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– Sí, soy yo. -Me devolvió el abrazo, doblándose sobre mi metro sesenta y cuatro y estrechándome con fuerza-. Lamento haberme presentado sin que me invitaras, pero me he instalado esta misma tarde, papá me dijo que vivías aquí, cerca de donde me alojo, y como no tenía nada que hacer, he decidido venir a verte. ¿Y el tío Sal? Qué dulce es… Me ha dicho que lo llamara así. Me ha ofrecido un té en el jardín y me ha contado todos los casos en los que ha trabajado contigo. ¡Eres increíble, Tori!

Tori. El diminutivo con que me llamaba mi familia. Desde la muerte de mi primo Boom-Boom, ocurrida hacía doce años, nadie lo había utilizado y me sobresaltó oírlo en labios de una desconocida. Ahora, el señor Contreras era su «tío Sal». Y Mitch la llenaba de babas. Éramos una gran familia feliz.

El señor Contreras dijo que sabía que «teníamos muchas cosas que contarnos» y que por qué no entrábamos en mi casa. Él nos prepararía unos espaguetis más tarde, si queríamos. Con los perros corriendo delante y deteniéndose en cada rellano para ver si los seguíamos, llevé a Petra hasta el tercer piso.

– Tenías que haberme dicho que vendrías -le dije-. Habría sido un placer acogerte mientras te instalabas.

– Ha ocurrido todo tan deprisa que, hasta hace una semana, ni yo misma sabía que vendría. Me gradué en la universidad en mayo y luego estuve en África cuatro semanas con mi compañera de habitación. Compramos un Land Rover usado, lo vendimos en Ciudad del Cabo y volamos a Australia. Cuando aterricé en Kansas City, papá me preguntó si tenía trabajo. Yo le respondí que por supuesto que no, y entonces me dijo que el hijo de Harvey Krumas iba a presentarse a las elecciones del Senado. Papá y Harvey crecieron juntos allá por la Edad de Piedra y siguen siendo muy amigos. Y si el hijo de Harvey necesita ayuda, la hija de Peter le echará una mano. De modo que aquí estoy. Mi pobre cuerpo no sabe en qué huso horario vive, -Se rió de nuevo con una carcajada sonora y ronca.

– Harvey Krumas, ¿eh? No sabía que tu padre y él fueran amigos.

– ¿Lo conoces?

Sonó el teléfono móvil de Petra, que miró la pantalla y volvió a guardárselo en el bolsillo.

– No, querida. No me muevo en esos ambientes tan encumbrados.

Krumas. En Chicago, aquel apellido estaba relacionado con todo, desde el beicon a los fondos de pensiones. Cuando se levantaba un rascacielos, aquí o en cualquiera de la decena de grandes ciudades del mundo, era más que probable que Gestión de Capitales Krumas se contara entre los inversores financieros del proyecto.

– Pensaba que, como papá y el tío Harvey son tan buenos amigos, tu padre también debía de conocerlo.

– Cuando tu padre nació, el mío tenía veinte años -expliqué-. No sé si Peter se acordará siquiera de la casa de Back of the Yards. Por la época en que él empezó a ir a la escuela, la abue la Warshawski acababa de comprar un bungalow en Gage Park. Después, se mudó a Norwood, en la parte alta de Northwest Side, que era donde vivía cuando yo era una adolescente. Tu padre creció acostumbrado a tener agua corriente en casa, pero mi padre y tu tío Bernie, que eran los dos hermanos mayores, tenían que vaciar el orinal cada mañana cuando eran chicos. Durante la Gran Depresión, entre la abuela y el abuelo Warshawski no ganaban ni quince dólares.

– No es culpa de papá que sus padres tuviesen una vida tan dura -protestó Petra.

– No, cariño, no es eso lo que quería decir. Simplemente quería poner de relieve el mundo tan distinto en el que vivieron tu padre y el mío, aunque fueran hermanos. Mi padre se hizo policía porque de ese modo tendría un sueldo fijo.

– ¡Pero mi padre también trabajó con ahínco! -gritó Petra-. ¡En los corrales de ganado nadie le regaló un céntimo!

– Ya lo sé. La abuela no entendía por qué Peter trabajaba en los corrales de ganado cuando había otros empleos mejores, pero el padre de Harvey Krumas le ofreció trabajo a Peter porque Harvey y él eran amigos, y Peter sacó el máximo provecho de ello.

Aunque mi tío no hubiese amasado una gran fortuna, las cosas le habían ido muy bien, mucho mejor que a cualquier otra persona remotamente relacionada con mi familia. En los años sesenta, cuando los corrales de animales dejaron Chicago, Peter siguió a la empresa Industrias Cárnicas Ashland a Kansas City. En 1982, cuando mi padre murió, Ashland era una firma comercial valorada en quinientos millones de dólares y Peter trabajaba de ejecutivo. Siempre me supo mal que no hubiera hecho nada por contribuir a pagar los gastos médicos derivados de la enfermedad de mi padre, pero, como acababa de explicarle a Petra, mi padre, Tony, era básicamente un desconocido para él.

Me resultaba increíble mirar a aquella veinteañera y advertir que compartíamos una abuela.

– No sabía que el hijo de Krumas quisiera presentarse a las elecciones. ¿En qué lo ayudas? Todavía faltan diez meses para las primarias.

Su teléfono sonó de nuevo. En esta ocasión, respondió con un rápido: «Estoy ocupada. Estoy con mi prima. Te llamaré luego.»

– Lo siento, mi compañera de la universidad quiere saber cómo estoy. Me refiero a Kelsey. Aquí se me hará muy extraño estar sola en un piso, después de haber compartido con ella habitación y una tienda y todo lo demás durante cuatro años. Kelsey ha regresado a Raleigh y, después de recorrer África y Australia, se aburre terriblemente.

Hizo una pausa y luego preguntó:

– ¿Qué decías? Ah, sí, querías saber qué haré en la campaña de Krumas. Pues no lo sé. ¡Y ellos tampoco! Ayer me presenté en la oficina y me preguntaron qué se me daba bien. Les dije que se me daba bien ser energética y, como me he graduado en comunicaciones y español, pensaron que tal vez podría ayudarlos en el gabinete de prensa, pero de momento voy de acá para allá, entrevistándome con éste y el otro, y salgo a la calle a buscar café para todos. Si compraran una máquina de capuccinos para la oficina, ahorrarían mucho dinero, pero a mí me va estupendo. Es una excusa para salir a la calle.

– ¿Y con qué tipo de programa se presentará Krumas? -inquirí.

– No lo sé. -Petra abrió mucho los ojos fingiendo vergüenza-. Supongo que verde. Al menos, eso espero. Y creo que está en contra de la guerra de Irak… ¡Y es bueno para Illinois!

– Un ganador, sin duda alguna.

– Sí, sí, es un ganador, sobre todo cuando luce pantalones de tenis. A las mujeres de la edad de mi madre les tiemblan las piernas cuando lo ven. El año pasado, cuando vino a Kansas City, mis padres lo llevaron a cenar y todas las mujeres del club de campo se acercaban a él y prácticamente le metían mano.

Yo había visto muchas fotos en la televisión y en la prensa. Brian Krumas era fotogénico como John-John o Barack. Con cuarenta y un años, seguía soltero, lo cual daba pie a muchas especulaciones en la prensa rosa. ¿Le gustaban los hombres o las mujeres? ¿Con quién salía?

Los perros empezaron a gemir y a darme toques con las patas. Necesitaban ejercicio. Le pregunté a mi prima si quería venir a correr con nosotros y quedarse después a cenar, pero dijo que había quedado con dos chicas de la campaña y que era una oportunidad de empezar a hacer amigos en su nueva ciudad.

Cuando fui al dormitorio a cambiarme, su teléfono sonó de nuevo. En los cinco minutos que tardé en ponerme el pantalón corto y las zapatillas, recibió tres llamadas más. Oh, la juventud y los teléfonos móviles… Inseparables en la salud y en la enfermedad.

Mientras yo cerraba la puerta del apartamento, Petra corrió escaleras abajo con los perros y, cuando llegué a la puerta, estaba despidiéndose del señor Contreras con un beso mientras le daba las gracias por el té. Conocerlo había sido fabuloso.

– Vuelve el domingo -le propuso Contreras-. Haré chuletas a la barbacoa en el patio de atrás. ¿O eres vegetariana, como se lleva ahora?

– Mi padre trabaja en las industrias cárnicas. Si mis hermanas y yo dejáramos de comer carne, nos desheredaría.