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A su pesar, Cowart asintió con la cabeza.

– Bueno, eso está muy bien. ¿Piensa que también le doy miedo a su amigo Tanny Brown?

– Sí y no.

– Oiga, ésa es una respuesta extraña tratándose de un hombre que aspira a la precisión. ¿Qué quiere decir?

– Creo que le asusta lo que usted hace. Pero no creo que le tenga miedo.

Ferguson meneó la cabeza.

– Dígame una cosa, ¿por qué la gente siempre tiene miedo de que pueda pasarle algo? Miedo personal. Como usted ahora mismo. Le asusta que yo tal vez pueda coger este cuchillo de caza y arrancarle el corazón. ¿No es así? Que lo abra en canal de los huevos al cuello. ¿Qué cree usted? ¿Le parece que soy un asesino tan experto para hacer eso? Y quizá para dejar sus restos en algún callejón y aparentar que usted se encontraba casualmente por ahí y fue atacado por alguien del barrio, ya me entiende. Algunas personas de por aquí no son partidarias de que los blancos merodeen por la zona. ¿Le parece que yo podría lograr que pareciera que una banda pasó un buen rato machacando a un periodista blanco que se había extraviado mientras buscaba una dirección? ¿Cree que lo conseguiría, señor Cowart?

– No lo creo.

– Vaya. ¿Por qué no, si tan experto me considera?

– Yo no…

– ¡¿Por qué no?! -exigió Ferguson con aspereza, y cogió el mango del cuchillo.

– Por la sangre -respondió Cowart-. Habría manchas de sangre por todas partes. No lograría hacerlas desaparecer del todo.

– Bien. Continúe.

– Quizás alguien me vio entrar en su edificio. Un testigo.

– Muy bien, señor Cowart. Aquí tenemos una casera que siempre se fija en esas cosas. Tal vez ella lo vio entrar. Quizá también uno de los vagabundos de la calle, aunque sería un testimonio poco fiable. Continúe.

– Tal vez le comenté a alguien que vendría aquí.

– No. -Ferguson sonrió-. Eso no llevaría a ninguna parte. No hay pruebas de que usted llegó hasta aquí.

– Huellas. He dejado huellas aquí.

– No aceptó el café que le ofrecí. Así habría dejado huellas y saliva. ¿Qué más ha tocado? El escritorio y esos papeles de ahí. Eso podría limpiarlo.

– Nunca podría estar seguro.

Ferguson sonrió de nuevo.

– Es cierto.

– Otras cosas. Pelo. Piel. Puedo defenderme y hacerle un corte. Su sangre quedaría en mi cuerpo. La encontrarían.

– Tal vez. Ahora al menos está pensando, señor Cowart. -Volvió a reclinarse en el respaldo y señaló el cuchillo-: Demasiadas variables, en eso tiene razón. Demasiados aspectos que cubrir. Cualquier estudiante de criminología lo sabría. -Lo miró fijamente-. Pero sigo sin creer que vaya usted a escribir ese artículo.

– Lo escribiré -insistió Cowart en voz baja.

– ¿Sabe una cosa? ¿Sabe que hay otras maneras de arrancarle el corazón a alguien? No siempre hace falta usar un cuchillo de caza… -Estiró el brazo y agarró la hoja del cuchillo. La levantó y la giró una y otra vez haciendo que reflejara la mortecina luz que se colaba por la ventana-. No, señor. En absoluto. Quiero decir que usted quizá cree que ésta es la manera más fácil de arrancarle el corazón, cuando en realidad no lo es. -Sostuvo el cuchillo en alto-. ¿Quién vive en el 1215 de Wildflower Drive, señor Cowart?

El periodista sintió un repentino calor subiéndole por el cuello.

– En ese apacible barrio de Tampa. Coge ese autobús escolar amarillo todos los días. Juega en el parque que hay a unas cuantas manzanas. Le gusta ayudar a su madre con la compra y observa embelesada a su nuevo hermanito pequeño. Desde luego, usted no se preocuparía mucho por ese bebé, dadas las circunstancias. Y ni siquiera sé si la madre le preocuparía. A veces el divorcio llena a la gente de odio, así que no sabría decir qué siente usted por ella. Pero ¿la niña? Ah, eso es una cosa muy distinta.

– ¿Cómo sabe usted…?

– Aparecieron en el periódico. Después de recibir usted el premio. -Ferguson le sonrió-. Me gusta investigar un poco de vez en cuando. Averiguar datos sobre ellas no resultó muy difícil.

El miedo paralizó a Cowart. Ferguson continuó mirándolo.

– No, señor Cowart, de verdad no creo que vaya a escribir ese artículo. No me parece que tenga los hechos ni las pruebas. ¿Me equivoco, señor Cowart?

– Lo mataré -susurró Cowart.

– ¿Matarme? ¿Por qué iba a hacerlo?

– Como se acerque a…

– ¿Qué?

– Le digo que lo mataré.

– Eso le satisfaría, claro. Después del hecho. Nada importa mucho cuando ya ha ocurrido algo. Bueno, siempre conservaría el recuerdo. Lo tendría presente nada más levantarse, y justo antes de acostarse. Estaría presente en cada uno de sus sueños durante la noche. En cada uno de sus pensamientos durante la vigilia. No lo abandonaría nunca.

– Lo mataré -repitió.

Ferguson negó con la cabeza:

– No sé. ¿Sabe lo bastante sobre la muerte y el hecho de morir para hacer algo así? No obstante, le diré una cosa, señor Cowart.

– ¿Qué?

– Ahora comienza a tener una ligera idea de cómo se vive en el corredor de la muerte.

Ferguson se puso de pie, se inclinó y abrió la grabadora. Sacó la cinta y la introdujo en su bolsillo. Luego cogió la grabadora y se la lanzó bruscamente al periodista, que la alcanzó antes de que se estrellara contra el suelo.

– Esta entrevista -afirmó Ferguson con frialdad- jamás ha tenido lugar. Y estas palabras nunca fueron pronunciadas. -Lo miró y susurró-: ¿Qué artículo va a escribir, señor Cowart?

El periodista meneó la cabeza.

– ¿Qué artículo, señor Cowart?

– Ninguno -respondió, con un hilo de voz.

– Ya me lo parecía. -Y le abrió la puerta.

Cowart salió tambaleándose al pasillo. Sólo fue vagamente consciente de que la puerta se cerraba tras él, del ruido de los cerrojos. Lo asaltó el aire rancio y húmedo de aquel lugar oscuro. Se abrió el cuello de la camisa para poder respirar y se encaminó escaleras abajo a trompicones. Cuando llegó al portal, abrió la puerta de un tirón y logró salir a la calle. Caía una fina llovizna. No levantó la vista hacia el apartamento, sino que apretó el paso, como si el viento y las gotas en el rostro pudieran llevarse el miedo y las náuseas que sentía. Vio al teniente Brown apearse del coche, mirándolo con expectación. Jadeante, Cowart le indicó con un gesto que volviera al coche. Luego subió por su lado y se encogió en el asiento.

– Sáqueme de aquí -murmuró.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Brown.

– ¡Sáqueme de aquí! -gritó Cowart, y de pronto accionó la llave del contacto. El motor se puso en marcha-. ¡Vamos! ¡Venga!

Brown, con los ojos como platos pero comprendiendo la situación, metió la primera. Enfiló la calle y no se detuvo hasta la esquina donde habían aparcado Wilcox y Shaeffer. Bajó la ventanilla.

– Bruce, vosotros quedaos aquí. Vigilad la casa de Ferguson.

– ¿Hasta cuándo?

– Hasta que os avise.

– ¿Adónde vais?

– No perdáis de vista a Ferguson ni un instante.

Wilcox asintió.

Cowart dio un golpe en el salpicadero.

– ¡Vamos! ¡Sáqueme de aquí!

El teniente pisó el acelerador y se alejaron de allí, dejando boquiabiertos a los otros dos detectives.

23

LA NEGLIGENCIA DE SHAEFFER

Pasaron la mayor parte del día con el coche aparcado a media manzana del edificio de Ferguson. No puede decirse que fuese una vigilancia discreta; sólo una hora después de que Brown y Cowart se hubieran marchado, todos los vecinos en un radio de dos manzanas se habían percatado de su presencia. La mayoría, no obstante, no les hizo ningún caso.

Un traficante de crack de poca monta, que solía atender a sus clientes en un callejón adyacente, los insultó a viva voz mientras trajinaba por allí, buscando un lugar donde reubicarse; dos miembros de una banda callejera que vestían chaquetas estampadas en relieve, cintas en la cabeza y carísimas botas de baloncesto propias de los barrios marginales, pararon junto al coche y se mofaron de ellos con gestos obscenos. Cuando Wilcox bajó la ventanilla y les espetó que se largaran, lo único que hicieron fue reírse en su cara, imitando su acento sureño con un tono amenazador mal disimulado. Dos prostitutas, con zapatos rojos de tacón alto, provocativos pantalones de lentejuelas y lustrosos chubasqueros negros, se pavonearon por allí, a sabiendas de que los policías no se inmutarían. Al menos media docena de decadentes personajes sin techo, que empujaban carritos de supermercado llenos de chatarra urbana o simplemente se tambaleaban borrachos en aquel día lluvioso, llamaron a las ventanillas del coche pidiendo dinero. Algunos recibieron las monedas sueltas que los detectives consiguieron reunir. Otros sólo pasaban de largo, ajenos a todo, salvo a las exigencias del personaje invisible con el que parloteaban sin cesar.