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Se detuvo y se apoyó contra una farola para tratar de calmarse.

Habría recibido con los brazos abiertos a un coche patrulla de Newark, pero no apareció ninguno. Las calles continuaban desiertas. «Pero ¿qué está pasando aquí? -pensó-. No es tarde, aún no es de noche. ¿Dónde se ha metido todo el mundo?» La llovizna la iba empapando cada vez más. Cuando al fin vislumbró a una mujer que hacía la calle en una esquina, casi se sintió agradecida de ver a otro ser humano. La prostituta estaba encogida contra una fachada, tratando de protegerse de la inclemencia y con escasas esperanzas de conseguir otro cliente en aquella noche húmeda y fría. Shaeffer se acercó con cautela, enseñándole la placa desde unos tres metros de distancia.

– Señorita. Policía. Quiero preguntarle algo.

La mujer la miró y comenzó a alejarse.

– Eh, sólo quiero hacerle una pregunta.

La mujer siguió andando, a paso cada vez más ligero. Shaeffer fue tras ella.

– ¡Maldita sea, deténgase! ¡Policía!

La mujer paró y se volvió con una mirada de absoluta desconfianza.

– ¿Me está hablando a mí? ¿Qué quiere? Yo no he hecho nada.

– Sólo una pregunta. ¿Ha visto pasar a dos hombres corriendo por aquí hace unos quince o veinte o quizá treinta minutos? Uno es blanco, un policía. El otro negro, con una gabardina oscura. El poli perseguía al otro. ¿Los ha visto pasar por aquí?

– No. No he visto nada. ¿Ya está?

La mujer retrocedió, tratando de ganar distancias.

– No me ha escuchado -le dijo Shaeffer-. Dos hombres corriendo. Uno blanco y otro negro. El blanco perseguía al negro.

– No he visto nada, ya se lo he dicho.

Andrea sintió una oleada de rabia a punto de desbordarla.

– Oiga, señorita, ya basta de jueguecitos. Conmigo se puede meter en un buen lío. Ahora dígame si los ha visto. Dígame la verdad o la detengo ahora mismo.

– No he visto a ningún hombre corriendo. No he visto a ningún hombre en toda la noche.

– Tuvo que verlos -insistió Andrea-. Han tenido que pasar por aquí.

– Por aquí no ha pasado nadie. Ahora déjeme en paz. -La mujer se volvió, negando con la cabeza.

Shaeffer se dispuso a seguirla, pero la detuvo una voz a su espalda.

– ¿Por qué va por ahí molestando a la gente, señorita?

Andrea se volvió nerviosa. La pregunta la había hecho un hombretón que llevaba un largo abrigo negro y una gorra de béisbol de los Yankees. Las gotas de lluvia se le habían acumulado en el borde de la visera. Se encontraba a unos tres metros de distancia, y avanzaba hacia ella. Todo en él resultaba amenazador.

– Policía -dijo ella-. Manténgase alejado.

– Me da igual quién sea usted. Ha venido aquí a molestar a mi chica. ¿Por qué?

Shaeffer sacó la pistola y apuntó al hombre.

– No se mueva -dijo fríamente.

El hombre se detuvo.

– ¿Va a dispararme? No lo creo. -Abrió ligeramente las manos y esbozó una sonrisa socarrona-. Creo que está en el lugar equivocado, señorita policía. Creo que no tiene refuerzos, que está sola y se ha metido en un buen lío.

El hombre dio un paso adelante.

Shaeffer amartilló el arma.

– Estoy buscando a mi compañero -masculló-. Él iba persiguiendo a un sospechoso. Se lo preguntaré una sola vez: ¿ha visto a un policía blanco siguiendo a un hombre negro por aquí, hace unos treinta minutos? Conteste y no le volaré los huevos.

Bajó el ángulo del arma hasta apuntar a la entrepierna.

El gigantón titubeó.

– No -dijo tras una pausa-. Por aquí no ha pasado nadie.

– ¿Está seguro?

– Sí, estoy seguro.

– Está bien -respondió Shaeffer, y comenzó a moverse hacia el hombre-. Ahora me iré. ¿Lo ve? Ha sido muy sencillo.

Pasó junto a él, regresando por donde había venido. Él se dio la vuelta lentamente, observándola.

– Váyase de aquí, señorita policía. Antes de que le ocurra algo malo.

Aquello era una amenaza y a la vez una promesa. A medida que se alejaba, Shaeffer lo oyó mascullar improperios, alargando la pronunciación para que ella lo oyera. Ella seguía con el arma en la mano y se encaminó hacia donde había dejado el coche, sin saber ya qué hacer y asustada hasta la médula.

La mano le temblaba ligeramente cuando encendió el contacto. Con el coche en marcha y las puertas bloqueadas, se sintió segura por un momento.

– Ese capullo estúpido -se desahogó-. ¿Dónde coño se ha metido?

La voz se le quebraba y eso le dio rabia. Sacudió la cabeza y luego miró por la ventanilla, permitiéndose fantasear con que Bruce Wilcox surgiría en cualquier momento de alguna de aquellas sombras, sin aliento, sudando, mojado y hecho una calamidad. Recorrió la calle arriba y abajo con la mirada, pero no lo vio.

– ¡Mierda! -exclamó.

Se resistía a encender el coche y marcharse, pensando que, probablemente un minuto después de arrancar él aparecería y luego ella tendría que disculparse por haberlo abandonado.

– Pero no lo he hecho, joder -se argumentó a sí misma-. Él me dejó a mí.

No sabía qué hacer. La noche se había abatido definitivamente sobre aquel barrio marginal, y la llovizna ya era lluvia en toda regla, un manto gris que cubría la calle. Aunque el coche le proporcionaba calor y seguridad, no hacía más que aumentar su sensación de soledad. Ponerlo en marcha le supuso un esfuerzo atroz; conducir una sola manzana, agotador.

Avanzó lentamente, escudriñando en detalle la zona, hasta que llegó al apartamento de Ferguson. Se detuvo y alzó la vista hacia el edificio, pero no vio luces. Aparcó sobre el bordillo y esperó cinco minutos. Luego otros cinco. Luego volvió al lugar donde había visto a Wilcox por última vez. Después recorrió las calles adyacentes arriba y abajo. «Seguro que ha cogido un taxi -intentaba convencerse-. O habrá parado un coche patrulla. Estará esperando en el motel con Cowart y Brown; o en la comisaría del distrito tomándole declaración a Ferguson, preguntándose dónde demonios estoy. Sí, seguramente. Ha conseguido hacer cantar a Ferguson y ahora está tomándole declaración, y no va a interrumpirse para preocuparse por mí. Además, él da por supuesto que sé arreglármelas sola.»

Se dirigió hasta un amplio bulevar por el que se salía de aquel lúgubre barrio. Al cabo de poco encontró la salida a la autopista y unos minutos después ya estaba de camino al motel. Se sentía como una niña inexperta. No había sabido seguir el procedimiento, la rutina; había fallado siguiendo su propio criterio y al final lo había fastidiado todo.

No dudaba que Wilcox le recriminaría a gritos que le hubiera perdido la pista y no le hubiese dado apoyo. «Imbécil de mí, si eso es lo primero que te enseñan en la academia», se reprochó con dureza.

Con la autoestima por los suelos, entró en el aparcamiento del motel, se apeó y cruzó el asfalto mojado hacia la habitación donde creía que los tres hombres estarían esperándola impacientes.

Cowart sentía que la muerte lo acechaba. Había huido del apartamento de Ferguson abatido por el miedo y la ansiedad, intentando contener sus emociones. Brown lo había presionado en un primer momento para sonsacarle detalles de la conversación con Ferguson, pero renunció al comprobar que el periodista se negaba a responder y lo dejó sumirse en un mutismo absoluto. En su fuero interno, el teniente tenía claro que algo había ocurrido, que Cowart estaba muerto de miedo, y pensó que habría disfrutado con malicia viéndolo tan desazonado si el motivo hubiera sido otro.