– ¿Cuántas? -preguntó Cowart, casi en susurros-. ¿Seis? ¿Siete? ¿Cada vez que da una charla muere alguien?
Ferguson entornó los ojos, pero mantuvo la voz serena:
– Ése es el crimen del hombre blanco, señor Cowart. ¿No lo sabe?
– ¿Cómo?
– El crimen del hombre blanco. Vamos, piense en todos los asesinos sobre los que ha leído. Todos los Speck, los Bundy, los Corona, los Gacy, los Henley, los Lucas, y nuestro viejo amigo Blair Sullivan. Blancos. Jack el Destripador y Barba Azul. Blancos. Calígula y Vlad el Empalador. Blancos. Todos ellos son blancos. Si usted va a cualquier prisión le señalarán a Charlie Manson o a David Berkowitz y verá que son blancos, que es la clase de personas que se deja llevar por esos extraños impulsos. Eso no quiere decir que no haya alguna excepción que confirme la regla, ya sabe. Como Wayne Williams, en Atlanta; pero todavía existen muchas dudas sobre él, ¿no es así? Mire, si hasta emitieron una película por televisión en la que cuestionaban que él hubiera matado a todos aquellos niños. ¿Lo recuerda, señor Cowart? No; raptar a niñitas en la calle y dejarlas muertas en un lugar oscuro y olvidado no es propio de los hombres negros. Nosotros cometemos delitos de violencia. Estallidos repentinos e irrefrenables con cuchillos y pistolas y escándalo. Crímenes urbanos, señor Cowart, con testigos y escenas del crimen repletas de pruebas, de forma que cuando llega la poli para meternos entre rejas no quedan preguntas en el aire. Violar a las mujeres que salen a hacer footing y disparar contra los traficantes de crack rivales, y atacarnos unos a otros, ¿no es así? Las típicas cosas que obligan a la gente blanca a instalar grandes alarmas en sus casas residenciales y que nutren el sistema de justicia con su dosis diaria de negros; pero no cometemos asesinatos en serie. ¿Y sabe otra cosa, señor Cowart?
– ¿Qué?
– Que eso le gusta al sistema. El sistema no está cómodo con las cosas que no acaban de cuadrar en estadísticas y categorías. -Ferguson lo examinó con la mirada-. ¿Cómo va a escribir ese artículo, señor Cowart? ¿Ése que no encaja en el molde de siempre que todos esperan? Dígame, ¿saben los periódicos contarle a la gente cosas tan extrañas? ¿Tan inesperadas? ¿O acaso piensa dedicarse a informar una y otra vez sobre el viejo asunto de siempre, pero con otras caras y otras palabras?
Cowart no respondió.
– ¿Y cree usted que puede escribir algo así sin tener ninguna prueba?
– Joanie Shriver -repitió Cowart.
– Adiós a Joanie Shriver, señor Cowart. Hace mucho que se fue. Será mejor que empiece a entenderlo. Y también que se lo haga entender a su amigo Tanny Brown.
Cowart continuaba de pie detrás del escritorio. Se inclinó sobre la mesa, agarrándose a los bordes para mantener el equilibrio.
– Escribiré ese artículo y usted sabe que lo haré, ¿verdad?
Ferguson no contestó.
– Lo publicaré todo en el periódico. Todas las falsedades, todas las mentiras, todas y cada una de ellas. Usted podrá negarlo y renegarlo, pero sabe qué ocurrirá.
– ¿Qué?
– Que funcionará. Yo me hundiré. Tal vez Tanny Brown se hunda también. Pero ¿sabe qué le ocurrirá a usted, Bobby Earl?
– Cuénteme -pidió con frialdad.
– No irá a la cárcel. En eso tiene razón. No hay pruebas suficientes y muchas personas lo creerán cuando diga que todo ha sido un montaje. Lo creerán incluso cuando diga que es inocente. La mayoría de la gente me culpará a mí y a la policía, y se unirán para apoyarlo. Se lo aseguro.
Ferguson lo animó a seguir con un gesto.
– Pero ¿sabe qué va a perder? El anonimato.
Ferguson se encogió de hombros y el otro continuó:
– Vamos, Bobby Earl. ¿Sabe qué se hace cuando uno tiene un gato al que le gusta cazar? ¿Al que le gusta matar pájaros y ratones y luego arrastrarlos hasta su confortable casa? Uno le pone un cascabel para que, por muy listo y sigiloso que sea, no pueda volver a acercarse a ningún pobre estornino.
Ferguson entornó los ojos.
– ¿Cree que esas respetables iglesias continuarán pidiéndole que dé su bonita charla si todavía pesa sobre usted la menor sombra de sospecha? ¿No cree que tal vez puedan encontrar algún otro orador? ¿Alguien de quien no sospechen que puede merodear por ahí y volver en otra ocasión para arrebatarles a una niña que pasee por la calle?
Cowart vio que Ferguson se crispaba.
– Y la policía, Bobby Earl. Piense en la policía. Siempre les quedará la duda, ¿no es así? Y cuando ocurra algo, porque ocurrirá, ¿verdad?, cuando ocurra le seguirán la pista. ¿Cuántas veces cree que puede hacerlo sin cometer ningún error? Olvidar algo. Tal vez ser visto. Sólo es cuestión de esperar ese momento. Si comete el más mínimo error, el mundo entero se le echará encima y no logrará levantar la cabeza hasta que vuelva al sitio donde tuvimos nuestra primera entrevista. Y en esa ocasión no habrá ningún redactor del Miami Journal que lo ayude a salir.
Ferguson se removía en su asiento, la ira subiéndole a la cara. De pronto encrespó los dedos hacia el cuchillo y Cowart se quedó paralizado por el miedo.
«Me va a matar», pensó.
Intentó encontrar algo con que protegerse, pero no podía apartar la mirada de Ferguson. Ahora sí necesitaba un micrófono y una palabra clave para llamar a Tanny Brown.
Ferguson medio se levantó y su mano hurgó en un montón de papeles. Después volvió a sentarse lentamente.
– No -le dijo-. Creo que no escribirá ese artículo.
– ¿Por qué?
Ferguson bajó la mirada a la mesita que tenía delante, donde Cowart había colocado la grabadora. Por un instante pareció observar cómo la grabadora absorbía el silencio. Y a continuación dijo con tono firme y claro, inclinándose hacia el aparato:
– Porque no habría ni una sola palabra de verdad en él.
Dejó pasar unos segundos más y pulsó el botón de stop.
– ¿Sabe por qué no escribirá ese artículo? -prosiguió-. Le diré por qué. Hay varias buenas razones pero, en primer lugar, porque no tiene hechos. Ninguna prueba. Lo único que tiene es una disparatada combinación de sucesos y mentiras que ningún periódico se atrevería a publicar. Los artículos periodísticos se construyen a partir de «la policía asegura», «de acuerdo con», «los portavoces confirmaron» y citas de documentos e informes verosímiles; eso es lo que constituye el esqueleto del artículo. El resto está conformado por los detalles que uno ha visto u oído, pero usted no ha visto ni oído nada lo bastante importante para elaborar un artículo. Así pues, usted no me da ningún miedo, señor Cowart. Dígame -le interpeló-, ¿yo sí le doy miedo a usted?