– No.
– ¿Así que te trasladaste hasta allí sólo porque de alguna manera él estaba relacionado con los dos sujetos de aquí?
– Eso es. Fue una corazonada, como has dicho.
– Venga ya, Andy. El jodido Perry Mason tiene corazonadas, pero sólo en la tele. No me vengas con eso. Limítate a contarme qué averiguaste de ese tipejo.
– Negó todo conocimiento directo del crimen. Pero tenía algunas opiniones interesantes sobre cómo funcionan las cosas en el corredor de la muerte. Dijo que la mayoría de los guardias están a un paso de ser asesinos. Sugirió que nos centráramos en ellos.
– Eso concuerda. Además de ser lo que estoy haciendo en estos momentos, y lo que deberías estar haciendo tú también. El tipo tenía una coartada, ¿no?
– Dijo que estaba en clase. Estudia criminología.
– ¿En serio? Eso sí que es interesante.
– Sí. Tiene una estantería llena de libros sobre ciencia forense e investigación criminal. Dijo que los utiliza para las clases.
– Está bien. ¿Por qué no lo compruebas y luego, cuando se demuestre que es verdad, regresas aquí?
– Sí, claro. De acuerdo.
Hubo un breve silencio antes de que Weiss dijera:
– Andy, detecto en tu voz cierto tono de duda.
– Pues… ¿Has tenido alguna vez la sensación de que has dado con el tipo correcto, pero por un motivo equivocado? Quiero decir que ese tipo me hizo sudar de verdad. Había algo en él, estoy segura. No es trigo limpio. Pero por qué, aún no lo sé. Estaba aterrada.
– ¿Otra corazonada?
– Una sensación. Joder, Mike, no estoy loca.
Weiss suspiró.
– ¿Cómo de aterrada?
– Se me puso el corazón a mil por hora.
Notó que el detective se pensaba bien la respuesta.
– Sabes qué se supone que debería decirte, ¿verdad?
Asintió con la cabeza mientras respondía:
– Que me dé una ducha de agua fría, o caliente, como sea, y lo olvide todo. Que deje que el tipejo siga haciendo lo que sea que esté haciendo, hasta que cometa un error y esos polis lo trinquen. Y que vuelva de una maldita vez al Estado del Sol.
Él soltó una risita.
– Joder -dijo-. Si ya hablas igual que yo.
– ¿Entonces?
– Está bien -cedió él a regañadientes-. Tómate la ducha que consideres oportuna. Luego quédate investigando por ahí durante un día o así. De momento puedo continuar solo. Pero cuando el asunto no dé más de sí y no tengas nada, quiero que escribas un informe con todas tus conjeturas y corazonadas y todo lo que estimes oportuno, y se lo enviaremos a un tipo que conozco en la policía estatal de Nueva Jersey. No se lo tomará en serio, pero tú al menos no creerás que estás loca. Y te guardarás las espaldas.
– Gracias, Mike -respondió, extrañamente aliviada y asustada a la vez.
– Por cierto -dijo él-, ni siquiera me has preguntado qué he descubierto yo por aquí.
– ¿Qué has…?
– Sullivan dejó tres cajas llenas de objetos personales. En su mayoría libros, una radio, un pequeño televisor, una Biblia, ese tipo de chorradas, pero había varios documentos intrigantes. Uno de ellos era su recurso, lo tenía todo planeado, listo para presentarlo ante el tribunal en representación propia. Con sólo habérselo entregado a un funcionario habría obtenido un aplazamiento automático de la ejecución. ¿Y sabes una cosa? Ese cabrón elaboró un argumento bastante convincente sobre las alegaciones prejuiciosas del fiscal que lo trincó. Podría haber alargado la cosa años.
– Pero nunca llegó a presentarlo.
– No. Y eso no es todo. Hay una carta de un productor llamado Maynard, de Lala Land. El mismo tipo que le compró a tu amigo Ferguson los derechos de la historia de su vida después de que Cowart lo convirtiera en una estrella. Le hizo la misma oferta a Sullivan. Cien mil pavos. Bueno, no exactamente cien. Noventa y nueve mil. Por los derechos exclusivos de la historia de su vida.
– Pero la vida de Sullivan estaba en los archivos públicos, ¿por qué iba a pagar…?
– Hablé con él hace un rato. El muy listo dice que es el procedimiento habitual antes de rodar una película. Resolver el asunto de los derechos. Además, dice que Sullivan le prometió que iba a presentar el recurso. Así que el tipo se vio obligado a pagarle los derechos para evitar que Sullivan se hiciera de rogar durante el tiempo que durara el recurso. Se quedó de piedra al ver que Sullivan iba a la silla.
– Sigue.
– Bueno, el caso es que hay noventa y nueve mil dólares circulando por ahí y creo que si descubrimos dónde ha ido a parar el dinero, descubriremos cómo pagó Sullivan esos dos asesinatos.
– Pero está la ley de los derechos de las víctimas. Sullivan no podía percibir ese dinero. En teoría debía ser para las víctimas de sus crímenes.
– Tú lo has dicho: en teoría. El productor depositó el dinero en una cuenta de un banco de Miami siguiendo las instrucciones que Sullivan le dio. Luego el productor remitió una carta a la Comisión de Derechos de las Víctimas de Tallahassee para informarles del pago, tal como exige la ley. Por supuesto, la administración tarda meses y meses en enterarse. Y mientras tanto…
– Ya entiendo.
– Eso es: el dinero desaparece como por ensalmo. Ya no está en la cuenta. Los de los derechos de las víctimas no lo tienen y Sullivan seguro que no lo necesita, dondequiera que esté.
– Así que…
– Así que, siguiendo los movimientos de esa cuenta, podríamos descubrir al individuo que la vació. Tendríamos a un buen sospechoso de un par de homicidios.
– Cien mil dólares.
– Noventa y nueve mil. Una cifra muy significativa. Así se evita el conflicto con la ley federal, que exige documentación para las transacciones monetarias de más de cien mil…
– Pero noventa y nueve mil no es nada del otro mundo…
– ¡Bah!, allí matarían por un paquete de tabaco. Así que imagínate de lo que alguien sería capaz por casi esa suma. Además, algunos de esos guardias de prisión no ganan más de trescientos a la semana. Probablemente casi cien mil les parecerá una fortuna.
– ¿Y para abrir esa cuenta?
– ¿En Miami? Basta con un carné de conducir falsificado y un número de la Seguridad Social falso. Precisamente en Miami no puede decirse que dediquen mucho tiempo a controlar los movimientos bancarios. Están tan ocupados blanqueando millones para los narcotraficantes que seguramente ni siquiera se percataron de esta pequeña transacción. Joder, Andy, si es que puedes cerrar tu cuenta desde un cajero automático, sin siquiera tener que hablar con alguien de carne y hueso.
– ¿Sabe el productor quién la abrió?
– ¿Ese idiota? ¡Qué va! Sullivan se limitó a darle el número y las instrucciones. Sólo sabe que Sullivan se la jugó bien jugada al contarle a Cowart la historia de su vida, porque ha salido tal cual en el periódico y ese tipo pensaba que la exclusiva era suya. Luego se la volvió a jugar al sentarse mansamente en la silla eléctrica. No se le ve muy contento que digamos.
Shaeffer se sintió atrapada entre dos torbellinos. Weiss hablaba deprisa.
– Otro pequeño detalle. Muy misterioso.
– ¿Cuál?
– Sullivan dejó un testamento hológrafo.
– ¿Un testamento?
– Como lo oyes. Un documento bastante interesante. Lo escribió sobre unas páginas de la Biblia. Concretamente, sobre el salmo veintitrés. Ya sabes, el Valle de la Muerte y eso de no temer mal alguno… Escribió encima del texto con un rotulador negro y luego marcó la página. Después metió una nota en la parte superior de la caja que decía: «Por favor, leer el pasaje marcado…»
– ¿Y qué pone?
– Que le deja todas sus cosas a un guardia de la prisión. Un tal sargento Rogers. ¿Te acuerdas de él? Es el tipo que no nos dejó entrar a ver a Sully antes de la ejecución, el que recibía a Cowart en la prisión.
– ¿Es él…?