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– Victoria, cada día salgo a las calles y veo caras de gente que piensan que su rabia es más importante que los sentimientos o las necesidades de los demás. No quiero ver rabia en tu cara, ni oírla en tu voz, y mucho menos cuando hablas con tu madre.

Mi padre no me regañaba nunca, y que lo hiciera el día de mi cumpleaños… Estallé en lágrimas, monté el número, pero él permaneció imperturbable, con los brazos cruzados sobre el pecho. No hubo compasión para mí. Tuve que calmarme y pedirle perdón a mi madre.

El recuerdo de lo injustamente que me había tratado mi padre el día de mi cumpleaños todavía me corroía y me avergonzó la fuerza de aquella emoción, que arrastraba desde hacía cuarenta años. Mientras miraba el hotel, pensé por primera vez que la explosión de mi padre no sólo se debía a mí, sino a sus temores sobre lo que se preparaba. Los creyentes católicos desobedecían los llamamientos del cardenal a la paz y a la caridad y tomaban las calles con todo tipo de objetos arrojadizos improvisados, y el padre Gribac, el sacerdote de la parroquia de la tía Marie, incitaba a su grey a manifestarse, por lo que es probable que mi padre temiera por mi seguridad y la de Gabriella. El día que cumplí diez años fue la última vez en dos meses que Tony estuvo en casa a mediodía.

Un claxon sonó a mi espalda y seguí adelante, circulando por calles cortas y sin salida hasta Langley, donde vivía Rose Hebert. De la estación de tren salían manadas de trabajadores que volvían a casa, la mayoría pegados al teléfono móvil. Un hombre cortaba su diminuto césped mientras que, al otro lado de la calle, una mujer limpiaba las ventanas delanteras. Al final, en la esquina con la Ciento catorce, unas niñas saltaban a la comba y, detrás de ellas, unos chicos jugaban a béisbol en un solar lleno de escombros. Las chicas me miraron, una blanca desconocida en el barrio, pero no interrumpieron el ritmo de sus saltos.

Los Hebert vivían en una de las casas originales de Pullman, de ladrillo rojo con unos arcos negros sobre las ventanas, que parecían cejas sorprendidas. Rose Hebert salió a abrir no bien hube llamado al timbre. Era una mujer unos diez años mayor que yo y de aire cansado, con el pelo corto y canoso y sus musculosos hombros embutidos en un fino vestido estampado color lavanda.

– Le he comentado a mi padre que iba a venir, pero no sé si me ha entendido -dijo a modo de saludo-. Me resultaba tan increíble que la hermana Della hubiese decidido finalmente buscar a Lamont, que llamé a Lionsgate Manor para preguntarle si era cierto. En estos tiempos, se dan tantas estafas contra los ancianos, que hay que ser muy cuidadoso.

No me pareció un comentario beligerante, sino sincero.

– Soy investigadora privada con licencia. -Saqué mi identificación pero la señora Hebert no la miró-. Karen Lennon, la pastora de Lionsgate, tal vez la conoce, le dio mi nombre a la señorita Della, quien dijo que me contrataba más por deseo de su hermana que por el suyo propio.

– Pobre hermana Claudia -murmuró Rose Hebert-. Da pena verla ahora en ese estado… De joven, era una persona tan alegre y elegante… Papá siempre tenía que recordarle el decoro cristiano, pero mis amigas y yo, en secreto, imitábamos su manera de vestir y de caminar.

– La señorita Della no ha querido que vea a su hermana, pero, por lo que dice, usted sí que la ha visto después de la embolia.

– Sí, claro que sí. Los domingos recojo en furgoneta a las personas que ya no pueden venir caminando a la iglesia y traigo a la hermana Della y algunos otros residentes de Lionsgate. Y, de vez en cuando, voy a ver a la hermana Claudia, pero está tan débil que creo que no sabe quién soy. Los desconocidos deben de producirle mucho estrés.

La señora Hebert estaba plantada en el quicio de la puerta y se oyeron voces procedentes del oscuro vestíbulo.

– ¿Y su padre? -intenté echar una ojeada al interior de la casa-. ¿Tiene fuerzas suficientes para recibirme?

– Pues claro, por eso está usted aquí. Pero mi padre… Mi padre no es una persona fácil. No le haga caso. No siempre está… -Continuó murmurando comentarios confusos mientras se apartaba del umbral para dejarme entrar.

En el recibidor había una mesa donde se amontonaban papeles. Al pasar, vi boletines parroquiales mezclados con facturas y revistas, igual que en la entrada de casa, a excepción hecha de los boletines. Seguimos las voces hasta la sala. Procedían de la televisión, donde un ministro exhortaba a que le mandáramos dinero a cambio de decirnos que éramos unos pecadores. La luz de la pantalla se reflejaba en la calva de un hombre sentado en una silla de ruedas. Cuando entramos, no volvió la cabeza. Su hija le quitó el mando a distancia de la mano, pulsó el botón de dejar la tele muda y él no se movió.

– Papá, ésta es la señora de la que te he hablado, la que envían las hermanas Claudia y Della. Quieren que busque a Lamont.

Me arrodillé junto a la silla y puse la mano cerca de la suya en el reposabrazos.

– Soy V.I. Warshawski, reverendo Hebert. Busco a personas que conocieran a Lamont, personas que tal vez sepan lo que le sucedió.

– Lamont. Problemas.

De la comisura de los labios le caía un hilillo de saliva.

– Quiere decir que Lamont era un joven problemático -comentó Rose en voz baja.

– Creaba problemas. -El pastor pronunció las dos palabras sin dificultad.

– Papá, él no creaba problemas -gritó Rose-. Tenía toda la razón del mundo para estar enrabiado, habida cuenta las injusticias que sufríamos.

El reverendo intentó hablar, pero sólo emitió una suerte de gárgara. Luego, escupió la palabra «serpiente».

– ¿Serpiente? -repetí, dubitativa, preguntándome si quería decir que Lamont era un mal bicho.

– ¡Él no pertenecía a los Anacondas, papá! ¡Sólo los ayudó a proteger al doctor King!

Era obvio que padre e hija habían tenido aquella conversación muchas veces. El anciano no se movió, pero a la mujer le temblaban los labios, como si tuviera seis años en vez de sesenta y le resultase difícil plantar cara a un padre incomprensivo.

Me senté sobre los talones. Lamont Gadsden se había relacionado con los Anacondas. No era extraño que a la señorita Della no le gustasen las amistades de su hijo. En su época, habían sido tan famosos como la facción de El Rukns. Armas, crímenes, droga, prostitución… Podían atribuirse cualquier delito cometido en una amplia franja del South Side. En los tres años que ejercí como abogada de oficio, tal vez un treinta por ciento de mis clientes habían estado relacionados con los Anacondas. Incluso había representado a su jefe en una ocasión, un fin de semana en que Johnny Merton no pudo reunir el dinero para su abogado de pago.

Merton se había enfurecido porque tenía que confiar en una abogada de oficio sin experiencia y había tratado de intimidarme para que me derrumbara en su presencia. «¿Eres la nueva encantadora de serpientes, mocita? No tienes talento para encantar a Johnny Merton.»

Cuando vio que yo seguía impertérrita, sus insultos se volvieron más groseros. Estaba furiosa, pero me había criado en las acererías. Quizá no estuviera dispuesta a hacer cambiar de idea a un juez con el escote, pero los insultos y las intimidaciones eran cosas conocidas. Me puse delante el bloc de notas y apunté todo lo que Merton decía. Cuando hacía una pausa para tomar aliento, le espetaba: «Déjeme que le lea sus comentarios, señor Merton, para saber si es esto, exactamente, lo que quiere que presente al juez McManus.»

Si Lamont Gadsden había sido un Anaconda, podía haberle sucedido cualquier cosa. A los Anacondas no les gustaba que los miembros se marcharan de la banda. Abandonarla significaba dejar una oreja como prenda: ahora, nadie te oiría en la calle cuando pidieras ayuda.

– Lo que de veras espero, reverendo -dije, mirando los ojos inmóviles de Hebert-, es que pueda darme nombres de personas que conocieron a Lamont, alguien que haya podido estar en contacto con él después de que se marchara de casa de la señorita Della en 1967. O usted, señora Hebert. He ido a hablar con Curtis Rivers, pero no tiene nada que decir.