Выбрать главу

– ¿Qué quieres decir con eso de que no es Steve? Pues claro que era Steve Sawyer a quien detuvieron. Recuerdo a su madre, durante el juicio, aunque tú no lo recuerdes.

Claudia cerró el ojo bueno. Estaba cansada, demasiado cansada para discutir, demasiado cansada para saber si la memoria le estaba jugando una mala pasada, como le ocurría desde que había sufrido la embolia.

– ¿La chica anca ha habado con el astor? -preguntó tras respirar hondo.

– Oh, sí, la detective fue a verlo, pero ahora el pastor Hebert habla tan poco como tú. -Della hizo una pausa-. Dice que Rose vio a Lamont.

El lado izquierdo de la cara de Claudia cobró vida y esbozó una sombra de su vieja sonrisa.

– ¿Ándo? ¿Ónde?

– La misma noche que nos dejó. Al salir de la iglesia, Rose volvía caminando a su casa y lo vio entrar en un bar. Iba con Johnny Merton. -Della cruzó los brazos en un gesto de adusta satisfacción-. Siempre te dije que se relacionaba con esos Anacondas.

– ¡No! No endia dogas. ¡Mont no! -exclamó Claudia, respirando con dificultad por el esfuerzo de pronunciar bien las palabras y por el enfado que le había causado su hermana-. ¡Entira! ¡Entira! ¡Entira!

La auxiliar volvió corriendo, seguida de Karen. Della no había visto la llegada de la reverenda a la terraza.

– ¿Qué ocurre, señorita Della? -preguntó Karen mientras la auxiliar se ocupaba de Claudia.

– Esta mañana he hablado con esa detective que usted me buscó y estoy tratando de explicarle a mi hermana la información que me ha dado. No es fácil. Antes de que usted trajera a esa detective, ya le dije a Claudia que no sería fácil.

– ¿La señora Warshawski ha encontrado a Lamont? -La reverenda acercó una silla y se sentó entre las dos ancianas.

– Ha encontrado a alguien que lo vio entrar en un bar de blues con el jefe de una banda callejera la noche de su desaparición. Mi hermana no ha querido dar crédito nunca a que Lamont posiblemente vendía droga.

– ¡No drogas! -gritó Claudia, que seguía con nerviosismo la discusión-. ¡Oh, no uedo habar, no uedo eplicar! ¡Nacondas, bandas, sí! Malo, no. Mont, no malo.

Se echó a llorar de nuevo, unas lágrimas de rabia y frustración ante su incapacidad de hablar.

10 El ruido de los pasos

Cuando dejé la oficina de los abogados de oficio, tenía la esperanza de dejar atrás también a Johnny Merton. No sabía con quién más hablar sobre Lamont Gadsden o Steve Sawyer. Busqué en algunas bases de datos legales y me alivió encontrar enseguida a Merton. Empezaba a pensar que ya no sabía buscar a la gente. El Martillo estaba en Stateville, cumpliendo condena de entre veinticinco años y cadena perpetua por homicidio, conspiración para matar y otros delitos demasiado horribles para hacerlos constar en un documento familiar.

Localicé al abogado de Johnny Merton. Si podía convencer al preso y a su abogado de que me dejasen formar parte del equipo legal de Johnny, tendría la oportunidad de verlo enseguida. En Stateville, un permiso para visitar a un recluso podía demorarse seis semanas o más.

El abogado se llamaba Greg Yeoman y tenía la oficina en la calle Cincuenta y uno. Así pues, Johnny había dejado los grandes bufetes de abogados del centro de la ciudad y había regresado a su base de operaciones para afrontar los problemas que lo acosaban en esta ocasión. Probablemente, el cambio tenía más que ver con sus ingresos que con su pensamiento político.

Redacté una carta para Johnny, con copia a Yeoman, y volví a concentrarme en otras indagaciones más acuciantes o, al menos, más lucrativas. Aunque estaba cansada después de una noche tan corta y un día tan largo, seguí trabajando hasta casi las siete para intentar ponerme al día con los papeles.

Estaba recogiendo para marcharme cuando sonó el timbre. Vi a mi prima en el monitor de vídeo y salí a recibirla. Elton Grainger también estaba allí, ofreciendo a Petra un ejemplar del periódico de los indigentes.

– Me salvó usted la vida, Vic. -Hizo una exagerada reverencia y me besó la punta de los dedos. Volvía a sostenerse en pie, pero olía a moscatel.

– ¿De veras? -A Petra se le iluminó el rostro. Tal vez me imaginaba delante de un francotirador o en alguna otra escena emocionante de Último aviso.

– No lo saqué de un edificio en llamas ni de un barco naufragado -expliqué secamente-. Se desmayó delante de mí y lo llevé al hospital.

– Me quedé inconsciente -me corrigió Elton-. Es el corazón. Los doctores dijeron que, si no hubiese recibido asistencia médica, habría muerto.

– Los doctores también dijeron que, si no deja de beber, quizá muera pronto, Elton. Y esta tarde he visto a la reverenda Lennon. Me ha comentado que le ha encontrado alojamiento.

– Pero yo ya tengo mi casa. Es particular y mucho más limpia y segura que esos albergues. Y después de estar tumbado dentro de un túnel en Vietnam con otros quince tipos, prefiero vivir solo. Así, nadie se me meará encima cuando esté a oscuras. ¿Ha estado alguna vez en un albergue? -preguntó, volviéndose a Petra-. Pues claro que no. Seguro que una joven como usted tiene unos padres que la cuidan, como tendría que haber hecho yo con mi hija pero, por una cosa o por la otra, no cumplí con ella.

Cerró los ojos, apretándolos con fuerza para ocultar una lágrima de borrachín, mientras Petra se apoyaba alternativamente en cada pie con aire nervioso. Elton ofreció el periódico a una pareja que había salido a correr y luego miró a Petra de nuevo.

– El problema de los albergues es que allí te roban hasta la camisa. Te duermes un minuto y te quitan los zapatos de los pies. Cuando no tienes casa, los zapatos son los mejores compañeros. Se camina mucho y hay que llevar unas buenas suelas bajo la planta de los pies, supongo que me entiende.

– ¿Dónde está su casa, Elton? -quise saber.

– Es un sitio privado y, si empiezo a decírselo a la gente, dejará de serlo.

– No se lo diré a nadie, ni siquiera a la reverenda, pero si no lo veo unos cuantos días seguidos, me gustará saber dónde buscarlo para saber si necesita atención médica otra vez.

– No es un lugar fácil de encontrar -Elton miró calle arriba y calle abajo-, por eso es un sitio tan bueno. Queda cerca del río. Bajando del autobús en Honore va a encontrar un camino. Y entonces verá una chabola, muy escondida, debajo del talud del ferrocarril. Pero no se lo cuente a nadie, Vic. Y su hija, tampoco.

– ¡Vic no es mi madre! -se rió Petra-. Somos primas. Pero le doy mi palabra de exploradora de que no diré nada.

Le di un dólar a Elton y cogí el periódico.

– Volveré dentro de diez minutos con un emparedado para usted -le dije.

– Que sea de jamón con pan de centeno, mayonesa, mostaza y sin tomate y le estaré eternamente agradecido, Vic.

El hombre cruzó la calle con pies ligeros en dirección a un café donde había gente sentada en las mesas de fuera.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -le pregunté a Petra-. ¿Has vuelto a dejarte las llaves dentro de casa?

– Iba para casa, he visto que tu coche aún estaba en el aparcamiento y he pensado que podrías dejarme tu ordenador un rato. Una media hora, tal vez. Mientras vas a comprarle el emparedado.

– ¿En la campaña de Krumas os han dejado sin conexión a internet?

– No, pero quiero poner al día mis asuntos particulares y la red inalámbrica que utilizaba en mi casa ha desaparecido.

– ¿Has estado robando la señal de un vecino?

– La señal está ahí, eso no es robar -dijo con vehemencia.

Estaba demasiado cansada para discutir y, en realidad, no me importaba. Le di el código que tenía que teclear para abrir la puerta y me aseguré de no haber dejado ningún documento confidencial en el escritorio.

– Acuérdate de apagar las luces cuando salgas, ¿vale? La puerta exterior se cerrará automáticamente, no debes preocuparte de eso.