– ¿Cree que hay alguna posibilidad, alguna esperanza de encontrarlo? -dijo en voz baja y con timidez, como si temiera que me burlara de sus emociones más hondas.
Quería decirle algo que la animara, que la llenara de esperanza, que le devolviera la vida a su voz, pero sólo podía decirle la verdad: que Lamont Gadsden estaba muerto o tan escondido que nadie lo encontraría nunca a menos que él regresara por voluntad propia.
– Hablaré con Johnny Merton -me descubrí prometiendo-. Han pasado cuarenta años, pero tal vez Johnny recuerde de qué hablaron.
– No mencione mi nombre -me suplicó-. Si papá o las damas de la iglesia…
– No tiene por qué volver a casa con él. No es tarde para que empiece una nueva vida. Tengo el teléfono de…
– Oh, una vez tu espíritu se ha roto, no importa dónde repose tu cabeza por la noche. -Su voz se había cargado de nuevo de seriedad y cansancio-. Pero si se entera de algo, llámeme aquí, al hospital. Hago el turno de once a ocho, de jueves a lunes.
9 Desenterrando la historia
Cuando colgó, intenté dormir de nuevo, pero la conversación había sido demasiado inquietante. Me tumbé en la cama y tenía el cuerpo tan tenso que apenas podía mantener los ojos cerrados. Me levanté, fui a la sala y me senté en el sillón con las piernas cruzadas. Peppy, que pasaba la noche en el apartamento, se levantó de su sitio junto a la puerta delantera para instalarse a mi lado.
Rose Hebert y Petra, que eran las dos mujeres adultas, llamaban «papá» a sus padres. Cuando tienes a papá en la cabeza, él es lo más grande que existe. No tiene nombre de pila ni una identidad más personal, como «mi» papá. Piensas que todo el mundo sabe quién es papá. ¿Significaba eso que mi tío era una presencia intimidatoria en la vida de Petra, o que todavía era demasiado joven?
Rose Hebert no era joven, desde luego. Tal vez no lo había sido nunca. La imaginé con diecinueve años, sentada en la oscuridad a la puerta del Waltz Right Inn, queriendo formar parte del grupo que se divertía, anhelando el amor. Y pasando el resto de la vida con papá, que le daba palizas cuando pensaba que la muchacha pecaba. Rose no había mencionado nunca a su madre. ¿Cuándo había dejado de formar parte de la ecuación la esposa del pastor Hebert?
La cuestión más importante, al menos en lo que se refería al trabajo que me había comprometido a hacer, tenía que ver con Johnny el Martillo. Lamont Gadsden había sido visto por última vez entrando en un local de blues en compañía de Johnny Merton la noche del 25 de enero. ¿Había traicionado a Johnny en algún asunto de drogas? Una pelea, una muerte -a manos de Johnny Merton o de algún otro agente Anaconda cuidadosamente elegido para la acción-, y luego cae el temporal de nieve, un hermoso manto que cubre cualquier rastro del apuñalamiento o la muerte a tiros de Lamont.
– Curtis Rivers también estaba en el bar -le dije a Peppy-. ¿Por qué me lo ha ocultado?
La perra movió la cola suavemente y yo acaricié sus sedosas orejas.
– No conoces a Merton -le dije- y tienes suerte. Tan pronto te hubiese visto, te habría cortado esa bonita cola para hacer orejeras. Pero, ¿tanto asustó a Curtis Rivers que éste no ha querido hablarme del asunto al cabo de cuarenta años?
Imaginé el Waltz Right Inn aquella noche de enero. Una noche de micro abierto, los artistas de blues más famosos de la zona que se pasan por allí, el buen humor a tope debido a las temperaturas casi veraniegas en enero, todo el mundo feliz menos la hija del predicador, que suda en su grueso abrigo de lana. Y Lamont Gadsden, que ha dejado la cena en casa de su madre para ir a hablar con el Martillo.
Por encima del sonido del piano de Alberta Hunter, Rivers oye la conversación entre Lamont y Merton. Esa misma noche, o a los pocos días, se produce una llamada telefónica del Martillo a Rivers: «Si dices una palabra de lo que sabes, tú también irás de cabeza al río, la cantera o cualquier otro lugar donde haya ido a parar el cuerpo de Lamont Gadsden.»
Lo imaginé, pero eso no significaba que hubiese ocurrido. Y, en cualquier caso, ¿qué podía saber Merton de Curtis Rivers para que continuara callado después de tanto tiempo? Además, Rivers no me había parecido un hombre que se amilanase a las primeras de cambio sólo porque le mentaran al hombre del saco.
Hice una mueca. El pastor Hebert y Merton el Martillo imponían la ley en West Englewood. Los dos castigaban a sus seguidores por infracciones de un código que sólo ellos tenían derecho a definir.
De pronto, caí en la cuenta de que no se me había ocurrido comprobar si se habían hallado cadáveres sin identificar después de la gran nevada. Eran las cinco y la biblioteca de mi antigua escuela no abriría hasta las ocho, por lo que me volví a la cama. Peppy me siguió, enroscó su cuerpo blando y dorado y lo apoyó en mi costado. La perra se sumió de inmediato en el dulce sueño de los limpios de corazón pero, a las seis, yo seguía despierta dándole vueltas mentalmente a todos mis encuentros con Johnny Merton. Los ojos me escocían de la falta de sueño.
Cuando trabajaba como abogada de oficio, aunque se suponía que yo estaba de su parte, aquel hombre me había atemorizado. Él me había llevado a pedir un número de teléfono que no constaba en la guía:
– No me estás representando todo lo bien que podrías, zorra. Me aseguraré de que, cuando te saquen del agua, no te reconozca ni tu madre.
– ¿Por eso ya no le queda ningún abogado de La Salle Street, señor Merton? ¿Están todos en el río Chicago con botas de cemento?
Cuando lo dije, me sorprendió haber pronunciado aquellas palabras sin que se me quebrase la voz, pero tuve que agarrar el bloc de notas con fuerza para controlar el temblor de las manos. Todavía ahora, el recuerdo del veneno del Martillo me impedía dormir. Quizás había intimidado a Rivers de manera parecida.
Me senté. Si no iba a conciliar el sueño, lo mejor sería que me pusiera en marcha. Dejé salir a Peppy por la puerta trasera y yo hice unos estiramientos en el porche mientras se calentaba la cafetera.
El cielo estival ya era de un azul intenso. Tomé el café, recogí a Mitch de la cocina del señor Contreras -llevaba un rato gruñendo de indignación al lado de la puerta porque estaba encerrado mientras que Peppy había salido a jugar- y eché una carrera con los perros hacia el lago. El agua seguía tan fría que, al zambullirme, casi se me cortó la respiración, pero nadé con ellos hasta la primera boya. Si conseguía que la sangre me circulara muy deprisa, quizá me sentiría como si hubiese dormido ocho horas.
No funcionó. Mientras conducía hacia el sur, todavía tenía los ojos cansados y seguía de mal humor, pero llegué a la biblioteca de la Universidad de Chicago en el preciso instante en que abrían las puertas. Compré un café y un cruasán en un pequeño bar de la vecindad y, contraviniendo las normas de la biblioteca, me colé con el desayuno en la sala de microfilms.
Saqué los carretes de todos los periódicos importantes de Chicago. En 1967, había ocho diarios, las ediciones matutinas y vespertinas de cuatro periódicos distintos. Empecé con el Daily News, el diario que leía mi padre. Le gustaba la columna de Mike Royko.
25 de enero de 1967, la víspera de la gran nevada. Es curioso lo poco que recordamos algunos acontecimientos que hemos vivido. Al pasar las páginas, no me sorprendió desconocer las noticias nacionales: el presupuesto de LBJ para la guerra, las protestas estudiantiles de Berkeley, que Reagan, gobernador de California, calificó de «trama comunista contra América» o la minifalda de la esposa de Charles Percy, recién elegido senador. A la sazón, yo estaba en quinto grado y todo aquello me pasaba por alto.
Las noticias locales sí que me sorprendieron. Había olvidado por completo los tornados que asolaron el South Side la víspera de la gran nevada, el gran temporal que Rose Hebert había mencionado.