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– ¿Tiene usted algún tipo de identificación, señora detective? -preguntó Curtis Rivers.

Le enseñé una copia plastificada de mi carné de conducir.

– Warshawski… Warshawski. ¿De qué me suena ese nombre?

– ¿Del hockey? -apunté-. Mucha gente se acuerda de mi primo Boom-Boom.

Los tres hombres se echaron a reír, como si la idea del hockey fuera realmente un chiste.

– Un «no» habría bastado -dije, irritada. Boom-Boom había sido más que mi primo. De pequeños, fue mi mejor amigo y estábamos orgullosos de ser los chicos más alborotadores de sur de Chicago. Además, aunque llevaba doce años muerto, en el mausoleo del hockey de Washington Street todavía hablaban de él y lo comparaban con el jugador canadiense Bobby Hull.

– La señorita Della no recuerda a muchas personas que pudieran haber conocido a su hijo. Se acuerda de usted, señor Rivers, y de otros dos amigos de Lamont. Uno ya ha muerto y al otro, Steve Sawyer, no puedo encontrarlo. -Hice una pausa, pero Rivers no intervino-. Y recuerda a un profesor de física y al pastor de su iglesia, llamado Hebert.

– Me han dicho que falleció -explicó uno de los ajedrecistas.

– No, vive en Pullman, con su hija -repliqué-, pero los fieles de su congregación cuentan que no está en sus cabales, por lo que no creo que pueda decirme nada.

– ¿Y qué puedo decirle yo? -preguntó Curtis Rivers.

– Todo lo que recuerde sobre Lamont Gadsden. Qué otros amigos tenía, los sitios a los que quería ir, la última vez que se vieron, cuál era su estado de ánimo en aquella ocasión, todas esas cosas. Si sabe dónde está Steve Sawyer, conseguirá que me marche de aquí y que vaya a formularle a él estas preguntas.

– ¿Y qué hará usted si se lo cuento?

– Hablar con más gente. Tratar de encontrar a alguien que pueda darme una pista sobre adónde fue cuando desapareció. ¿Recuerda la última vez que lo vio?

– Han pasado muchos años, señora Warshawski. -Rivers cogió de nuevo el zapato.

– La señorita Della dice que Lamont se marchó de su casa el día antes de la gran nevada del sesenta y siete. Dice que la señorita Claudia y ella no volvieron a verlo. ¿Y usted?

– El día, la hora y el minuto…, ése es el fuerte de la señorita Della. Mis recuerdos no están alineados en formación como los de ella, pero si me viene algo a la mente, la llamaré.

El hombre se volvió de espaldas y puso la lijadora en marcha otra vez. Dejé una tarjeta en el mostrador y dos más junto al tablero de ajedrez.

– Por si les sirve de ayuda, no voy a desmayarme ni a correr a la Fiscalía del Estado si me entero de algo relacionado con bandas de los viejos tiempos. Cuando trabajaba como abogada de oficio, representé a algunos Anacondas y Leones.

Subí la voz para que se me oyera por encima de la lijadora, pero los tres hombres no hicieron el menor caso de mis palabras. Crucé las cuerdas llenas de objetos camino de la puerta y me sobresalté de nuevo al oír el silbato y la grabación que anunciaba: «Estación Central, Chicago. Próxima salida del Ciudad de Nueva Orleans, con destino a Nueva Orleans y parada en todas las estaciones intermedias.»

7 Lamont, ¿un mal chico?

Miré el salpicadero con el ceño fruncido y me pregunté si Curtis Rivers sabía algo sobre Lamont que no me había dicho. ¿O era que se había borrado el brillo de mi sonrisa triunfadora? Incluso cuando acababa de graduarme en la escuela de abogacía y trabajaba en la oficina de los Abogados de Oficio, no había sabido utilizar «mis encantos», como decía mi supervisor cuando me instaba, sin demasiada sutileza, a vestir trajes escotados y a sonreír con presunción para ganarme a los jueces y policías. Sin embargo, pensaba que había sido amable y considerada, y también responsable, en todo lo que había hablado con Rivers. No tenía por qué haberse mostrado tan desagradable conmigo.

Al empezar la investigación, no me había hecho demasiadas esperanzas, pero tampoco contaba con llegar tan deprisa a tantos callejones sin salida. La última persona de mi lista era al pastor Hebert, que vivía con su hija en Pullman, a diez kilómetros de distancia de A medida para sus pies por la autovía Ryan. Dado su cuestionable estado mental, no esperaba enterarme de nada sorprendente a través de él pero, al menos, podría concluir aquella parte de la investigación. Al día siguiente, iría a ver a la señorita Della y le diría que, si no me daba más información, dejaría de trabajar en el caso.

Le di a la llave de contacto pero, antes de ponerme en marcha, telefoneé a la hija del pastor Hebert. Empecé a explicarle quién era, pero ya lo sabía. Quienquiera que fuese la persona con la que había hablado por la mañana en la iglesia del Evangelio Salvador, había llamado enseguida a Rose Hebert. Me dijo que podía ir a verla en aquel momento, pero que dudaba de que alguien pudiera contarme algo del asunto, habida cuenta del tiempo transcurrido.

– Eso nunca se sabe -dije, decidida y animada.

Mientras arrancaba el coche, las cuerdas de A medida para sus pies se movieron. Alguien me estaba observando. Sin embargo, ¿qué demostraba eso? Rivers sabía algo sobre Lamont. O desconfiaba de una mujer blanca que había ido al negro South Side de Chicago. Exactamente lo que yo había pensado. Pisé tan a fondo el acelerador, que el Mustang coleó en un bache. Si rompía un eje o se me pinchaba un neumático en aquel barrio, sería la gota que colmaría el vaso.

De todos modos, no podía alejarme de allí muy deprisa. Eran las cinco y media, plena hora punta. Para entrar a la Ryan por la rampa, tuve que esperar seis cambios de semáforo. La autovía estaba congestionadísima y el tráfico no se normalizó en todo el trayecto hasta la salida de la calle Ciento once.

Al dejar la autovía, entré en un mundo tranquilo y ordenado que no parece pertenecer a Chicago. Las calles silenciosas y arboladas de Pullman, con sus hileras de casas de estilo federal pintadas de verde y rojo, contrastan terriblemente con las destartaladas viviendas que se alzan al norte y al este de la zona.

Tal vez el efecto de separación de la gran ciudad se deba a que Pullman nació como una colonia para trabajadores de una empresa, un monumento al ego de George Pullman, el magnate de los ferrocarriles. El inventor lo construyó todo: tiendas de la empresa, casas para los ejecutivos y viviendas para los trabajadores, los cuales declararon una violenta huelga debido a los precios que Pullman cobraba en sus tiendas, unido al hecho de que las viviendas eran más caras de lo que esos trabajadores podían soñar nunca poder pagar. Finalmente, Pullman tuvo que renunciar a su colonia, pero las casas siguieron en su sitio. Las construyeron con ladrillos hechos con la duradera arcilla del lago Calumet, tan costosos que los ladrones han desmantelado garajes enteros, si los dueños están fuera, y se han llevado los ladrillos para revenderlos en cualquier otro punto de la ciudad.

Seguí hacia el oeste y vi el Hotel Florence a mi derecha. De pequeña, sus torreones y cúpulas me hacían pensar en un cuento de hadas. Ahora lleva décadas cerrado, pero mis padres comían allí a veces para celebrar fechas señaladas. Me detuve y, mirando sus ventanas tapiadas, recordé el almuerzo familiar de cuando cumplí diez años, poco antes de que la ciudad estallara en violentos disturbios de una punta a la otra. Mi madre trató de imponer un ambiente festivo, pero todos sus intentos de mantener una conversación alegre y relajada no lograron acallar las soflamas racistas de mi tía Marie.

Yo no quería que Marie viniera a la fiesta, pero Gabriella dijo que no podía invitar a Boom-Boom sin invitar a sus padres. Después, en nuestra pequeña sala de estar del sur de Chicago, le grité a mi madre que, por culpa suya, la tía Marie nos había estropeado la celebración. Mi padre, que estaba sentado ante el televisor viendo un partido de los Cubs, se puso en pie de un salto, me agarró por el brazo y me zarandeó enérgicamente.