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La llovizna constante que empapaba aquel singular desfile callejero mantenía al resto de vecinos recluidos en sus casas, tras ventanas enrejadas y puertas con tres vueltas de llave. La lluvia y el cielo gris eclipsaron el día, sumiéndolo en una mayor lobreguez.

Los dos detectives se preguntaban qué demonios le había ocurrido a Cowart, pero no lograban hallar una respuesta. Wilcox había ido hasta una cabina para tratar de localizar en el motel al teniente, en vano. Puesto que carecían de toda información se atuvieron a las órdenes de Brown, dejando pasar las horas con una frustración entumecedora.

Engulleron la bazofia que despachaban en un antro de comida rápida y bebieron café tibio en vasos de plástico, sin dejar de desempañar una y otra vez el parabrisas para poder ver la calle. Por dos veces, cada uno caminó dos manzanas hasta una sucia gasolinera para utilizar unos servicios que apestaban a desinfectante y orines. La conversación había sido limitada, unos pocos intentos poco entusiastas de encontrar algún tema en común que habían acabado en prolongados silencios. Habían hablado de cuestiones profesionales, de las diferencias entre los crímenes en el Panhandle y en los cayos. Shaeffer hizo algunas preguntas sobre Brown y Cowart con las que sólo descubrió que Wilcox idolatraba al primero y despreciaba al segundo, aunque era incapaz de explicar qué provocaba esos sentimientos. Habían especulado sobre Ferguson, y Wilcox la había puesto al corriente de sus experiencias con aquel hombre que se había salvado de la silla eléctrica. Ella preguntó por la famosa confesión y él respondió que con cada golpe asestado a Ferguson había tenido la sensación de que se desprendía un trozo de verdad, como quien sacude los frutos de un árbol. Lo contó sin remordimientos ni culpabilidad, pero con una rabia contenida que sorprendió a la detective. Wilcox era un hombre muy voluble, pensó, mucho más explosivo que aquel corpulento teniente. Sus arranques de cólera debían de ser bruscos e impulsivos; los de Brown, más fríos y meditados. No era de extrañar que no se perdonara a sí mismo haber permitido que su compañero sonsacara a Ferguson a base de atizarlo. Seguramente había cedido a un arrebato de una oscura faceta de sí mismo.

No vieron señales de Ferguson, aunque suponían que él sabía que estaban allí.

– ¿Cuánto tiempo más vamos a quedarnos? -preguntó Shaeffer. Las farolas de la calle apenas ayudaban a mitigar la penumbra del atardecer-. No ha salido en todo el día, a menos que haya una puerta trasera. Seguro que la hay y él anda por ahí, en alguna parte, riéndose de nosotros.

– Un rato más -respondió Wilcox-. El suficiente.

– ¿Qué estamos haciendo? Quiero decir: ¿a qué viene todo esto?

– Viene a que así Ferguson sabrá que alguien piensa en él. Viene a que Tanny nos ordenó que lo vigiláramos.

– Ya -respondió ella, y tuvo ganas de añadir: «Pero no para siempre.» El tiempo se le acababa. Weiss estaría en la prisión estatal preguntándose dónde se había metido, y ella tendría que pergeñar alguna buena razón para justificar que aún siguiese allí. Algo consistente y sólido.

Shaeffer estiró los brazos y empujó las piernas contra el panel que la separaba del motor, sintiendo los músculos entumecidos.

– Detesto esto -dijo Shaeffer.

– ¿El qué? ¿Vigilar?

– Sí. Sólo consiste en esperar. No es mi estilo.

– ¿Y cuál es su estilo?

Ella sólo dijo:

– Dentro de diez minutos estará todo oscuro. Demasiado oscuro.

– Ya está oscuro.

Shaeffer echó un vistazo alrededor. La calle tenía el mismo aspecto que los chubasqueros de aquellas dos prostitutas; una especie de textura sintética, satinada y brillante. Era prácticamente como estar atrapada en un escenario de Hollywood, real y ficticio al mismo tiempo. Un escalofrío le bajó por la espalda.

– ¿Le ocurre algo? -preguntó Wilcox.

– No. Sólo un escalofrío para desentumecerme, ya sabe. Este lugar ya es suficientemente horrible a plena luz del día.

Wilcox escudriñó la calle con la mirada.

– No se parece en nada a Pachoula -dijo-. Aquí uno tiene la sensación de estar viviendo en una cueva.

– O en una celda -apuntó Shaeffer.

Tenía el bolso en el suelo, entre los pies. Era un bolso de cuero grande y espacioso, casi como una mochila. Lo empujó con el pie, lo justo para abrir la solapa y cerciorarse de que todo seguía allí: la libreta, la grabadora, cintas vírgenes, el billetero, la placa, un pequeño estuche de maquillaje y la semiautomática de 9 mm con dos cargadores de repuesto de balas diábolo de punta blanda.

Wilcox vio el arma.

– A mí -sonrió-, me sigue gustando la 357 de cañón corto. Queda bien debajo del abrigo. Con munición Magnum podría derribar a una bestia. -Miró alrededor, escrutando la oscuridad que se cernía sobre la calle-. Esto también está lleno de bestias -añadió.

A lo lejos aullaba una sirena, como una gata en celo. Se oía cada vez más alto, más cerca, y de pronto pasó y se desvaneció. No llegaron a ver las luces de lo que fuera aquello.

Wilcox se frotó los ojos.

– ¿Qué cree que estarán haciendo? -preguntó.

– No lo sé -respondió Shaeffer-. ¿Por qué no nos largamos de aquí de una maldita vez y lo averiguamos? Este sitio empieza a ponerme nerviosa. Dios mío, mire este lugar. Tengo la sensación de que podría devorarnos. Tragarnos de un bocado. A los dos agentes que me trajeron aquí el otro día tampoco les hizo ninguna gracia, y eso que fue en pleno día. Y uno de ellos era negro.

Wilcox asintió con un gruñido.

Los dos tenían muy claro, aunque no lo hubieran mencionado, que su situación era un tanto precaria: dos policías blancos del Sur, fuera de su jurisdicción y su contexto, en un mundo desconocido y amenazador.

– Ya -dijo Wilcox. Volvió a recorrer la calle con la mirada-. ¿Sabe lo que más me inquieta a mí?

– No. ¿Qué?

– Que todo parezca condenadamente viejo. Viejo y usado. -Señaló la calle-. Se muere -explicó-. Es como si todo aquí estuviera agonizando. -Contempló el decrépito paisaje que los rodeaba-. No sé por qué, pero tengo la impresión de que él tenía todo esto calculado. Creo que va uno o dos pasos por delante de nosotros. Nos tenía tomada la medida desde el principio.

– ¿A qué se refiere? -respondió Shaeffer-. ¿Qué medida? ¿Qué tenía calculado?

– Me gustaría tenerlo a mi disposición sólo una vez más. -Wilcox parecía hablar consigo mismo-. Esta vez no permitiría que se saliese con la suya.

– No le entiendo -dijo Shaeffer, inquieta por la frialdad de las palabras de Wilcox.

– Me gustaría vérmelas con él una vez más. Volver a estar los dos solos en una habitación, a ver si sale victorioso esta vez.

– Usted está loco.