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El anciano reverendo emitió de nuevo aquella especie de gorgoteo y luego dijo con dificultad:

– Dejemos reposar a los muertos.

– ¿Sabe que está muerto o sólo espera que nadie revuelva cosas del pasado?

El pastor no respondió.

– ¿Cuándo vio a Lamont por última vez, reverendo?

Respiró hondo para coger aire y, sin mover la cabeza, respondió:

– Dejó la iglesia. Iba camino de condenarse. No escuchaba. Bautizado, pero no escuchaba.

– Sí, tú lo bautizaste. Juntos, todos nosotros, lo llevamos al cuerpo de Cristo. ¿Cómo puedes decir que iba a condenarse? ¿Y cómo querías que te escuchara, si sólo le recriminabas esas cosas?

– Drogas. Nunca me escuchaba, hija, pero drogas. Ver. Saber. Tú, mujer, no pantalones.

Con un esfuerzo, movió la mano hasta el mando a distancia del televisor y le dio al botón del sonido. El predicador en la caja de cristal revelaba el significado auténtico de la epístola de Pablo a los Romanos.

– ¿No pantalones? -le pregunté a Rose, poniéndome en pie. Me dolían los muslos de haber estado un buen rato en cuclillas.

– No aprueba…, nuestra iglesia no aprueba que las mujeres lleven ropa de hombre -dijo con apatía.

En las escenas bíblicas, los hombres siempre visten túnica. Me pregunté si las mujeres de la iglesia del Evangelio Salvador no podían llevar albornoz, pero decidí que inquirírselo no me haría avanzar en la investigación. En vez de ello, seguí a Rose por el estrecho pasillo que llevaba a la puerta.

– ¿Cree que su padre sabe algo de Lamont que me habría dicho si yo llevara un vestido? -pregunté, deteniéndome junto a la mesa de los papeles.

Miró hacia el pasillo como si el anciano pudiera oírnos por encima de los gritos del telepredicador.

– Está convencido de que Lamont vendía drogas para los Anacondas, pero yo nunca lo he creído.

– Ha dicho usted que Lamont estaba furioso por las injusticias cometidas contra ustedes. ¿Hacía algo por combatirlas? ¿Cómo mostraba su rabia?

– Formaba parte del grupo que ayudaba a proteger al doctor King durante las marchas de ese verano, ya sabe.

Me miró dubitativa, como preguntándose si yo procedía de una de esas familias blancas del South Side que habían creado la necesidad de una fuerza de protección.

Entrecerré los ojos, intentando recordar lo que sabía de la historia de aquel verano.

– Las bandas, ¿no declararon una tregua, una moratoria en las peleas entre ellas?

– Sí -asintió, mirándome aún con suspicacia-. Johnny Merton, de los Anacondas, y Fred Hampton, de los Panteras, y otros se reunieron con el doctor King y Al Raby para discutir la estrategia. Mi padre creía que nuestra iglesia no tenía que mezclarse en las manifestaciones callejeras y no le gustó nada que Lamont y algunos amigos suyos participaran en ellos.

– Curtis Rivers -pronuncié su nombre involuntariamente, recordando su hostilidad durante mi visita de aquella tarde a la tienda.

– Curtis era uno de ellos. Y otros chicos del barrio. Y Lamont. Todos eran miembros del Evangelio Salvador y mi padre los denunció desde el púlpito porque no acataban su autoridad.

– Pero Lamont desapareció seis meses después. Es difícil creer que eso estuviera relacionado con las manifestaciones callejeras. -Vi algo en su rostro que me llevó a añadir-: Y usted, ¿cuándo lo vio por última vez?

Miró de nuevo hacia el pasillo. Un coro cantaba con gran energía.

– Papá me prohibió verlo. Una vez que lo hubo denunciado, dijo que, si salía con él, pondría en peligro mi alma.

– Pero usted lo vio de todos modos.

– No tuve valor. -Torció la boca en una triste sonrisa-. Lamont me esperaba a la salida de la escuela donde yo estudiaba enfermería, la Kennedy-King, aunque por entonces todavía la llamábamos la Woodrow Wilson. Lamont me hablaba de los Panteras y del Orgullo Negro, y yo cometí el error de creer que podría explicárselo a mi padre.

Se miró las manos.

– Tal vez mi vida habría podido ser distinta, habría sido distinta. Saqué el título de enfermera, pero sólo encontraba empleo como auxiliar y pasaron años hasta que trabajé de enfermera. Cuando veía que contrataban a blancas antes que a mí, pensaba en eso. Mujeres con mis mismos estudios y las mismas buenas referencias… y yo seguía vaciando orinales. Quiero decir que pensaba en Lamont. Pensaba que tenía que haberle hecho más caso, pero…

Sonó una campana con toda claridad, por encima incluso del coro televisivo.

– Es papá. Me necesita. Tengo que irme.

– ¿Todavía trabaja como enfermera?

– Sí. He sido enfermera de oncología pero, cuando mi padre se puso tan mal, lo dejé. Ahora hago el turno de noche en urgencias. Lo acuesto antes de entrar a trabajar y lo levanto antes de echarme a dormir.

– Y si hubiese hecho caso a Lamont, ¿qué habría hecho diferente? ¿O qué habría hecho él? ¿Se habría quedado aquí para estar cerca de usted?

A la tenue luz del recibidor me pareció que se sonrojaba de vergüenza, pero quizá fueron imaginaciones mías. La campana sonó de nuevo con una llamada más larga y la mujer me empujó para que me marchara. Saqué una tarjeta del bolso y se la puse en la mano con la que sostenía la puerta.

– Usted es adulta, Rose Hebert. No puede hablar con el Lamont de hace cuarenta años, pero eso no significa que no pueda hablar conmigo.

Movió los labios, pero no dijo nada. Apartó los ojos de mí y miró hacia la sala. La costumbre se había impuesto. Con los hombros caídos, se volvió hacia el pasillo para regresar junto a su padre.

8 Una llamada a altas horas de la madrugada

Aquella noche, cenando en casa de Lotty, expliqué lo frustrante que había resultado el día. Después de escuchar mi descripción del pastor Hebert, Lotty dijo que le parecía que debía de padecer Parkinson.

– La mirada fija y la dificultad para hablar son cosas que se ven en un estado avanzado de la enfermedad. Debe de tener noventa años, ¿no? No sabemos tratar la enfermedad ni controlar esos síntomas, sobre todo en un hombre tan anciano.

– Probablemente sufra otros problemas, o su hija no tendría miedo de él -repliqué-. Es una sesentona, su padre depende de ella, pero le permite darle órdenes como si fuera un robot.

– Sí, los lavados de cerebro también dan síntomas difíciles de tratar -dijo Lotty, con una irónica sonrisa-. Esta tarde he visto a Karen Lennon en una reunión de personal. Le preocupa haber cometido un error presentándote a su paciente. A su cliente, debería decir.

– Es un poco tarde para echarse atrás, teniendo en cuenta que hoy me he dedicado a escarbar en el pasado y he conseguido que todas las mujeres de la iglesia del pastor Hebert se llamaran por teléfono.

– Creo que es eso lo que la preocupa -se rió Lotty-. Karen es muy joven. No sabe la agitación que una detective puede provocar en una comunidad cerrada.

– Debería llamarme y no tratar de que tú lo hagas por ella. Pero hablaré con ella mañana por la mañana -gruñí.

– Pero no te enfurezcas con ella como lo has hecho conmigo -replicó Lotty-. Si trabajaras con otra gente, en vez de estar en un agujero tú sola, comprenderías lo natural que ha sido para ella hablar conmigo durante la reunión.

– Después de pasar todo el día con gente que se crispa cuando me ve aparecer, preferiría estar sola en un agujero. Siempre y cuando tuviera una máquina de capuccinos.

– Sí, decoraremos el agujero y lo haremos gemütlich, acogedor. Cada mañana te mandaré un mensajero con una botella de leche fresca, fruta y queso. -Me estrujó la mano-. Todavía estás dolida por lo ocurrido con Morrell, ¿verdad?

– Dolida, no exactamente. -Jugué con los pesados cubiertos de plata-. Me hago preguntas. ¿Cómo es posible que haya llegado a esta edad y no haya sido capaz de mantener una relación estable? En el fondo de la mente, siempre me imaginé con un hijo, una familia, a estas alturas de la vida.