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Cuando terminé, después de constatar, lamentablemente, de que la candidata de Darraugh parecía demasiado buena para ser auténtica porque era, en efecto, demasiado buena para ser auténtica, mi sensación de irrealidad se intensificó. Cada vez encuentro más y más candidatos a puestos de trabajo a quienes no les importa mentir. Quizá los políticos y la televisión han difuminado de tal manera las fronteras entre el entretenimiento y la verdad que la gente piensa que nadie conoce, ni le importa, la diferencia entre una historia ingeniosa y la experiencia real.

Un día de verano, con el lago como telón de fondo y los árboles que rodean a los falsos edificios góticos de un color verde dorado, el campus tampoco parecía muy real. Bajé hasta la orilla, tentada de unirme a los estudiantes que pasaban el rato en la playa detrás del edificio de ingeniería y perderme en el mundo de los sueños.

Sonó el móvil. Era la secretaria personal de Darraugh. Respiré hondo y volví a la realidad. Le dije a Caroline que Darraugh tendría que buscar un nuevo candidato al puesto y que ya le daría más detalles desde un teléfono fijo. Aquella llamada me cambió el humor. Sabía que había llegado el momento de dedicarme a la señorita Della y a su hijo. Era una mujer quisquillosa, con un triste pasado que se remontaba a cuarenta años atrás, y no quería acercarme a sus problemas. No obstante, me había comprometido a trabajar para ella y eso significaba que merecía mis mejores esfuerzos, independientemente de la opinión que me mereciera.

Volví a oír a mi madre, de pie detrás de mí, mientras yo practicaba las lecciones de piano: «Sí, Victoria, sé que detestas esto, pero si te niegas a entregarte con lo mejor de ti misma, lo único que haces es ponerte las cosas más difíciles. Comprométete con la música. Te necesita, aunque creas que tú no la necesitas a ella.»

Regresé a Lake Shore Drive, tomando despacio las curvas y haciendo caso omiso del lago. Salí del centro y crucé el Loop para tomar la autovía Dan Ryan en dirección al sur. Odiaba la Ryan, no sólo por el abundante tráfico, pues no hay una sola hora del día o de la noche en que los catorce carriles no vayan congestionados de coches y camiones; la odiaba por la manera en que estaba edificada y por todo lo que tuvo que ver con su construcción.

La carretera discurre por una hondonada y, mientras conduces, lo único que ves son unas altas paredes de hormigón. Están llenas de grietas con artemisa y malas hierbas que asoman por ellas. Si levantas los ojos, ves un atisbo de árboles ralos, algún que otro almacén de neumáticos o un edificio de apartamentos. Dado que el dinero para la autopista procedió del nepotismo de la maquinaria demócrata, la llamaron Dan Ryan, en honor del presidente del comité de Cook County, que en 1960 avanzó el dinero de su construcción.

Cuando salí de la Ryan a la altura de la calle Setenta y uno, todavía vislumbré una realidad mucho más deprimente, si es que de eso se trataba. Demasiadas casas de Englewood Oeste se alzaban ladeadas como borrachas sobre sus cimientos. Demasiadas de ellas tenían plásticos o cartones en vez de cristales en las ventanas y la mayor parte de las puertas cedería bajo una patada enérgica. Las únicas tiendas de comestibles eran de esas que se aprovechan de los pobres de las ciudades, escondiendo unos cuantos productos caros y de mala calidad detrás de las estanterías de licor y patatas fritas.

En la calle había poca gente. Me crucé con una mujer que llevaba a un chiquillo de un año y medio debajo de un brazo y una bolsa de la compra debajo del otro. Dos hombres apostados en la esquina de Ashland se pasaban una bolsa de papel. Detrás de ellos, en la acera, una radio atronaba con tanta fuerza que hizo temblar el Mustang mientras esperaba que el semáforo cambiara.

Cuando me detuve frente al escaparate de A medida para sus pies, al otro lado de la calle, permanecí sentada en el coche un minuto, tratando de sobreponerme a la depresión en la que había caído durante el trayecto. Un hombre barría la acera, hablando solo en voz alta. Cuando advirtió que miraba la tienda, blandió la escoba en mi dirección y gritó algo ininteligible; a continuación, caminando hacia atrás como un cangrejo, entró en la tienda. Al hacerlo, casi chocó con una mujer que salía llevando un par de gastadas zapatillas de enfermera, pero la esquivó en el último instante.

Me detuve a mirar el escaparate, donde Rivers exhibía mercancías «para ayudar a sus pies / a sentirse limpios y cómodos / cuando pisan ese asfalto». Almohadillas para los dedos, soportes de arco, plantillas. Encima de ellos colgaba una cuerda de tender llena de correas y collares para perro y en los estantes de atrás había cintas de colores para el pelo, cinturones, bolsos e incluso un pequeño surtido de juguetes. A su manera, aquel pequeño y ordenado escaparate hacía lo que podía por introducir el cambio en un mundo difícil.

Cuando abrí la puerta, me encontré entre una maraña de cuero. Del techo colgaban cuerdas en las que se exhibían carteras, portafolios, arneses, boinas y hasta botas de trabajo y vaqueras. Detrás de las cuerdas sonaba una radio sintonizada con el programa Talk of the Nation y oí el gemido de una lijadora. Cuando aparté las cuerdas, sonó el silbido de una máquina de vapor y una voz gritó: «¡Bienvenido a Chicago!»

Me detuve, sobresaltada. Dos hombres sentados ante un tablero de ajedrez alzaron la vista, se miraron y se rieron. Más al fondo estaba el mostrador. Detrás de él, un hombre que estaba trabajando en un par de zapatos de espaldas a la estancia continuó lijando los bordes de unos talones nuevos sin levantar la cabeza. No vi al hombre que había blandido la escoba contra mí.

– El silbato siempre sobresalta a la gente que no lo espera -dijo uno de los jugadores de ajedrez. Era un hombre calvo con una panza embutida en una camiseta vieja que llevaba el logotipo del sindicato de maquinistas.

– ¿Se ha perdido? -Su compañero era más viejo y delgado y su piel tenía el color del ébano polvoriento.

– Me pierdo a menudo. Estoy buscando a Curtis Rivers.

El hombre de detrás del mostrador cogió el segundo zapato pero no se volvió a mirarme.

– ¿Viene de Hacienda o por una demanda de paternidad? -dijo el primer ajedrecista. El tono feroz que utilizó estaba dirigido a mí, no al hombre que trabajaba con la lijadora. Me pregunté qué demonios hacía yo allí.

– Mi padre ya no está con nosotros, pero se sabe quién es -repliqué-. Lo mismo que mis hijos. La razón de que busque ese hombre es la señorita Della Gadsden.

La lijadora calló y el único sonido de la habitación fue la voz de una mujer en la radio que preguntaba cómo podían estar seguros los consumidores de que compraban ropa hecha en fábricas que no explotasen a los trabajadores.

Los ajedrecistas no parecían conocer el nombre de la señorita Della, pero el hombre de detrás del mostrador se volvió por fin hacia mí. Dejó el zapato en el que estaba trabajando, un viejo Florsheim marrón, encima del banco y se inclinó hacia delante para mirarme.

– Hacía tiempo que no oía ese nombre -dijo-, pero el suyo todavía no lo he oído.

– Soy V.I. Warshawski, investigadora privada. La señorita Della me ha contratado para que busque a Lamont Gadsden. Ha dicho que Curtís Rivers era amigo suyo.

Otra larga pausa.

– Nos conocimos hace mucho tiempo -dijo el zapatero tras pensárselo un rato-. ¿Qué ocurre con la señorita Della? ¿Está abatida por el dolor, después de tantos años? Alquiló la habitación de Lamont a los cinco meses de su desaparición. Al parecer, estaba muy segura de que no volvería a verlo.

– ¿Conoció también a la hermana, la señorita Claudia? Yo, no. Me han dicho que está muy enferma, pero en realidad es la señorita Claudia la que quiere encontrarlo.