– Son muy amables. No podrían ser más amables.
– ¿Cuánto tiempo estarás con ellos?
– Me llevarán de vuelta en cuanto terminemos. A menos que no quieras ir allí. Puedes venir con nosotros.
– Ethan, ¿qué es lo que hizo Jack?
– No lo sé.
– Quiero decir… ¿qué hizo?
En la casa, recogió y limpió. Puso cada cosa en su sitio original. Quería que todo quedase como estaba cuando llegaron. Sonó el teléfono. Era Lyle. Le contó lo de Jack, comenzando un largo y a veces delirante monólogo. Recayó en el relato de sueños recientes. Trató de hablar entre períodos de bostezos que eran como ataques, algún flujo autónomo del aparato nervioso. Lyle la pudo calmar a la larga. Le resumió lo ocurrido en frases cortas, meros enunciados. Pareció servir de ayuda el descomponer la historia en segmentos coherentes. Suavizó el tormento surreal, la sensación de aberración. Oír la secuencia reafirmada de manera inteligible le supo en ese momento a algo más que a mero consuelo. Le aportó un punto focal, un punto diferenciado y nítido, en el que las cosas concebiblemente pudieran desvanecerse al cabo de un rato, caos y divergencias, enemigos de Dios.
– ¿Estarás bien?
– Sí.
– ¿Volverá Ethan pronto?
– Eso creo.
– No será tan duro cuando dejes de estar sola. Llegará dentro de un rato. Y yo te veré muy pronto. Será todo más llevadero cuando vuelvas a la ciudad, con la gente.
– Lo sé.
– Dile a Ethan que almorzaremos cuando vuelva. Que me llame, díselo. Quedaremos para almorzar.
– De acuerdo.
– En realidad, ahora mismo no estoy en Nueva York. Estoy en un motel, en el extranjero. Igual da que te lo creas o no. En fin, Canadá. Asunto de negocios. Nada especial. Pero me marcho en cuanto cuelgue. Volveré a casa en cuestión de horas.
– Supongo que nos iremos mañana, depende.
– No me llames al piso -dijo-. No voy a contestar a ninguna llamada durante un tiempo.
Se tomó un té mientras esperaba el regreso de Ethan. Se sentaron fuera. Él no llevaba nada más que su camisa de manga corta a pesar del frío. Pammy se preguntó si sería acertado llevarle un jersey. Decidió por fin que podría tomárselo en cierto modo como una imposición, un sutil empequeñecimiento de su desasosiego. ¿Qué consuelo, en verdad, podía darle una prenda de abrigo? Se le ocurrió que la gente de manera inconsciente honra los procesos del mundo físico, danza de manera fatalista con la naturaleza siempre que la muerte se lleva a un ser cercano. Creyó que Ethan quería sentir lo que había allí. Si lloviera, no se movería del sitio. Si ella le echase un jersey sobre los hombros, igual podría quitárselo. Nos reducimos a comer y a dormir, como mucho. Rudimentos, pensó. El mínimo, sea lo que sea. A eso nos vemos reducidos. Vio el colorido extenderse por el cielo, más allá de Camden Hills. Un crepúsculo es la historia del día del mundo. Se desenredan alejándose de ellos, suspendidos como los astronautas del revés, pero cómodos en sus asientos, a lomos de la noche, a medida que las primeras estrellas se encienden.
– No hay aquí un buen centro de quemados. Aunque Jack hubiese sobrevivido -dijo él-. Habrían tenido que llevarlo a toda velocidad a Baltimore, lo cual es ridículo, si se piensa lo lejos que estamos.
– ¿No te referirás a Boston?
– No hay en todo Boston nada comparable a lo que hay en Baltimore. Habrían tenido que llevarlo primero a Bangor, o bien a Bar Harbor. Luego en avión a Boston o a Nueva York, me imagino. Y de allí a Baltimore. Así que aunque hubiera sobrevivido…
– Ethan, lo único que cuenta es el tiempo. Eso es lo único que sirve de alivio. El tiempo lo cambia todo. Al cabo de un tiempo no dolerá tanto. Eso es lo único en que puedes creer ahora. En eso has de concentrarte. El tiempo te lo hará más llevadero.
– Las consolaciones del tiempo.
– Eso es. Ni más ni menos. Es lo único que hay.
– El poder sanador del tiempo.
– ¿Te burlas de mí?
– Mi tiempo es tu tiempo.
– Lo digo porque no creo que tenga ninguna gracia.
– Yo me veo como un viejo -dijo él-. Voy cojeando a la tienda, a por queso cremoso y un melocotón. Sólo compro por unidades. Un panecillo, un melocotón, una botella de tónico de alcachofa. «Dígame, joven: ¿cuánto cuesta ese pepino? No, ése no, el otro.» Me planto en un rincón de la tienda y saco el monedero, a ver si tengo suficiente.
– Basta, de veras.
– Estoy totalmente solo. No hay nadie que me ayude con la compra. Compro pan rancio para ahorrar dinero. Los chiquillos van corriendo entre los carritos de la compra. Me golpean, pierdo el equilibrio. Apenas sí se dan cuenta. Sus madres no dicen nada. Soy casi invisible. Me planto en un rincón de la tienda y cuento las monedas sueltas, algún billete doblado mil veces. Compro una cebolla, un solo paquete de margarina.
– Podría tratarse de mi padre -dijo ella-, lo cual te aseguro que no tiene ni pizca de gracia.
– Los huevos, como mínimo media docena.
– Hay gente que vive así.
– Voy cojeando por los pasillos. Mi cuerpo es tan arcaico que a nadie ofende. Todos los olores se me han reblandecido encima. Ni siquiera tengo el placer de olerme en la cama. Me dicen que como mínimo media docena. Digo que estoy tan débil que no puedo romper el cartón. Todo lo que alcanzo a hacer es sacar uno solo. Mínimo seis. Ésa es la norma. Vivo solo. Todos mis amigos han muerto, Jack en especial, el adorable, el inútil de Jack. Me planto en un rincón de la tienda y carraspeo hasta que se forma la flema. Es algo sobre lo que guardo un gran recelo. Esputo en secreto. He aprendido cómo hacerlo sin que se me oiga apenas. Noto que se amasa la flema acumulada al fondo de la boca. Esputo otro poco más. Un viejo flematoso. No tiene ninguna gracia -dijo-. Yo que tú no me reiría.
Ella decidió no volver en avión. El trayecto en bus era de once horas. Al ver a un niño pequeño por el pasillo, camino del aseo, Pammy sonrió a punto de llorar. Se le formaron arrugas en torno a los ojos y se le puso la cara lustrosa, muestra de un complejo pesar. Los álamos muertos que flanqueaban la carretera dieron una respuesta más grave. Nunca ios había visto en tales cantidades, silenciados por las heladas, cosas oscuras, larguiruchas, las ramas arqueadas. Era sobrecogedor tanto despojamiento, las casas de madera blanca, a veces con una torreta, o rematadas por una galería, y las gentes que allí vivieran, qué aire tan distinto les daban los álamos muertos, qué resonancia, qué ahondamiento de la experiencia, una sensación de haber sobrevivido a algo, por más que supiera que se proyectaba ella en su percepción, en lo que sólo alcanzaba a entrever, profesores de piano (un rótulo en una ventana), comerciantes de peltre y de antigüedades marineras. Estaba ansiosa por volver al piso, encerrarse de nuevo, librarse de la necesidad de reaccionar ante las cosas. Eran momentos archisabidos, nada más, tan simples como para pasar inadvertidos en otras ocasiones. Un parterre en pendiente. Un helecho mustio en una ventana. Quiso librarse de esos fragmentos del mediodía costero, pestañeos embrollados tan perecederos, que tanto le afectaban. Y la extraña disquisición de Ethan la noche anterior, su inexpresiva novelita. También ansiaba librarse de eso.
Así pues, no se sintió desdichada al poner el pie en la Octava Avenida, más o menos a las diez de la noche, parte del morboso bazar que brota delante de la terminal de autobuses todas las noches del verano, extendiéndose sobre la humedad y el hedor. Hombres inquietos escogidos en la miscelánea. Pigmentaciones, estilos, dialectos, persuasiones. Conjuntos de ojos la siguieron hasta la esquina. Inmediatamente al este, al oeste y al sur estaban las calles más comerciales, a esas horas desiertas y oscuras, un sistema radial de desolación, quizás una necrópolis más cierta, la zona subyacente a la que aspira todo desolado neón.
Su taxi salió a toda velocidad hacia el este, como si estuviera en un tris de tirar por la borda la mitad posterior. El piso estaba sereno. Los objetos se hallaban envueltos por una pálida luz, renacidos. Una cesta de mimbre que había olvidado que tuvieran. Una silla de anea que habían comprado justo antes de marcharse ella. Su recuerdo en las cosas.
No podía conciliar el sueño. El largo trayecto aún se devanaba en su cuerpo, temblores, rayazos. Encendió el televisor en blanco y negro, el del dormitorio. Daban una película antigua, insustancial y aburrida, cosecha de los años cincuenta. Había un hombre, el héroe, cuya vida de clase media se iba haciendo añicos poco a poco. Primero su hermano, la oveja negra de la familia, seriamente endeudado, perseguido por unos mañosos de chichinabo. Llamadas telefónicas, reuniones, un diálogo sesgado. Luego estaba su esposa, hospitalizada, al parecer muñéndose de una enfermedad de la que nadie quería ni hablar. En una serie de escenas tediosamente detalladas, aparecía investida de valentía, de cólera, de recapacitación, de estridencia. Pammy no pudo dejar de mirarla. Era tan de medio pelo que resultaba magnética. Experimentó una casi total obliteración de la conciencia. A lo largo de los anuncios, de fabricantes de piscinas y de institutos de informática, aguantó en la silla junto a la cama. A medida que la película fue tornándose más sensiblera, su enojo fue en aumento. La ventanilla del autobús se había convertido en una pantalla de televisión llena de duelos en serie. El hijo mayor del héroe comenzó a pasar por estados sucesivos de lo que el médico llamó «sensibilidad reducida». Se sentaba en el suelo presa del estupor, incapaz de hablar, o negándose en redondo a decir nada, las extremidades inmóviles. Fueron en aumento las llamadas telefónicas del hermano del héroe. Necesitaba pasta y la necesitaba ya, si no… Otra escena de hospital. La esposa recitaba un pasaje de una carta de amor que el héroe le había escrito cuando eran jóvenes los dos.
Pammy estaba rebosante de emoción. Trató de quitársela de encima, a sabiendas de que era una emoción teñida por la artificialidad de la película, por lo sencillamente horrorosa que era. Notó que se henchía en ella, a su través, esa pena inmensa. Su rostro adquirió cierto tinte. Se pasó la mano derecha por el lado de la cabeza, los dedos bien abiertos. Le sobrevino entonces un sollozo liberador, imparable, una avalancha. Siguió sentada con las manos en las sienes por espacio de un cuarto de hora, llorando, cuando murió la esposa, se recuperó el niño, el hermano juró recuperar su amor propio, y el héroe con pantalones de pinzas veía a su hijo menor cabalgar en un pony.