbuido como estaba en la psicología del sigilo, las calles limpias de Brantford, su población de blancos, de lengua inglesa, le pareció que adquirían una calidad sobrenatural, un solapamiento de la fantasía. Le resultaba todo más familiar que la calle de Nueva York en la que residía. Había hecho tan largo trayecto, había cruzado una frontera incluso, para hallar cosas que conocía de sobra a un nivel puramente colectivo. Temas comunes. Decencias de andar por casa. No se le escapó el chiste, aunque fuera a su costa más o menos, aunque ni si-¿quiera fuera un chiste con mucha gracia.

Cruzó una plaza espaciosa y aguardó ante el moderno ayuntamiento. Pasaban diez minutos de la hora fijada cuando vio una silueta a media manzana. Reconoció su manera de caminar, e¡ paso fluido; le resultó familiar el propio cuerpo que se desplazaba, su conjunto de líneas y filos identificativos. Pasaron sín embargo unos segundos hasta que cayó en la cuenta de quién era, quién avanzaba hacia él atravesando un grupo de niños que jugaban a algo, Rosemary Moore, meciéndose su falda a merced de la brisa. Pues claro, pensó. Ambigüedad, confusión, desinformación. Un proceso de aprendizaje. Técnicas, estrategias elaboradas.

Decidió ofrecer su más cálida sonrisa. La tomó de la mano. Le besó en la mejilla. Ella se apartó un rizo de la frente y le sugirió un sitio donde almorzar.

– Los dos solos.

– SÍ te parece bien.

– Claro, por supuesto, cómo no.

Caminaron por una cuesta hasta un restaurante llamado Iron Horse, un almacén ferroviario remodelado. Estaba oscuro. En la mesa contigua, cuatro hombres discutían pormenores sobre un cargamento de yeso. Hablaban la lengua llana de las culturas industriales, un tono desinflado, sin modulaciones, clavado en un plano único, rancio. Rosemary se quitó por fin las gafas de sol indicando a Lyle que se acercase a ella, mirándolo con intensidad.

– ¿De veras eres tú?

– De veras lo soy.

– Llámame Lyle. Tratémonos por el nombre de pila.

– Dejé mi trabajo.

– Dejaste tu trabajo.

– Algo tendré que encontrar, me temo.

– A la caza de un empleo.

– Tengo que ver.

– En busca de trabajo -dijo él.