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La áspera voz del teniente deshizo su ensoñación.

– Iremos ahora mismo. -Señaló a Shaeffer-. Quiero que usted me enseñe dónde sucedió todo. Vamos.

Cowart cogió su abrigo, y los tres volvieron a adentrarse en la noche.

Mientras Shaeffer conducía, el teniente iba encogido en el asiento del pasajero, angustiado. Wilcox habría llamado, Brown lo sabía. Wilcox era impetuoso, a veces hasta un punto temerario, y se dejaba llevar por los impulsos y una arrogante confianza en sí mismo, pero habría llamado. Esas eran las cualidades de su compañero que más le gustaban a Brown, pues en su propia vida todo había sido siempre demasiado calculado, demasiado definido. Cada momento de su existencia lo había dedicado a una responsabilidad cuidadosamente meditada: cuando era niño, sentado a la mesa los domingos después de misa, había escuchado a su padre decir: «¡Nos rebelaremos!», y había interpretado esas palabras como una orden; se había encargado de llevar el balón para el equipo de fútbol; había ayudado a los heridos en la guerra; se había convertido en el negro de mayor rango de la policía de Escambia. No había espontaneidad en su vida. Y sabía que la elección de sus compañeros la había hecho pensando en eso; con Bruce Wilcox, que interpretaba el mundo en términos del bien y el mal, los buenos y los malos, y que nunca reflexionaba mucho sus decisiones, el equilibrio era perfecto. «Casi siento envidia de ese capullo», pensó.

Los recuerdos lo hicieron sentir peor.

Él sabía que había ocurrido algo, se lo decía su instinto, y sin embargo era incapaz de reaccionar ante aquel desastre. Si revisaba el historial de su colega, encontraría decenas de ocasiones en que su impulsividad le había hecho pasarse de la raya, pero siempre volvía al redil arrepentido y cabizbajo, ruborizado y dispuesto a aceptar la reprimenda del teniente Brown. El problema era que todos aquellos incidentes siempre habían ocurrido en su condado natal, donde los dos habían crecido y se sentían a salvo, seguros, y no digamos poderosos.

Tanny Brown iba mirando fijamente por la ventanilla hacia la impenetrable noche. «Jamás debimos venir a este lugar infernal», pensó.

Se volvió hacia Cowart.

«Debería haber dejado que este gilipollas se hundiera solo», se dijo mirándolo fijamente.

Cowart también iba contemplando la noche. Las calles brillaban todavía a causa de la lluvia, reflejando las luces de las farolas y los letreros de neón de los bares. La neblina se elevaba por encima del asfalto, mezclándose con las columnas de vapor que a veces vomitaba el suelo, como si en las profundidades alguna deidad hubiera montado en cólera.

Mientras Shaeffer conducía, los ojos de Brown rastreaban la zona, examinando, buscando. Cowart los observaba desde el asiento trasero.

No sabía en qué momento se había dado cuenta de que aquella búsqueda sería inútil. Tal vez fue al salir de la autopista y comenzar a callejear por aquel siniestro barrio, pero se cuidó mucho de expresar su presentimiento. Con cada segundo que pasaba, el teniente parecía precipitarse a una especie de abismo. También la extraña manera de conducir de Shaeffer revelaba su desconcierto ante la desaparición de Wilcox. De los tres, pensó, él era el menos afectado. No le gustaba Wilcox, no confiaba en él, pero aun así se estremecía al pensar que tal vez la oscuridad lo había engullido.

Shaeffer detectó un movimiento con el rabillo del ojo y se desvió bruscamente hacia el bordillo.

– ¿Qué es eso? -preguntó.

Eran dos hombres harapientos, dos vagabundos que se peleaban por una botella. Uno de ellos le asestó al otro una brutal patada que lo dejó tendido en la acera. Continuó dándole patadas, balanceando su pierna como un péndulo, hincándola en el costado y las costillas del caído. Finalmente paró, se agachó y cogió la botella en disputa. Comenzó a alejarse, pero de pronto volvió sobre sus pasos y asestó una patada en la cabeza al apaleado. Un instante después se deslizó entre las sombras y desapareció.

Brown pensó: «He visto pobreza, prejuicios, odio, maldad y desesperación. -Paseó la mirada por la calle-. Pero nunca esto.» Aquel barrio se asemejaba a las ruinas bombardeadas de alguna ciudad devastada tras una terrible guerra. Deseó poder regresar cuanto antes al condado de Escambia. «Puede que allí las cosas sean crueles y perversas, pero ya las conozco.»

– Dios mío -exclamó Cowart, interrumpiendo los pensamientos del teniente-. Ese hombre puede estar agonizando.

Pero en ese momento el apaleado comenzó a moverse, se levantó y se alejó cojeando de sombra en sombra en otra dirección.

Shaeffer, con la sensación de que preferiría estar en cualquier otro lugar del mundo, volvió a arrancar y los llevó a recorrer por tercera vez el lugar donde había perdido de vista a Wilcox.

– Nada -dijo al final.

– De acuerdo -dijo Brown con brusquedad-, estamos perdiendo el tiempo. Vamos al apartamento de Ferguson.

Cuando llegaron, todo el edificio estaba a oscuras, las aceras desiertas. El coche apenas se había detenido cuando Brown bajó y se dirigió corriendo hacia la entrada. Cowart apretó el paso para darle alcance. Shaeffer iba la última, pero gritó:

– ¡Segundo piso, primera puerta!

– ¿Qué pasará ahora? -preguntó Cowart.

No obtuvo respuesta.

El portal estaba abierto y Brown se precipitó escaleras arriba. Sus zancadas retumbaban en los peldaños como el ruido de una ametralladora. Se detuvo ante la puerta de Ferguson y desenfundó su arma. Apartándose a un lado, aporreó media docena de veces la puerta revestida de acero.

– ¡Policía! ¡Abran!

Volvió a la carga, haciendo vibrar la pared con sus golpes.

– ¡Ferguson! ¡Abra la puta puerta!

Cowart notaba a Shaeffer a su lado, empuñando su arma con las dos manos y apuntando a la puerta, con la respiración acelerada. Él se apoyó contra la pared, aunque su solidez no hizo que se sintiera más seguro.

Brown aporreó la puerta de nuevo. Los golpes retumbaron en todo el pasillo.

– ¡Maldita sea, policía! ¡Abra la puerta!

Nada.

Miró a Shaeffer.

– ¿Está segura de que…?

– Ésta es la puerta -dijo ella.

– ¿Dónde coño…?

Los tres oyeron un ruido a su espalda. Cowart notó que las entrañas se le encogían del miedo. Shaeffer se dio la vuelta, apuntando hacia el ruido y gritando:

– ¡No se mueva! ¡Policía!

Brown comenzó a avanzar.

– Yo no he hecho nada -dijo una voz.

Cowart vio a una corpulenta mujer negra en el rellano de la escalera; vestía una bata azul deshilachada y unas zapatillas rosa de andar por casa. Se apoyaba sobre un andador de aluminio, inclinando la cabeza adelante y atrás. Llevaba un gorro de ducha opaco y rulos de colores chillones en el pelo. Su aspecto grotesco aflojó la tensión. Cowart tuvo la sensación de que ellos tres, pistola en mano y con cara de póquer, eran quienes en verdad hacían el ridículo.

– ¿Por qué arman tanto ruido? Han provocado aquí un jaleo de mil demonios, con todos esos golpes y gritos, menudos gamberros. Esta no es una casa de drogas llena de yonquis. La gente que vive aquí trabaja. Trabajan y tienen que dormir por la noche. Usted, ¿qué hace aporreando la puerta a mazazos?

Brown apretó los labios y enarcó las cejas.

– ¿Señora Washington? -terció Shaeffer-. ¿Se acuerda de mí, del otro día? Soy la detective Shaeffer. De Florida. Estamos buscando a Ferguson otra vez. Éstos son el teniente Brown y el señor Cowart. ¿Ha visto a Ferguson?

– Salió hace un rato.

– Lo sé, poco después de las seis, yo lo vi salir.