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Ella sacudió la cabeza.

– Le diré por qué -continuó Brown en voz baja-. Porque usted sabe que hay algo que no encaja, pero no consigue averiguar el qué.

Shaeffer asintió.

– Vale -concluyó Brown-, por lo mismo estamos nosotros aquí.

El resplandor del alba iluminaba tenuemente la calle donde se encontraba el apartamento de Ferguson, delineando apenas el cúmulo de nubes grises que se cernían sobre la ciudad, dispuestas a descargar más lluvia. Shaeffer y Wilcox aparcaron en la esquina norte y Brown hizo lo propio en la sur. Cowart comprobó su grabadora y su libreta de notas, palpó el bolsillo de la chaqueta para cerciorarse de que los bolígrafos seguían allí y se volvió hacia el teniente.

Anteriormente, en la habitación del motel, Shaeffer les había preguntado:

– Entonces, ¿cuál es el plan?

– El plan -había respondido Cowart suavemente- consiste en dar a Ferguson un motivo de preocupación, hacer algo que nos permita averiguar más cosas. Queremos hacerle creer que no está tan a salvo como imagina. Darle un motivo de seria preocupación -repitió con una sonrisa forzada-. Y ese motivo soy yo.

Después, ya en el coche, trató de bromear sobre el asunto:

– Si fuese una película me habrían hecho llevar un micrófono. Y tendríamos una palabra clave que yo pronunciaría en caso de necesitar ayuda.

– ¿Estaría dispuesto a entrar con micrófono?

– No.

– Ya. Pues entonces no necesitamos ninguna palabra clave.

Cowart sonrió.

– ¿Nervioso? -preguntó Brown.

– ¿Lo parezco? No quiero saberlo.

– Ferguson no le hará nada.

– No, claro.

– No puede hacerle nada.

Cowart sonrió de nuevo.

– Me siento como el domador de leones que va a dar un paseo por la selva y se topa con una bestia a la que había amaestrado a base de crueles latigazos. Y se da cuenta de que ya no están en la jaula del circo, sino en el territorio del león. ¿Capta la idea?

Brown sonrió.

– Lo único que hará será rugir.

– Perro ladrador poco mordedor, ¿no?

– Supongo; aunque ésos son los perros, no los leones.

Cowart abrió la puerta del coche.

– Demasiadas metáforas -dijo-. Lo veré en un rato.

La brisa húmeda le azotó la cara. Caminó deprisa hacia el bloque de apartamentos, pasó junto a un par de hombres que dormían en un portal abandonado formando una masa informe de prendas andrajosas, acurrucados para resguardarse del frío nocturno. Los hombres se movieron cuando Cowart pasó por allí, pero volvieron a sumirse en el letargo de la madrugada. Cowart oía ruido de coches una o dos manzanas más allá, los motores diesel de los autobuses, el inicio del tráfico matutino.

Dobló la esquina y llegó al bloque de apartamentos. Vaciló un momento ante el portal, luego se adentró en el oscuro vestíbulo y subió deprisa las escaleras hasta hallarse ante la puerta de Ferguson. Estaría durmiendo, se dijo, y se despertaría inseguro y confundido. Con ese objetivo habían decidido presentarse allí tan temprano. Esas horas, entre la noche y el día, eran las más inestables, un período de transición en que las personas eran más vulnerables.

Respiró hondo y llamó a la puerta con fuerza. Esperó. No oyó nada, de modo que llamó otra vez. Pasaron unos segundos y oyó pasos hacia la puerta. Con el puño cerrado llamó una tercera y una cuarta vez.

Resonaron los chirridos de la cerradura. Desengancharon una cadena. La puerta se abrió.

Ferguson se quedó mirándolo con cara de dormido.

– Señor Cowart…

«Cabrón asesino», pensó el periodista, pero dijo:

– Hola, Bobby Earl.

Ferguson se frotó la cara con una mano, luego sonrió.

– Debí imaginarme que aparecería por aquí.

– Pues aquí estoy.

– ¿Qué quiere?

– Lo de siempre. Tengo preguntas que necesitan respuesta.

Ferguson abrió la puerta del todo y Cowart entró. Se dirigieron a la pequeña sala de estar y Cowart miró rápidamente alrededor, tratando de no pasar por alto ningún detalle.

– ¿Le apetece un café? Tengo café hecho -dijo Ferguson. Señaló un asiento del sofá-. Y tarta. ¿Quiere un trozo?

– No.

– Bueno, ¿no le importará que yo me sirva un trozo, verdad?

– Adelante.

Ferguson fue a la pequeña cocina y regresó con un café humeante y un molde metálico con una tarta de chocolate. Cowart había colocado ya su grabadora sobre la mesita. Ferguson puso la tarta al lado, luego cortó un trozo del extremo. Cowart vio que utilizaba un reluciente cuchillo de caza. Tenía una hoja de quince centímetros con un filo dentado, y un mango con empuñadura. Ferguson dejó el cuchillo y cogió la tarta.

– No es lo que se dice un utensilio de cocina -comentó Cowart.

Ferguson se encogió de hombros.

– Siempre lo tengo a mano. Han intentado robarme varias veces. Ya sabe, yonquis y gentuza. Éste no es un barrio residencial. Tal vez no se haya dado cuenta.

– Sí, me he dado cuenta.

– Hace falta más protección de la normal.

– ¿Alguna vez ha usado ese cuchillo para otra cosa?

Ferguson sonrió. A Cowart le pareció que le tomaba el pelo como un niño que se burla de su cargante hermano mayor: con la certeza de que los padres se pondrán de su lado.

– Bueno, ¿para qué otra cosa cree que podría utilizarlo? -respondió. Bebió un sorbo de café-. Bueno, bueno. Una visita tempranera. Tiene preguntas. ¿Viene solo? -Se levantó, fue hasta la ventana y miró a un lado y otro de la calle.

– Estoy solo.

Ferguson vaciló, fijando la mirada hacia donde Brown había aparcado el coche, pero luego se volvió hacia el periodista.

– Claro. -Se sentó de nuevo-. Está bien, señor Cowart. ¿Qué le preocupa?

– ¿Ha hablado usted con su abuela?

– Llevo meses sin hablar con nadie de Pachoula. Ella no tiene teléfono. Y yo tampoco.

Cowart echó un vistazo alrededor, pero no vio ningún teléfono.

– Pues yo fui a verla.

– Bueno, muy amable de su parte.

– Fui a verla porque Sullivan me dijo que fuera allí a buscar una cosa.

– ¿Cuándo se lo dijo?

– Justo antes de morir.

– Señor Cowart, usted quiere ir a parar a algún sitio y le aseguro que no me entero.

– La letrina de fuera.

– No es un sitio muy agradable. Es vieja. Lleva un año sin usarse.

– Eso es.

– Hice instalar un baño dentro de la casa. Mil pavos.

– ¿Por qué lo hizo?

– ¿El qué? ¿Instalar un baño dentro? Porque en invierno hace demasiado frío para salir fuera a hacer las necesidades.

Cowart meneó la cabeza.

– No, no me refiero a eso. ¿Por qué mató a Joanie Shriver?

Ferguson lo miró un instante y luego se reclinó en su silla.

– Yo no he matado a nadie. Y menos a esa niña. Creía que a estas alturas todo estaba claro.

– Miente.

Ferguson lo miró con rabia.

– No miento.

– Usted la violó, la mató, dejó su cuerpo en el pantano y escondió el cuchillo en la alcantarilla. Después regresó a casa y vio que había manchas de sangre en su ropa y en la alfombrilla del coche, entonces cortó el trozo manchado y se lo llevó, envolvió la ropa con él y lo enterró todo bajo la mierda y el barro que hay en esa letrina, porque sabía que nadie en su sano juicio lo buscaría allí.

Ferguson sacudió la cabeza.

– ¿Lo niega? -preguntó Cowart.

– Desde luego.

– Encontré la ropa y la alfombrilla.

Ferguson pareció sorprendido por un instante, pero se encogió de hombros.

– ¿Ha viajado hasta aquí sólo para decirme esto?

– ¿Por qué la mató?

– No lo hice. Ya se lo he dicho.

– Embustero. Lleva mintiendo desde el principio.