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Bruce Wilcox se había vuelto a mirar sólo el tiempo necesario para avistar a lo lejos las luces traseras del coche de Shaeffer alejándose por la calle, antes de centrarse nuevamente en no perder de vista a Ferguson.

Apretó el paso, pues no conseguía acortar la distancia que lo separaba de su presa. Ferguson era ágil como un felino; sin echar a correr, avanzaba rápidamente, sorteando los puntos de luz que iluminaban las calles y camuflándose en la oscuridad.

Wilcox tenía la sensación de que sus piernas eran lentas y pesadas, e intentaba forzarlas. Más adelante, vio que Ferguson doblaba otra esquina. Un par de prostitutas desastradas estaban apostadas en la esquina, sirviéndose de la farola como si fuera una candileja de una pasarela.

– ¿Hacia dónde ha ido? -les preguntó el detective.

– ¿Quién?

– No hemos visto a nadie.

Wilcox las increpó y ellas se rieron, burlándose de él. La calleja por la que había desaparecido Ferguson tenía aspecto tenebroso y sus aceras serpenteaban ligeramente. Vislumbró a Ferguson a unos cuarenta metros de distancia, o mejor dicho, vio una silueta de mayor densidad que el resto de las sombras. Salió corriendo tras ella.

Su mente iba a la misma velocidad que su cuerpo.

No tenía ni idea de qué decirle o hacerle cuando le diese alcance; únicamente lo impulsaba la necesidad de alcanzarlo. Las imágenes colapsaban sus sentidos: el mundo en que se había adentrado parecía confundirse de forma peligrosa con sus recuerdos. La voz medio aletargada de un indigente tendido ante un portal le recordó a la de Tanny Brown. El perro que comenzó a ladrar, tensando la cadena que lo amarraba, le recordó la búsqueda del cuerpo de Joanie Shriver. Los asquerosos cubos de basura que reflejaban la tenue luz de las farolas le evocaron la sensación nauseabunda y repelente que sintió entre sus manos al sacar de la letrina aquella prueba inútil. Este último recuerdo le sirvió de acicate para retomar la persecución.

Miró al frente y vio que Ferguson había llegado al final de la calleja. Pareció detenerse y volver la cabeza. Por una fracción de segundo sus miradas se cruzaron a través de la noche.

Wilcox no pudo contenerse:

– ¡Alto! ¡Policía! -gritó.

Ferguson no vaciló: echó a correr y huyó.

Wilcox hundió de nuevo la barbilla y reanudó la marcha. Todas las órdenes de vigilar y seguirle la pista a Ferguson se resumían en aquella obstinada persecución. Wilcox cogió aire y sintió los pies más ligeros sobre el pavimento mojado y en aquel momento rompió a correr al máximo.

El cambio de ritmo lo acercó un poco más a Ferguson, pero éste imprimió mayor velocidad a su carrera. Parecían igualados, sus pisadas resonaban al unísono contra el pavimento, y la distancia entre ellos se mantenía invariable.

El entorno se volvió borroso y difuso para Wilcox. Los efectos de la carrera empezaban a pasarle factura. Cada vez le llegaba menos aire y el corazón le latía desbocado.

Habían recorrido otra manzana. Vio que Ferguson doblaba en la siguiente esquina, aparentemente intacto pese al esfuerzo. Wilcox lo siguió, pero resbaló al girar demasiado deprisa y sus piernas flaquearon. Sintió un súbito mareo, un repentino vértigo, y perdió el equilibrio. La acera se le acercó muy deprisa, como una ola de mar, propinándole un duro golpe. Un estallido de aire salió de sus pulmones y una sacudida de dolor teñida de rojo se extendió ante sus ojos. Notó arenilla en la boca. Se arrastró aturdido hasta una farola para apoyarse y descansar un instante. Su instinto luchó contra el miedo y el dolor y se dispuso a seguir adelante; se levantó y luchó por recuperar el equilibrio. Le asaltó de pronto el recuerdo de un campeonato de lucha libre de secundaria en el que había salido volando por los aires y, al caer sobre el cuadrilátero, su mente ya sabía qué movimiento hacer para esquivar a su rival cuando éste tratara de rodearlo con los brazos. Parpadeó y se encontró corriendo de nuevo, tratando de entender dónde estaba y qué estaba haciendo, pero la caída le había bloqueado el entendimiento y tan sólo lo impulsaban una ira desenfrenada y un deseo impaciente.

De repente vio a Ferguson cruzar la calle en dirección a un oscuro descampado. Los faros de un coche que se acercaba lo alumbraron un instante. Se oyó un brusco frenazo y un claxon estridente.

Wilcox pensó que se trataba de la detective Shaeffer y se animó:

– ¡Eso es! ¡Ciérrale el paso a ese cabrón!

Pero no era ella. Un súbito arranque de rabia se apoderó de éclass="underline" ¿dónde coño se había metido? Pasó por delante del coche, cuyo conductor lanzaba improperios contra las dos figuras espectrales que se habían desvanecido tan rápido como se habían cruzado en su camino.

Pasó por encima de escombros y cascotes, que le entorpecían el avance como las trepadoras en los pantanos. Vislumbró a Ferguson más adelante, abriéndose camino con idéntica dificultad a través de los desechos de aquel barrio marginal. Lo vio trepar a un montón de cajas y un frigorífico viejo; una farola lejana dibujaba su silueta. Sus miradas se cruzaron por segunda vez y Wilcox volvió a gritar impulsivamente:

– ¡Alto! ¡Policía! ¡Quieto ahí!

Le pareció percibir una expresión de reconocimiento e incredulidad en Ferguson, que al punto desapareció de la escasa luz. Wilcox farfulló una sarta de improperios y siguió andando.

Saltó sobre unos ladrillos, pero rozó los de arriba y notó cómo el montón se desmoronaba bajo su peso. Cayó de cabeza con las manos extendidas para amortiguar el golpe. Logró evitar romperse el cuello, pero su mano derecha aterrizó sobre un trozo de metal oxidado que le hizo un corte en la mano, tres dedos se le doblaron brutalmente y la muñeca estuvo a punto de dislocársele. Soltó un alarido de dolor mientras luchaba por incorporarse y se sujetaba la mano herida con la otra. Notó el corte y la sangre pegajosa. De pronto los dedos y la muñeca le quemaron; rotos, pensó, y se maldijo: «Idiota y más que idiota.» Apretó el puño con fuerza, lo pegó al pecho y continuó, trepando por otra montaña de escombros.

Se detuvo para recuperar la respiración, ignorando el dolor de la; mano y la muñeca, cuidando de mantener el equilibrio sobre aquel nuevo montón de basura, y desde allí vio que Ferguson saltaba una alambrada metálica al final del descampado. Luego observó que corría hacia un callejón, que vacilaba un instante y a continuación se detenía delante de un edificio abandonado.

«Vale -se dijo-. Tú también estás cansado, ¿eh, cabrón? Recupera la respiración ahí dentro. Pero no escaparás.»

Sin hacer caso del punzante dolor de su mano herida, atravesó los últimos metros del solar y trepó por la alambrada. Llegó medio corriendo al edificio abandonado y miró la puerta fijamente, jadeando casi sin aliento.

«Vale», se dijo otra vez. Se llevó la mano al bolsillo y cogió el pañuelo para vendarse la herida lo mejor que pudo. Resultaba difícil ver en la oscuridad, pero supuso que tendrían que darle puntos para cerrar el corte. Meneó la cabeza. Probablemente también la inyección del tétano. Con el pañuelo empapándose de la sangre que manaba de la herida, intentó flexionar los dedos y la muñeca, lo que le provocó una punzada que le subió por el brazo. Se tocó la piel con cuidado, intentando detectar algún hueso roto. Se le estaba hinchando muy rápido y por un momento se preguntó si su seguro cubriría todo aquello. «En acto de servicio», pensó. Tenía que cubrirlo, claro que sí. Apretó los dientes y rogó que el médico simplemente le pusiera una escayola y no tuviera que someterlo a ninguna operación.

Miró a ambos lados de la calle. Escombros mojados por la lluvia inundaban aquel estrecho espacio. Paseó la vista intentando ver si había movimiento en algún edificio, pero no vio nada. Parecía una zona de apartamentos abandonados, tal vez almacenes, no resultaba fácil saberlo; la luz, escasa y difusa, provenía de treinta metros más allá.