Cuando dejé la interestatal para tomar la Cincuenta y tres, se me hizo tal nudo en el estómago que tuve que salir de la carretera y detenerme. Sabía que me registrarían y ése era el problema. No cesaba de decirme que era algo impersonal. Tantas personas -civiles, abogados, vigilantes- habían entrado armas y drogas en la cárcel, que no se podía eximir a nadie de un registro completo de su persona y sus pertenencias. Sin embargo, la idea de someterme a ello voluntariamente me dio tanto frío que me puse a temblar y tuve que encender la calefacción, pese al calor de un día de julio. Me calmé poco a poco y, finalmente, crucé las puertas de la cárcel.
Mostré al centinela la carta de Greg Yeoman, en la que me presentaba como integrante del equipo legal de Johnny Merton, y la del director de la prisión, en la que me autorizaba a visitar al recluso aquella tarde. El hombre registró a fondo el coche, incluidas las toallas viejas que llevo en el asiento trasero para los perros.
Después de cruzar tres alambradas de espino y el arco de seguridad electrónico y de pasar el cacheo corporal, tenía ganas de encogerme y desaparecer en un lugar insensible donde no sufriera el dolor. Cuando el cacheo terminó, jadeaba. A continuación, me escoltaron al cuarto de entrevistas.
Como el resto de Stateville, la sala era vieja y estaba mal iluminada. La mesa combada ante la que iba a encontrarme con Merton debía de haberse construido allá por 1925, el año que se inauguró la prisión. Stateville consta de una serie de bloques circulares de celdas con la garita de guardia en medio de cada uno. En teoría, los guardias ven todas las celdas sin que los presos sepan si los están observando o no.
Hoy en día, la luz de Stateville es tan mala que nadie puede ver mucho. Casi todos los reclusos se pasan los días en la oscuridad. Las palomas vuelan en las celdas y por los pasillos, ya que pueden entrar fácilmente por las grietas de las paredes y ventanas pero, como muchos humanos, rara vez encuentran el camino de salida.
Debido a los recortes de personal, los hombres están esencialmente en una sección de máxima seguridad, de la cual los dejan salir brevemente una vez al día, aunque a menudo pasan semanas sin hacer ejercicio en el patio. La feculenta comida la reciben a través de los barrotes. Supongo que fue por eso por lo que Johnny accedió tan deprisa a que formase parte de su equipo de abogados. Aunque el estado no le permitiera utilizar la biblioteca o el gimnasio, tenían que dejarle ver a su abogado.
Llevaba más de una hora en la sala de entrevistas cuando se oyó ruido de cerrojos. Entró un guardia escoltando a Johnny, que iba esposado, y lo hizo sentarse a la mesa, llena de marcas. Nos dejó solos un momento y volvió con dos cafés en vasos de plástico. ¡Era evidente que Johnny tenía influencia! El guardia se apostó en una esquina de la sala, desde donde, supuestamente, no nos oía.
– Así que la abogada blanquita no ha podido soportar las presiones de la Veintiséis con California. -Johnny me dedicó una malvada sonrisa-. Ha tenido que saltar la valla y pasarse al lado de los cerdos, ¿eh?
– Me alegro de verle de nuevo, señor Merton, después de tanto tiempo. -Me senté delante de él.
En realidad, ver a Johnny me conmocionó. Estaba casi calvo y lo que le quedaba de cabello, cortado al uno, era blanco. Había sido un tipo magro y ágil, tan flexible como la anaconda de su mote, pero la falta de ejercicio y el aumento de comidas pesadas le habían pasado factura. Sólo la ira de la mirada de sus ojos inyectados en sangre seguía siendo la misma. Eso y las serpientes enroscadas tatuadas en sus brazos.
– ¿Y qué ideas nuevas y brillantes vas a aportar a mi equipo legal, blanquita?
– El placer de saber que no tengo que hacer que parezca bueno de nuevo delante de un juez -respondí, mirándolo con los ojos entornados.
Aquello lo hizo callar. Esperaba que recordase los tiempos en que lo había representado, hacía tantos años. En nuestros encuentros, después de rociarme con la andanada de insultos que era como su segunda piel, peroraba sobre el racismo sin escrúpulos de los jueces, los policías y la economía. No sé cómo, conseguí convencerlo de que moderase el tono, de que hablase con cortesía al juez y al abogado de la otra parte y, al final, conseguimos que una acusación de asalto con agravantes quedara reducida a una condena por agresión.
– Este fin de semana he leído su expediente. Supongo que la policía podía haberlo detenido cuando quisiera por los disturbios, pero esperaban a que cometiera un gran error y que lo hiciese delante de un tipo con un micrófono.
– ¡Si piensas que voy a admitir cualquier cosa en tu presencia, estás muy equivocada, zorra!
Saqué Suite Française del portafolios y me puse a leer. Tras contemplarme con furia creciente, Johnny soltó un repentino ladrido de risa.
– De acuerdo. Señora detective, tendría que haber dicho.
– Vale así -repliqué. Cerré la novela, pero no la guardé-. Busco a un viejo amigo suyo. Lamont Gadsden.
El aspecto fiero, que nunca abandonaba por completo su rostro, volvió con toda su intensidad.
– ¿Y de qué quiere acusarlo, señora detective?
– Yo no soy la detective idónea para eso, señor Merton. Lo único que quiero es encontrarlo.
– ¿Para que otra persona pueda encerrarlo aquí conmigo? -Su rostro transmitía maldad, pero conocía el sistema penitenciario y habló en un susurro.
– ¿Hay alguna razón para que deba estar aquí encerrado? ¿Fue cómplice en esos homicidios por los que lo condenaron a usted?
– Me encerraron, pero nunca pudieron demostrar nada. Ninguna pista, sólo un número en la cuerda floja y, en estos tiempos, el acróbata ya no sube tan arriba.
El hombre que había delatado a Johnny por tres apuñalamientos relacionados con las bandas había sido su mano derecha en los Anacondas. Lo encontraron muerto en un callejón el día que empezaba el juicio contra Johnny, tal como había leído en el reportaje sobre el proceso que había publicado el Herald-Star. Nunca arrestaron a nadie por la muerte de ese hombre, aunque le faltaban las orejas, la señal que indicaba que era un Anaconda que había desertado de la banda.
– Lo encerraron y lo condenaron. Estoy segura de que Greg Yeoman hizo cuanto pudo, pero usted no le dio mucho con qué defenderlo. -Hice una pausa y dejé que se revolviera por dentro pensando en aquel segundo suyo que lo había vendido a la fiscalía-. Lamont Gadsden. Su madre es una anciana y la tía a la que le caía la baba por él está agonizando. Quieren tener la oportunidad de verlo antes de morir.
– ¿Della Gadsden? No me hagas reír, detective. No hay ningún guardia en esta prisión, no hay ningún guardia en todo el sistema penitenciario, tan duro como esa piadosa dama, maldita sea. La única persona que está a su altura es ese reverendo suyo…
– ¿Y la señorita Claudia? Le cuesta mantener la cabeza erguida, tiene problemas para pronunciar las palabras. Quiere ver de nuevo a Lamont.
Johnny se cruzó de brazos en un gesto deliberado de descortesía.
– Recuerdo a las dos hermanas, y la señorita Claudia siempre fue un rayo de sol en South Morgan, pero no recuerdo a ningún Lamont.
– Estuvo con los Anacondas durante el Verano de la Libertad, ayudando a proteger al doctor King en el parque.
– ¿Su madre te ha contado eso? No quiero faltar al respeto a un pilar de nuestra comunidad como Della Gadsden, pero tal vez su memoria ya no es la que era. Debe de ser casi centenaria.
– Tiene ochenta y seis y me parece que está totalmente en sus cabales.
Johnny extendió los brazos sobre la mesa, de forma que las serpientes quedaran bajo mis ojos.
– Yo soy el Anaconda y si digo que no vi nunca a ningún Lamont Gadsden, es que no estuvo nunca con nosotros, fuera o no el Verano de la Libertad.
Su amenaza era palpable, pero no entendí por qué repudiaba a uno de los suyos.