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Me dedicó su sonrisa más grande y radiante y me dio las más efusivas gracias.

– ¿De veras salvaste a ese Elton? ¿Le salvaste la vida?

– Quizá -respondí, avergonzada-. No lo sé. Lo llevé al hospital, pero tal vez se habría recuperado solo. El alcohol le perjudica. Y luchó en Vietnam, lo cual ignoraba hasta que lo recogí de la acera la semana pasada. La guerra destroza la mente de la gente.

– Sí, lo sé. Estrés postraumático. Lo estudié en psicología.

– ¿Brian tiene algún plan para los veteranos?

– Pues claro que lo tiene. -Petra asintió con solemnidad, sintiéndose responsable de su candidato-. Tiene que ser presidente. Cuando Barack Obama termine su mandato, quiero decir, pero si conseguimos que lo elijan senador, hará todo lo que pueda por las personas como Elton.

Había algo en su juventud, en su solemnidad y su fe en Brian Krumas, que me hizo sentir nostalgia de mi propia juventud. Le di un rápido abrazo y fui a comprarle el emparedado a Elton.

Al día siguiente, empecé el baile con el abogado de Johnny Merton. No había en la actitud de Greg Yeoman nada que inspirase confianza, pero traté de proceder cautelosamente. Él era el conducto que me llevaría a entrevistar al jefe de los Anacondas. Cuando me encontré con Yeoman en su despacho del South Side, actuó como alguien que conocía los entresijos del mundo de las bandas y que haría de intermediario por un precio.

– No voy a pagar por el privilegio de hablar con Johnny. Lo único que quiero saber es si accedería a hablar conmigo. Y habida cuenta de las dificultades para las visitas en Stateville, sería mucho más fácil que él me dejara entrar como parte de su equipo de abogados. De esa forma, podríamos reunirnos más fácilmente y hablar con una mínima confidencialidad.

– Sí, señora detective, pero ese tipo de encargos cuesta dinero. Si quiere ver a Johnny enseguida, convendría que usted y yo nos hiciéramos amigos.

Oh, sí, hacernos amigos. Un eufemismo que se utiliza en Chicago para el soborno.

– Al fin y al cabo, los Anacondas aún tienen presencia en la calle y a usted no le gustaría que corriera la voz de que está amenazando a Merton -añadió Yeoman.

– Pero si eso ocurriera, yo sabría adónde acudir en busca de ayuda, ¿no es cierto? -le dediqué una dulce sonrisa.

Él esbozó una que daba a entender lo satisfecho que se sentía de que una mujercita comprendiera lo poderoso que era.

– Si Johnny se entera de que somos amigos, no creo que se llegue a eso, pero no puedo ayudarla a cambio de nada.

– Entonces, esperemos que no se llegue a eso. Y, por supuesto, Lamont Gadsden era muy amigo de Johnny años atrás, cuando protegían al doctor King. A Johnny no le gustaría saber que su propio abogado le impide ayudar a la madre de Lamont en la búsqueda de su hijo desaparecido. -Me puse en pie para marcharme-. Mire, escribiré a Johnny y le pediré que me incluya en su lista de visitas. Si él está dispuesto a darme credenciales de letrada, todo será más fácil. A fin de cuentas, sigo siendo abogada. Pero usted no tendrá que hacer un trabajo que no quiere hacer, así que, no se preocupe. Lo pondré todo por escrito.

Yeoman me miró de una manera que hizo que me alegrara de encontrarme cerca de la puerta, pero dijo que no había ninguna necesidad de tomarse las cosas de una manera tan literal y que cuando fuera a Stateville, el lunes, hablaría con Johnny.

– En ese caso, puedo enviarle esta carta sin corregir ni cambiar nada. -Le tendí una copia de la misiva que había escrito a su cliente. No le dije, por supuesto, que Johnny era la última persona que había visto a Lamont con vida. Me limité a explicar que estaba investigando, contratada por Della Gadsden y su hermana Claudia, y que, dado que Johnny conocía a todo el mundo en West Englewood, esperaba que pudiera darme los nombres de algunas personas con las que hablar.

De regreso a la oficina, me detuve en A medida para sus pies. El hombre al que había visto en mi primera visita barría la acera de nuevo, cantando entre dientes. Tan pronto me vio, sus ojos se agrandaron de pánico y corrió hacia la tienda como una bala.

Cuando entré en el local, lo vi agarrado al delantal de cuero de Curtis Rivers.

– Viene a hacerme daño. Quiere cortarme la virilidad -decía el tipo.

– No, Kimathi, no lo hará porque yo no voy a permitírselo. -Curtis dobló el periódico bajo el brazo y llevó al despavorido individuo a una especie de trastienda.

– ¿Qué le ha dicho a Kimathi para asustarlo tanto? -me preguntó Rivers al regresar, mirándome enfurecido.

– Nada. -Yo estaba atónita-. Me vio y salió corriendo a refugiarse aquí. ¿De qué tiene miedo?

– Si no lo sabe, no le importa en absoluto, así que deje de hacer preguntas, no es cosa suya. ¿Qué quiere, realmente, señora detective Warshawski? ¿A quién protege, a quién quiere hacer daño, a quién encubre?

En la tienda no había nadie más. Me senté en uno de los pequeños taburetes que había junto al tablero de ajedrez.

– ¿A qué viene eso? Ya le dije lo que quería y a quién buscaba. ¿Por qué cree que mis objetivos son otros?

– Bien dicho. La indignación del inocente. Estoy impresionado.

Entrelacé los dedos debajo de la barbilla y lo miré fijamente.

– Usted protege a ese tipo que ronda por su tienda. Me gustaría convencerlo de que no estoy aquí para hacer daño a nadie.

Rivers descargó un golpe con el periódico en el pequeño espacio que nos separaba.

– No puede convencerme.

– Pero empiezo a pensar que sabe adónde fue Lamont Gadsden hace tantos años. ¿Es su madre la que lo ha enojado a usted? Es una mujer difícil, lo sé. ¿Existe algún secreto de los viejos tiempos que yo desconozca?

– Me parece que he dicho más de lo que usted necesita saber. -Se puso en pie y pasó al otro lado del mostrador.

– Rose Hebert lo vio entrar en el Waltz Right Inn después de que Lamont lo hiciera con Johnny Merton, la noche antes de la gran nevada. Ésa fue la última vez que sus conocidos lo vieron con vida.

– ¡Sé que miente! -Golpeó el mostrador con un puñado de herramientas-. ¿Rose Hebert en el Waltz Right Inn? Ahí se ha pasado, señora.

– Si escuchase con más atención, no sacaría conclusiones precipitadas -repliqué con una sonrisa de mis finos labios-. Yo no he dicho que la señora Hebert estuviera en el bar. He dicho que lo vio entrar. Igual que vio que Lamont y el Martillo entraban unos minutos antes; lo vio, deseando poder participar de los buenos momentos como todos los demás.

Rivers sostenía unas tenazas y las hizo saltar de una mano a la otra, tomándome la medida. Al menos, parecía darle vueltas a lo que yo había dicho.

– No voy a contradecir la palabra de una dama, y mucho menos la de una dama tan santificada como la señorita Ross, pero en aquella época yo iba mucho por el Waltz Right Inn y veía a Lamont casi todas las noches. La víspera de la nevada no destaca en mis recuerdos, señora detective.

– ¿Tiene miedo de Johnny Merton? No me extraña. A mí también me asusta. Entre Della Gadsden y él, no sé quién me pone más nerviosa.

– Quizás usted se asuste más fácilmente que yo y haya una razón para ello.

– ¿Y qué hay de Steve Sawyer? Sé que lo condenaron por homicidio pero él también desapareció. No hay historial suyo en el sistema penitenciario. ¿Es él la persona a la que trata de proteger?

La ira de su rostro era pasmosa. Separé las cuerdas cargadas de bolsos e intenté caminar con naturalidad, sin que se me notara que me temblaban las piernas. Me había olvidado del silbato del tren y, al abrir la puerta y oírlo, trastabillé del susto.

Me crucé con una mujer que llevaba un par de mocasines gastados en la mano.

– A mí también me pone nerviosa ese ruido -dijo.

Traté de sonreír, pero la furia de Rivers hizo que me temblaran los labios. Conduje despacio hasta la oficina, evitando la Ryan. No me sentía con la firmeza suficiente para enfrentarme a una flota de camiones rugiendo a mi alrededor.