Cowart se recostó y sopesó la amenaza de Ferguson. Era muy seria.
«Hazlo -se dijo entonces-. Reúnelo todo, todas las mentiras, las pruebas obtenidas ilegalmente, todo, y elabora un artículo y publícalo. No esperes más, hazlo antes de que Ferguson tenga la oportunidad de actuar. Atácalo con palabras y luego corre, llévate a tu hija y escóndela. Es tu única arma. Eso sí, tus colegas de trabajo te arrancarán la piel a tiras por ese artículo. Acabarás pisoteado, denostado y con la cabeza ensartada en una estaca. Y después todo será muy duro porque tu mujer te odiará y su marido te odiará y tu hija no lo entenderá, aunque, con un poco de suerte, ella no te odiará.»
Pero era la única manera.
Se incorporó de nuevo en la cama y pensó: «Vas a conseguir que todo el mundo os señale con el dedo, a ti y a él. Y después, tal vez cada cual recibirá su merecido. Hasta Ferguson.
«Titulares de dos y medio, fotos a todo color. Asegúrate de que sale en los teletipos, y en los semanales. Acude a programas de entrevistas. Difunde a los cuatro vientos la verdad sobre Ferguson hasta que el escándalo resuene más alto que todos sus desmentidos. Entonces nadie ignorará el asunto. Lo acuciarán allá donde vaya con libretas, flashes y focos. Descríbelo con todo lujo de detalles para que, se esconda donde se esconda, levante sospechas. No permitas que pase inadvertido y pueda continuar haciendo lo que le plazca. Sí, eso, arrebátale su invisibilidad: eso lo matará.»
«"¿Es usted un asesino, Cowart?" Puedo serlo.»
Alargó la mano hacia el teléfono para llamar a Will Martín, cuando de repente alguien dio un golpazo en la puerta. Pensó que sería el teniente Brown.
Se levantó con la cabeza desbordada con la idea del artículo que pensaba escribir, abrió la puerta y se encontró con Andrea Shaeffer.
– ¿Está aquí? -preguntó la detective.
Tenía el pelo mojado y alborotado. La lluvia había trazado rayas oscuras en su abrigo de cuero. Miró con ansiedad más allá de Cowart, escrutando la habitación. Antes de que él pudiera abrir la boca, ella habló de nuevo.
– ¿Está aquí Wilcox o no? Nos hemos separado.
Él negó con la cabeza, pero ella lo apartó para echar un buen vistazo a la habitación. Luego se volvió y dijo:
– Pensé que estaría aquí. ¿Y el teniente Brown?
– Regresará en un momento. ¿Ha pasado algo?
– ¡No, nada! -espetó. Luego, bajando la voz-: Sólo nos perdimos de vista el uno al otro. Intentábamos seguir a Ferguson. Wilcox iba a pie y yo en el coche. Pensaba que a estas alturas ya habría llamado.
– No, no ha llamado nadie. ¿Lo ha dejado allí?
– ¡Él me dejó a mí! ¿Cuándo va a llegar el teniente Brown?
– Ahora mismo, supongo.
Ella entró por fin en la habitación y se quitó el abrigo mojado. Por un momento tiritó.
– Estoy congelada -dijo-. Necesito un café. Y cambiarme.
Cowart fue al cuarto de baño, cogió una toalla y se la lanzó.
– Tenga. Séquese.
Shaeffer se frotó la cabeza con la toalla, luego los ojos. Cowart vio que retenía la toalla sobre la cara mientras se secaba, escondiéndose detrás del algodón blanco y mullido. Cuando apartó la toalla estaba jadeando.
Cowart iba a seguir haciéndole preguntas cuando volvieron a llamar a la puerta.
– Seguro que es Wilcox -dijo ella.
Era el teniente. Traía un par de bolsas de papel marrón que entregó a Cowart nada más entrar.
– Sólo tenían hamburguesas -dijo, y miró a la detective, que se había quedado en medio de la habitación rígida como una escoba-. ¿Dónde está Bruce?
– Nos vimos obligados a separarnos.
Brown enarcó las cejas con expresión de sorpresa y sintió que una punzada de miedo le cruzaba el estómago. Se recompuso para centrarse en el problema y avanzó despacio hacia el centro de la habitación, como si ralentizando sus pasos pudiera frenar el mal presentimiento que lo embargó.
– ¿Se separaron? ¿Dónde? ¿Cómo?
Shaeffer levantó la mirada, nerviosa.
– Wilcox vio a Ferguson salir de su apartamento y comenzó a seguirlo a pie. Yo intenté adelantarme a ellos con el coche. Iban muy deprisa y seguí la calle equivocada. El caso es que nos separamos. Lo busqué en un radio de cinco o seis manzanas y luego volví al apartamento de Ferguson. No aparecía por ningún sitio. Supuse que Wilcox habría vuelto aquí o habría parado a algún coche patrulla. O a un taxi.
– A ver si me aclaro. Wilcox siguió a Ferguson…
– Iban muy deprisa.
– ¿Ferguson lo había visto?
– Creo que no.
– Pero ¿por qué iba Wilcox…?
– No lo sé -respondió Shaeffer entre desesperada y enfadada-. Vio a Ferguson y se apeó del coche hecho un energúmeno. Era como si ansiara enfrentarse a él. No sé qué pensaba hacer después.
– ¿Y usted oyó o vio algo?
– No. Ocurrió de un momento para el otro. Iban delante de mí, unos cincuenta metros, y de repente desaparecieron sin dejar rastro.
– ¿Qué hizo usted?
– Bajé del coche, recorrí las calles, pregunté a los transeúntes…
– Ya. Y, ¿qué cree usted que pasó?
Shaeffer miró al corpulento detective y se encogió de hombros.
– No lo sé. Creí que habría vuelto aquí. O que al menos habría llamado.
Brown volvió la mirada hacia Cowart.
– ¿Algún mensaje en el teléfono?
– No.
– ¿Ha probado a llamar a la comisaría de ese puto distrito?
– No -contestó Shaeffer-. Acabo de llegar.
– Está bien -dijo Brown-. Hagamos eso, al menos. Utilice el teléfono de su habitación por si entretanto él intentara llamar aquí.
– Necesito cambiarme. Deme sólo…
– Haga esas llamadas ahora -le ordenó Brown fríamente.
Ella asintió con la cabeza. Sacó la llave de su habitación de un bolsillo, hizo un gesto e iba a decirle algo al teniente, pero se lo pensó mejor y se fue.
Los dos hombres la observaron marchar.
– ¿Qué piensa? -preguntó Cowart.
Brown se volvió y le espetó:
– No pienso nada. Y usted tampoco piense nada.
Cowart fue a responder, pero se limitó a hacer un gesto con la cabeza. Ambos se sentaron a comer las hamburguesas ya frías, esperando en tenso silencio a que sonara el teléfono.
Había pasado casi media hora cuando Shaeffer regresó.
– He hablado con las comisarías doce, diecisiete y veinte -explicó-. Ni rastro de Wilcox. Al menos, él no los ha llamado. Me han dicho que tampoco han recibido ninguna llamada anormal. Uno tenía a una patrulla implicada en un tiroteo, pero era un asunto de bandas. Todos me han dicho que con este tiempo el ambiente está bastante tranquilo. También he llamado a un par de centros de urgencias, sólo por si acaso. Y a la central de bomberos y rescate. Nada.
Brown arrugó la frente.
– Esto es una pérdida de tiempo -dijo de pronto-. Venga, vamos a buscarlo. Ahora mismo.
Cowart consultó su libreta de notas.
– Mire, Ferguson tiene una clase a última hora. Técnicas forenses. De ocho a diez y media. Tal vez Wilcox lo siguió hasta el campus.
Brown asintió y luego meneó la cabeza.
– Es posible. Pero no podemos esperar.
– ¿Qué conseguiremos si salimos corriendo ahora? A lo mejor él viene hacia aquí.
– Y a lo mejor no.
– Bueno, es su compañero. ¿Qué cree usted que hará?
Shaeffer resopló. «Tiene que ser eso -pensó-. Seguro que siguió a ese capullo en algún autobús y luego en el tren y no ha tenido posibilidad de llamar. Y ahora lo está siguiendo de vuelta a casa y no volverá hasta la medianoche.» Sintió una pequeña ráfaga de alivio, cálida y reconfortante, que la alejó de la gélida desesperación que la embargaba desde que perdiera de vista a Wilcox. De pronto fue consciente de las luces de la habitación, de los muebles y los adornos de plástico, de la cotidiana familiaridad del entorno. Se sintió como de regreso a la superficie desde las profundidades de un pozo oscuro y profundo.