– Cierto. Usted lo ha dicho.
Shaeffer se estremeció.
– El teniente Brown dio unas órdenes -le recordó.
– Claro. Y nosotros las hemos obedecido.
– Entonces vámonos de aquí. Averigüemos qué quiere hacer ahora.
Wilcox negó con la cabeza.
– No hasta que vea a ese cabrón. Hasta que él sepa que estoy aquí.
Shaeffer negó con la cabeza.
– Ésa no es la manera -dijo-. No queremos que se largue.
– Usted todavía no lo ha entendido -respondió Wilcox, y apretó los dientes con rabia-. ¿Se le ha escapado uno alguna vez? ¿Cuánto tiempo lleva en homicidios? Desde luego no el suficiente. A usted nadie le ha arruinado la vida como Ferguson a mí.
– Tampoco me lo he buscado.
– Decirlo es fácil.
– De acuerdo, pero aun así sé lo suficiente para no caer dos veces en el mismo error.
Wilcox fue a responder encolerizado, pero se lo pensó mejor. Volvió a acomodarse en su asiento, como si la ira y los recuerdos comenzaran a remitir.
– Vale -dijo-. No jugaremos esta baza antes de ver todas las cartas.
Shaeffer esperaba que pusiera el coche en marcha. Y, en efecto, el policía se dispuso a darle al contacto, pero de pronto se quedó paralizado mirando al frente con los ojos desorbitados.
– Hijo de puta -masculló.
Shaeffer siguió su mirada.
– Ahí está -susurró Wilcox.
Por un instante su visión resultó empañada por la humedad del parabrisas, pero después, como cuando una cámara enfoca el objetivo, ella también divisó a Ferguson. Éste había vacilado unos segundos en el portal, deteniéndose, como hace casi todo el mundo antes de internarse en una noche fría, oscura y húmeda. Vestía vaqueros y una gabardina azul y llevaba una bolsa colgada del hombro. Encorvado bajo la llovizna, bajó rápidamente los escalones del edificio y, sin mirar hacia donde ellos se encontraban, se alejó a paso ligero.
– ¡Maldita sea! -exclamó Wilcox. Había dejado caer su mano del contacto-. Voy a seguirle.
Antes de que Shaeffer pudiese protestar, un impulso salvaje se apoderó del detective. Se apeó bruscamente y sus pasos retumbaron en el pavimento como disparos de bala.
Shaeffer, estupefacta, lo vio alejarse y trató de salir del coche, pero el seguro de su puerta estaba echado y el bolso le dificultó el movimiento de las piernas. Cuando logró zafarse, se inclinó para coger la llave y el cinturón de seguridad se le enganchó en la ropa. Cuando al fin consiguió salir, medio resbaló en el pavimento mojado. Tendría que correr para alcanzar a Wilcox, que ya se encontraba a unos veinte metros de distancia y avanzaba deprisa.
Shaeffer echó a correr, con el bolso en una mano y las llaves del coche en la otra. Tardó lo suyo en darle alcance.
– ¿Qué demonios está haciendo? -le preguntó, agarrándolo del brazo.
Él se soltó.
– Sólo voy a seguir un rato a ese cabrón. ¡Suélteme! -Y retomó la persecución de Ferguson.
Shaeffer se detuvo para tomar aire y lo observó alejarse. Volvió a ponerse en marcha y apretó el paso hasta llegar a su altura y acompasar el paso al suyo. Distinguió a Ferguson a media manzana de distancia; caminaba deprisa, sin volver la vista atrás, aparentemente ajeno a la presencia de los policías.
Ella agarró a Wilcox del brazo por segunda vez.
– ¡Suélteme, joder! -exclamó él, liberando el brazo de un tirón-. Va a lograr que lo pierda.
– Pero no deberíamos…
Wilcox se volvió furibundo hacia ella.
– ¡Vuelva al coche o sígame! ¡Pero apártese de mi camino!
– Pero Ferguson…
– ¡Me da igual que ese cabrón sepa que le voy detrás! ¡Quítese de en medio de una maldita vez!
– ¿Qué demonios pretende? -replicó Shaeffer medio gritando.
Wilcox agitó el brazo desechando la pregunta y, medio corriendo, siguió los pasos de Ferguson.
Shaeffer vaciló, indecisa, viendo la espalda de Wilcox adentrarse en la noche mientras más adelante Ferguson desaparecía tras una esquina. Wilcox aminoró el paso en ese preciso momento.
La detective masculló unos improperios para sus adentros y corrió de vuelta al coche. Dos ancianas indigentes, ambas enfundadas en gruesos abrigos raídos y gorros de punto en la cabeza, se cruzaron de pronto en su camino. Una empujaba un carrito de supermercado farfullando a voz en grito, mientras la otra gesticulaba con grandes aspavientos. Las dos le chillaron a Shaeffer y una intentó agarrarla. Medio chocaron y la anciana cayó al suelo, gimiendo de la rabia y el susto. La detective logró conservar el equilibrio y siguió corriendo hacia el coche. Los gritos de la anciana se agudizaron. Dos hombres salían de un portal y uno de ellos le gritó:
– ¡Eh! ¿Qué hace, señorita? Tiene mucha prisa, ¿eh?
Shaeffer no les prestó atención y se lanzó al asiento del conductor. Giró la llave del contacto pero el coche se caló.
Soltando una sarta de improperios, presa del pánico y la confusión, lo intentó de nuevo, pisando y soltando el acelerador y dándole al contacto una y otra vez hasta que el motor se encendió. Entonces metió la primera y pisó el acelerador sin siquiera mirar atrás. Las ruedas patinaron sobre el pavimento mojado y el coche vibró violentamente antes de salir disparado.
Tomó la curva de la esquina sin aminorar y divisó a Wilcox a una manzana, cuando éste pasaba bajo una farola. Pero a Ferguson no se le veía por ninguna parte.
Aceleró más, pero el motor tosía y reaccionaba con exasperante lentitud. Maldijo aquel automóvil de alquiler por su escasa potencia y anheló disponer del coche patrulla que conducía en los cayos. Llegó a la altura de Wilcox justo antes del final de la manzana. Él se desvió hacia una calle de dirección única, en sentido contrario al tráfico. Ella bajó la ventanilla y llamó al detective.
– ¡Siga! -Wilcox gesticuló con rapidez-. ¡Ciérrele el paso!
Y continuó tras su presa, ahora casi corriendo. Shaeffer siguió con el coche por la calzada mojada hasta girar en el siguiente cruce. Se saltó el semáforo en rojo, lo que provocó que un par de adolescentes que se disponían a cruzar la insultaran indignados. La calle era estrecha y bordeada de edificios decrépitos. Había un par de coches en doble fila a mitad de la manzana. Hizo sonar el claxon al pasar junto a ellos casi rozándolos.
En la siguiente esquina giró a la derecha, dirigiéndose hacia donde calculaba que estarían Wilcox y Ferguson. Su mente trabajaba a pleno rendimiento, anticipando lo que diría y cómo actuaría. Lo que estaba sucediendo escapaba al control que había podido tener en momentos anteriores. Se concentró en la calle, tratando de avistar a los dos hombres.
No estaban allí.
Aminoró la marcha, miró al frente y los callejones laterales de aquel espacio que se ramificaba en arterias con coágulos de desechos diseminados aquí y allá. Las sombras parecían fundirse con la impenetrable oscuridad. De pronto la calle estaba desierta.
Detuvo el coche en el centro de la calzada, salió y se quedó de pie junto a la puerta, abierta, mirando a un lado y otro en busca de algún rastro de los dos hombres. Al no ver nada, maldijo a gritos y volvió a sentarse al volante.
«Deben de haber girado por otra calle o haber atravesado algún solar vacío. Tal vez Ferguson se metió en algún callejón.»
Avanzó lentamente, escudriñando en todas direcciones. Dobló en la siguiente una esquina, pero ni rastro de ellos.
Dio marcha atrás, reculó hasta la calle desde la que había tomado el desvío y continuó la búsqueda. Recorrió aprisa otra manzana y luego frenó. No tenía ni idea de qué hacer. Plantando cara al miedo, aparcó sobre el bordillo y se apeó. A paso ligero, fue hacia donde debían de haberse dirigido, intentando aplicar la lógica. «Sigue sus pasos y los encontrarás. No pueden estar muy lejos.» Intentaba penetrar en las sombras con la mirada y el oído, en busca de algún indicio. Después aumentó el ritmo y sus zapatos resonaban en la mojada acera, como un redoble de tambores in crescendo, hasta que finalmente echó a correr adentrándose en la noche vacía.