– No te critico, Victoria -dijo Lotty, arqueando las cejas-, Dios sabe que no tengo ningún derecho a hacerlo, pero no has vivido como una persona que quisiera tener un hijo.
– No, he sido un pimentero toda la vida. Mi padre me llamaba así, porque echaba polvo de pimienta en las narices de cualquier hombre que se me acercara. ¿Es eso lo que quieres decir?
– No, querida. Tú eres irascible, yo también, y mucha gente lo es. Pero tú antepones la comunidad a tu persona. Es una forma diferente de la enfermedad femenina, esa misma que criticabas ahora mismo en Rose Hebert. Los clientes te necesitan, las mujeres del albergue te necesitan, hasta yo te necesito. Los hombres pueden anteponer la comunidad pero, cuando llegan a casa, se sumergen en la vida doméstica. Las mujeres, en cambio, somos en cierto modo como monjas: si tenemos una vocación muy fuerte, desatendemos las necesidades privadas.
Sus palabras me hicieron sentir terriblemente sola.
– Soy una monja no célibe -intenté bromear, pero se me quebró la voz-. En cambio, tú has conseguido salir adelante sin Max.
– Después de pasar muchos años tan sola como tú, querida. -Lotty sonrió con tristeza.
Las ventanas curvadas reflejaban las velas de la mesa del comedor. Miré las llamas múltiples que se formaban en el cristal y noté que se me relajaba la tensión que había acumulado en los hombros a lo largo de todo el día.
Pasamos a temas de conversación más alegres: el plan que teníamos de ir a Ravinia a comer en el campo y a escuchar el concierto de Denyce Graves, la nueva compañera de perinatal de Lotty que había proclamado que le entusiasmaba Jane Austen. «Es la que estuvo en África estudiando los monos, ¿verdad?» Hacia las nueve, Lotty me mandó a casa porque tenía trabajo a primerísima hora de la mañana. Ya no opera mucho, pero va muy temprano al hospital a supervisar el trabajo de sus compañeros.
Camino de casa, miré los mensajes del móvil. Había llamado Karen Lennon para decir que había pasado por el hospital de veteranos y que le había dado a Elton Grainger el nombre de un albergue donde tenían habitaciones para ex combatientes indigentes. Era una joven reverenda muy eficiente, de eso no había ninguna duda.
Cuando llegué a casa, el señor Contreras salió de su apartamento.
– Por fin has llegado, muñeca. No me acordaba de tu número de móvil y, como tu prima tampoco lo tenía, hemos estado aquí sentados, charlando, con la esperanza de que volvieras antes de medianoche.
– ¡Vic! -Petra apareció detrás de él mientras Mitch se le enroscaba en las piernas-. Me siento tan idiota… He perdido las llaves de casa y no sabía qué hacer, así que he pensado que podías acogerme por una noche, pero el tío Sal dice que seguramente podrás entrar en el edificio, que sabes abrir cualquier cerradura que no sea electrónica, así que aquí estoy.
En medio de su alegre carcajada sonó su móvil. Miró la pantalla, descolgó y respondió con un intenso relato de su vida hasta aquel momento, o al menos de la pérdida de las llaves, su visita al tío Sal y a mí, y cuándo se vería con todo el mundo una vez pudiera entrar de nuevo en su casa.
– ¿Ninguno de los dos ha oído hablar nunca de un cerrajero? -pregunté al tiempo que acariciaba a Peppy, que gemía reclamando atención.
– Sí, pero por acudir a estas horas me habrían cobrado cientos de dólares y no los tengo. En la campaña de Krumas apenas me pagan, ¿sabes? -Sonó de nuevo el móvil y repitió toda la historia.
– Creía que a tu padre no le importaría darte ese dinero -protesté cuando colgó-. Y no se trata de que no quiera dejarte dormir en el sofá.
– Si papá se entera de lo estúpida que he sido, no dejará de darme la lata diciendo que soy tan inmadura que no puedo vivir sola en una gran ciudad.
– Pero, ¿no fue Peter el que te consiguió el trabajo en la campaña de Brian Krumas?
– Sí, sí, así fue, pero esperaba que viviera en un convento o algo así. O en un apartamento compartido. Cuando supo que había alquilado uno yo sola, se puso hecho un basilisco.
Respondió a otra llamada. Llegado aquel punto, decidí que sería mejor llevarla a su casa y abrir la puerta que escucharla toda la noche al teléfono. El señor Contreras, Mitch y Peppy anunciaron que a ellos también les gustaría ver dónde vivía Petra, así que metí los perros en el Mustang y el viejo estuvo encantado de aceptar la invitación de Petra para ir con ella en el Pathfinder.
El apartamento de Petra estaba en un edificio de lofts del extremo elegante de Bucktown, a unas diez manzanas de mi oficina. Encontrar aparcamiento era difícil y tuve que ponerme ante una boca de riego amarilla y esperar que no me multaran.
Petra iluminó la puerta con una linterna mientras yo me arrodillaba en la acera y movía las ganzúas en el cerrojo. Entre tanto, recibió otra llamada telefónica.
– Mi prima es detective y está forzando la cerradura de mi casa -gritó para que lo oyese cualquiera que pasara por Wolcott Street-. No, te lo digo en serio, es como Navy: Investigación criminal o Salvando a Grace o algo así. ¡Resuelve asesinatos y tiene pistola y todo!
Le quité el teléfono y me lo metí en el bolsillo de atrás.
– Petra, querida, no hables así mientras hago una cosa absolutamente ilegal. Cualquier policía que patrulle por aquí cerca puede estar escuchando tu frecuencia. Y, además, hablas tan fuerte que te oirá cualquier vecino del edificio.
Hizo pucheros con un gesto exagerado, una parodia de llorica, pero sostuvo con firmeza la linterna hasta que salté el cerrojo. Subimos los tres tramos de escalera que llevaban a la puerta de su apartamento y allí repetí el proceso. El teléfono sonó dos veces más en el bolsillo del pantalón antes de que consiguiera abrir la puerta. Las llaves estaban dentro, tiradas en el suelo.
– ¡Míralas! -exclamó, soltando otra ronca carcajada-. Se me cayeron al salir. Llegaba tarde a una cita, así que las cogí a la vez que el café y el móvil, y no me di cuenta de que se me habían caído. Oh, Vic, eres un genio. Gracias, gracias, gracias. ¿Qué puedo hacer por ti? ¿Quieres una entrada para la fiesta de recogida de fondos que celebraremos en el Navy Pier? Cuesta dos mil quinientos dólares por cabeza. Brian estará allí, ¿no te gustaría conocerlo? Es posible que también pase el presidente, aunque nos han dicho que no contemos con ello. Hemos alquilado todo el lado este del muelle, será genial. Y tú, tío Sal, también deberías venir.
Yo había asistido a tantas fiestas de aquéllas que no me inmuté, pero el señor Contreras se ilusionó con la invitación. Un pase para un acto de altos vuelos. Eso haría aumentar su prestigio en sus visitas semanales al albergue, donde se reunía con sus antiguos compañeros sindicalistas para jugar al billar.
– ¿Necesitaré un esmoquin o algo? -preguntó el hombre, preocupado, cuando nos disponíamos a marcharnos.
– Póngase el mono de trabajo y la insignia del sindicato. Seguro que Krumas quiere aparecer como el candidato de los trabajadores -le aconsejé.
– ¡Vic! No seas tan cínica -me riñó Petra-. Pero, tío Sal, ¿es verdad que tienes una insignia sindical?
– No, pero gané la Estrella de Bronce, ¿sabes? Me hirieron en Anzio.
– Oh, ponte las condecoraciones. ¡Sería fabuloso! Pasaré antes por tu casa a cortarte el pelo. Kelsey y yo aprendimos a manejar las tijeras en África, acicalándonos la una a la otra.
Mientras regresábamos a casa, el señor Contreras se rió por lo bajo.
– Menuda muchacha, tu prima. Podría seducir a una piedra. Y tú deberías aprender de ella, ¿sabes?
– ¿Aprender a seducir? -Volvieron a mi mente los recuerdos de aquella tarde, de mi antiguo supervisor diciéndome que «mostrase mis encantos». -¿Cree que soy demasiado arisca?