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El viento había derribado un edificio a medio construir en la Ochenta y siete con Stony, a cinco kilómetros de la casa donde pasé la infancia. Un policía resultó muerto. Miré las fotos de los cascotes. Los bloques de hormigón llenaban las calles como si fueran piezas de Lego que un niño enrabiado hubiese desparramado por toda la sala de su casa. Un Volkswagen escarabajo estaba enterrado en los cascotes hasta las ventanillas. Y entonces, al día siguiente, cayeron setenta centímetros de nieve que cubrieron los escombros, las acererías, las carreteras y todo Chicago, sepultando tanto a los vivos como a los muertos.

Mi recuerdo de la gran nevada no eran los tornados, ni el policía muerto -aunque todos los policías muertos eran motivo de ansiedad para mi madre y para mí-, sino Gabriella esperándome a la salida de la escuela. Mi madre no venía nunca a recogerme y, cuando la vi, me asusté pensando que le había ocurrido algo a mi padre.

Que la nieve la angustiara me resultaba divertido. Un temporal de nieve que formaba ventisqueros de metro y medio o de tres metros de altura era hilarante, casi un juego, y no un motivo de alarma. Sin embargo, después de un año de disturbios y protestas, durante el cual se había quedado levantada noche tras noche esperando que Tony volviera a casa -y yo observándola a veces desde lo alto de la escalera del desván o haciéndole compañía, sentadas a la mesa de la cocina- cada vez que mi madre hacía algo fuera de lo común, mi primer pensamiento era para mi padre.

– Tu e Bernardo, spericolati e testardi tutti i dui voi -me dijo en italiano, agarrándome de la mano enguantada-. ¡Los dos sois imprudentes y testarudos! Si no os detengo, os perderéis en la ventisca. Haréis algo tan peligroso que os costará la vida y a mí me romperá el corazón para siempre.

– ¡No soy una niña! ¡No me trates como a una niña delante de mis amigos! -le grité en inglés, soltando la mano.

Cuando no le respondía en italiano, se enfadaba. Yo, irritada, quería herir sus sentimientos. A decir verdad, había planeado ir a buscar a Boom-Boom, Bernard, que estudiaba en la Escuela Católica. Queríamos ir a ver si el río Calumet se había helado lo suficiente para poder patinar. Que me hubiera pillado me había puesto de mal humor, y la situación empeoró cuando llegamos a casa y me hizo tocar el piano durante una hora.

Ahora, sentada en la biblioteca, me miré los dedos y la pena me retorció las tripas como tan inútilmente suele hacer. Si hubiese accedido a los deseos de mi madre, que quería que estudiara música mucho más en serio, hoy podría ser una pianista decente, no talentosa pero sí competente. ¿Por qué me había resistido tan férreamente a tomar clases de piano? Mi madre me adoraba y yo también la quería muchísimo. ¿Por qué no quería hacer lo que era tan importante para ella? ¿Pudo deberse a que yo estaba celosa de la música? ¿Quién podía competir con Mozart, mi rival en sus afectos? Mi tradì quell'alma ingrata, el aria de Donna Elvira sobre los celos y la traición, de Don Giovanni, era una de las composiciones favoritas de Gabriella.

Estaba tan perdida en mis recuerdos que canté el primer verso en voz alta y me ruboricé al ver que todo el mundo, en la sala de lectura, se volvía a mirarme. Me hundí en el asiento y clavé los ojos en la pantalla que tenía delante.

Leí informes de homicidios acaecidos del 26 de enero en adelante, hasta finales de febrero. Cuarenta años atrás, como había menos, la prensa se ocupaba más de ellos, pero no vi que hubiera ningún cadáver sin identificar. También busqué en accidentes de coches y en la actividad de las bandas.

El Daily News había entrevistado a miembros de los Rangers de Blackstone, que decían ser la voz legítima del South Side negro. Iban a implicarse en el bienestar de la comunidad, afirmaban: crearían guarderías para niños, escuelas, centros de salud. Hice una mueca en aquella oscura sala de lectura. La banda había iniciado algunos de sus grandes proyectos pero, al final, lo único que hizo fue vender droga y montar redes de protección y prostitución.

Pasé al Herald-Star y en él leí los mismos homicidios y vi las mismas fotos de la ciudad con nieve hasta las vías del ferrocarril elevado. Una semana después de que el News hablara con los Rangers, el Herald-Star no quiso ser menos y publicó un artículo sobre los Anacondas de Avalon.

Me erguí en el asiento y, cuando empecé a leer acerca de Johnny el Martillo, se me olvidó la fatiga. En la entrevista del Herald-Star describía parte del trabajo que habían realizado los Anacondas durante el verano del 66, una temporada plagada de disturbios.

Miré el reloj. No podía cargar en la factura de la señorita Della el tiempo que pasara leyendo acerca de Johnny Merton. Me tragué los cinco artículos de la serie publicada por el Star un día de visita en las obras de la Sesenta con Racine, un día en la clínica que Merton decía que los Anacondas habían montado, fotos del Martillo dando de comer a su hija de ocho meses.

«La policía tilda a los Anacondas de banda criminal, ¿y por qué? ¿Por crear un programa de reparto de leche en las escuelas para los niños negros? ¿Por abrir una clínica en la Cincuenta y nueve con Morgan cuando en nuestra vecindad no hay nada de eso desde hace cincuenta años? ¿Por organizar a nuestra gente para que vote y encontrar un candidato auténtico para concejal del distrito Dieciséis?»

Aquélla era una faceta de Merton que yo ignoraba. Cuando lo vi cara a cara en aquella terrible celda de la Veintiséis con California, se había alejado por completo de su papel de organizador de la comunidad. Lo único que organizaba era cómo y cuándo extorsionar a los pequeños comercios o descuartizar a sus oponentes.

Por otra parte, en 1967 ya era el jefe de una poderosa banda callejera. Tal vez había distorsionado los hechos para el periodista. En los años sesenta, muchos blancos progresistas creían que las bandas callejeras eran glamurosas y enrolladas. Muchos periodistas blancos anhelaban el prestigio que conllevaba haber entrevistado al líder de una banda.

«El alcalde cree que somos un peligro para la ley y el orden de las calles de esta ciudad, pero no fuimos nosotros los que lanzamos piedras a Martin Luther King, ¿verdad? Entonces, ¿cómo es que son los hermanos los que están entre rejas y no los blanquitos que volcaron coches y demás? Han acusado a Steve Sawyer del homicidio de Harmony Newsome sin pruebas, sin testigos, sin nada. La hermana Harmony fue a Marquette Park a proteger al doctor King. Y ahora quieren saber por qué no les sonreímos y bailamos claqué para ellos. ¿Y si fue un blanquito quien la mató en medio de esas algaradas? Eran ellos los que tenían armas, ¡pero no son los que están en la cárcel!»

El Star publicaba una foto de Harmony Newsome con su traje de promoción del instituto, y el pelo alisado cuidadosamente, de modo que le caía en ondas sobre sus hombros desnudos.

No fue la fotografía lo que me sorprendió y me llevó a tirar mi capuccino de contrabando sobre los vaqueros. Fue el pie: HOY EMPIEZA EL JUICIO CONTRA STEVE SAWYER, DETENIDO POR LA MUERTE DE HARMONY NEWSOME.

La columna lateral explicaba que el juicio de Sawyer era la culminación de meses de protesta por parte de los familiares y amigos de la muerta. Desde su asesinato, ocurrido en agosto del año anterior, cada noche se reunían delante de la comisaría de policía del Área 1. A Sawyer lo habían detenido por Año Nuevo, lo que significaba que estaban acelerando el proceso como si fuese un tren bala.

Me recosté en el asiento, intentando imaginar la situación. Steve Sawyer. Aquel debía de ser, o al menos podía ser, el amigo desaparecido de Lamont Gadsden. Leí todos los periódicos y, al final, encontré un pequeño párrafo en el Herald-Star. El 30 de enero, Steve Sawyer había sido condenado por el homicidio de Harmony Newsome. No daba más detalles. No se mencionaba el arma, ni el móvil, ni había, desde luego, ninguna alusión a Lamont Gadsden.