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Él entornó los ojos.

– Ése es un camino peligroso, detective.

Ella no respondió, y él añadió:

– Especialmente si está sola. -Sonrió e hizo un gesto hacia la puerta-. Imagino que ahora querrá irse, ¿no? Antes de que anochezca del todo. No queda mucho rato de luz. Unos quince o veinte minutos, no más. No querrá perderse mientras busca ese coche de alquiler. Gris plateado, ¿verdad? Difícil de encontrar en una noche oscura y lluviosa. No se pierda, detective. Ahí fuera hay muchos chicos malos.

Shaeffer tragó saliva: Ferguson conocía el color de su coche alquilado. ¿O era mera casualidad? ¿Había probado suerte y acertado?

Ferguson se apartó de la puerta, invitándola a salir a la lluvia y la penumbra.

– Vaya con cuidado, detective -le aconsejó en tono burlón.

Después se dio la vuelta y se marchó por un pasillo lateral. Ella intentó cerciorarse de que sus pasos se alejaban, pero no lo logró. Se volvió y contempló de nuevo el agua que caía a cántaros sobre árboles y aceras. Se levantó el cuello de la gabardina y se la ajustó. Le costó ponerse en movimiento.

El frío se le metió en el cuerpo al cabo de un instante y las gotas se le deslizaban por el cuello. Apretó el paso, maldiciendo aquel calzado tan poco apropiado que la hizo resbalar varias veces. Iba volviendo la cabeza en todas direcciones para cerciorarse de que Ferguson no la seguía. Cuando llegó al coche, revisó el asiento trasero antes de sentarse al volante y echar el seguro de las puertas. La mano le temblaba ligeramente cuando introdujo la llave en el contacto; luego la dejó caer de golpe sobre la palanca de cambios. Cuando el coche se puso en marcha, se sintió mejor. Al salir del aparcamiento, la sensación de alivio fue más nítida. Aceleró y salió a una calle de doble sentido. Con el rabillo del ojo le pareció ver, por un instante, una figura encorvada con un abrigo verde aceituna, pero al intentar fijarse, la figura había desaparecido entre un grupo de estudiantes que esperaban en la parada del autobús. Dominó el tirón del miedo y siguió conduciendo. El ventilador de aquel modesto coche comenzó a zumbar con cierto ahogo y una bofetada de aire caliente enlatado la envolvió, quitándole el frío de la cara, pero no de los pensamientos.

«¿Qué aprendió Ferguson en el corredor de la muerte? -se preguntó-. Aprendió a ser un aventajado estudiante. ¿De qué? Del crimen. ¿Por qué? Porque todos los demás del corredor de la muerte habían suspendido algún examen. Eran todos hombres que habían cometido delitos terribles, a veces un asesinato tras otro, y al final habían acabado encerrados a la espera de la silla porque habían fallado. Hasta Sullivan había fallado.»

Recordó una cita de uno de los artículos de Cowart: «Habría matado más si no me hubieran atrapado.»

«Pero Ferguson tiene una segunda oportunidad -siguió pensando-. Y esta vez no piensa desaprovecharla. ¿Por qué? Porque quiere seguir haciendo lo que sea que esté haciendo durante todo el tiempo que quiera.»

Su cabeza luchaba contra el mareo. Se habló a sí misma en segunda persona, buscando tranquilizarse.

– Oh, Dios mío, Andy, ¿en qué te has metido?

Continuó adentrándose en la noche, en dirección al motel. Dejaba que los demás coches la adelantaran, concentrada en encontrar una manera de ordenar sus pensamientos. En cierto momento escudriñó atentamente por el retrovisor, asaltada por el miedo repentino de que un coche la estuviera siguiendo, pero no lo parecía. Apretó los dientes y condujo a una velocidad constante bajo la lluvia. Cuando vio aparecer las luces del motel sintió alivio, pero no encontró sitio en la parte delantera del aparcamiento y se vio obligada a dejar el coche en un lugar apartado, a unos cincuenta metros e infinidad de sombras de las luces de la entrada. Apagó el motor y respiró hondo, viendo la distancia que tendría que recorrer. La asaltó un pensamiento repentino: «Era más sencillo en uniforme, al volante de un coche patrulla. En contacto permanente con la central. Nunca sola del todo. Siempre como parte de un equipo de policías que patrullaban las calles constantemente.» Alargó la mano y sacó la pistola del bolso. Luego salió del coche y caminó directamente hacia la entrada del motel, con todos los sentidos alerta. No guardó el arma en el bolso hasta que estuvo a tres metros de la puerta. La pareja de ancianos ataviados con abrigos que salió cuando ella entraba debió de ver el reflejo del oscuro metal y su inconfundible forma. Shaeffer oyó parte de sus comentarios al pasar por su lado:

– ¿Has visto eso? Tiene una pistola…

– No, cariño, debe de ser otra cosa…

En la recepción, un conserje de americana azul le entregó la llave y le dijo:

– Antes ha estado un hombre preguntando por usted, detective.

– ¿Un hombre?

– Sí, no quiso dejar ningún recado. Sólo preguntó por usted.

– ¿Lo vio usted?

– No, lo atendió el compañero del turno anterior.

Shaeffer sintió una punzada de miedo.

– ¿Su compañero le dijo algo más? ¿Le dio alguna descripción?

– Sí. Me dijo que era un señor negro. Eso es todo. Preguntó por usted y dijo que él se pondría en contacto con usted. Nada más. Lo siento, es todo lo que sé.

– Gracias.

Shaeffer se obligó a caminar lentamente hacia el ascensor.

«¿Cómo me ha encontrado?», se preguntó.

El ascensor la trasladó con un zumbido hasta el piso de arriba, donde caminó sigilosamente hasta la habitación. Igual que antes, revisó toda la habitación después de cerrar la puerta con doble llave. Luego se dejó caer sobre la cama, tratando de afrontar por un lado lo tangible: decidir dónde y qué iba a cenar, aunque no tenía mucha hambre, y por otro lo intangible: decidir su próximo movimiento respecto a Robert Earl Ferguson.

Intentó imaginárselo sin aquella petulante mirada en el rostro, pero no lo logró.

Un golpe en la puerta disparó todos sus miedos. Contuvo la respiración y se levantó de un brinco. Miró fijamente la puerta.

Se oyó otro golpe seco y brusco. Luego un tercero.

Alargó la mano para sacar el arma de su bolso, la amartilló y se aproximó a la puerta, el dedo sobre el seguro del gatillo, tal como le habían enseñado para los casos en que no sabes a qué te enfrentas. La puerta tenía una mirilla convexa. Se inclinó hacia ella pero en ese preciso instante dieron otro golpe contra la puerta y ella se apartó de un salto.

Logró anteponer la firmeza a la ansiedad, agarró la manilla de la puerta y con un único y rápido movimiento la giró, abrió, y elevó la pistola a la altura de los ojos, apuntando.

Matthew Cowart enarcó las cejas, sorprendido.

Estaba de pie en el pasillo, con la mano medio levantada para volver a llamar. Por un instante ninguno de los dos atinó a nada. Él levantó lentamente las manos y entonces Shaeffer vio que le acompañaban otros dos hombres. Bajó el arma.

– Hola, Cowart -dijo.

Él hizo un gesto con la cabeza.

– Menudo recibimiento -logró graznar el periodista-. Últimamente todo el mundo quiere apuntarme con su arma.

Shaeffer miró a los otros dos.

– Yo los conozco -dijo-. Estaban en la prisión.

– Wilcox -respondió el detective-. Condado de Escambia. Este es mi jefe, el teniente Brown.

Shaeffer contempló la corpulenta figura de Tanny Brown. Parecía encrespado y la escudriñó de arriba abajo, deteniéndose un instante en la pistola.

– Se me antoja que ha ido usted a ver a Bobby Earl -dijo.

22

TOMANDO NOTA

Los tres detectives y el periodista se instalaron incómodamente en la habitación de Shaeffer. Wilcox se quedó de pie, apoyado contra la pared, junto a la ventana, contemplando de vez en cuando los faros de los coches que desfilaban a través de la oscuridad. Shaeffer y Brown ocuparon las únicas sillas de la habitación, a ambos lados de una pequeña mesa, como jugadores de póquer a la espera de recibir la última carta. Cowart ocupó un incómodo lugar en el borde de la cama, un poco apartado. En la habitación contigua habían puesto el televisor muy alto y las voces de un noticiario se filtraban a través de la pared. «Alguna tragedia reducida a quince segundos -pensó Cowart-, a treinta si era verdaderamente terrible, contada con una estudiada mirada de preocupación.»