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– No. Después regresó. Se volvió a marchar sobre las diez. Lo vi desde la ventana.

– ¿Adónde iba? -preguntó Brown.

La mujer frunció el entrecejo.

– ¿Cómo voy a saberlo? Llevaba un par de maletas. Se fue sin más. Tal como le digo. No se paró a decir ni hola ni adiós. Cogió la puerta y se largó. Quizá vuelva, no lo sé. Yo no le pregunté nada. Sólo oí ajetreo aquí arriba. Luego lo vi irse sin mirar atrás. -La mujer retrocedió-. Ahora a ver si dejan dormir a la gente en paz.

– Un momento -dijo Brown-. Queremos entrar. -Señaló el apartamento.

– No puedo hacer eso -repuso la mujer.

– Queremos entrar -repitió Brown.

– ¿Tiene una orden? -preguntó ella con astucia.

– No necesito una maldita orden -respondió él. Miró a la mujer con los ojos encendidos.

Ella vaciló.

– No quiero meterme en líos -dijo.

– Como no traiga la llave y abra esa puerta, va a saber lo que es meterse en un buen lío -respondió Brown.

La mujer titubeó otra vez, pero se volvió y asintió.

Su marido, que hasta entonces no se había dejado ver, apareció con unas llaves tintineantes. Llevaba la camisa de un viejo pijama y unos viejos pantalones caqui. Sus piernas fibrosas subieron rápidamente las escaleras.

– No debería hacer esto -dijo mirando a Brown, pero se abrió paso entre ellos hasta la puerta-. No debería hacer esto -repitió. Comenzó a probar llaves. Lo intentó con tres antes de que la puerta se abriera-. Debería enseñarme una orden -dijo entonces.

Brown lo apartó con el brazo, ignorando sus palabras. Encendió la luz y entró cubriéndose con la pistola. Comprobó el cuarto de baño y el dormitorio para cerciorarse de que no había nadie.

– Vacío -dijo.

Su constatación agudizó la sensación que lo desgarraba. Vacío y frío como una tumba. Recorrió con la mirada el apartamento, sabiendo perfectamente qué sucedía pero negándose a admitir que Ferguson volvía a las andadas. Fue hasta la mesa donde alguna vez se había sentado Ferguson. «El estudiante modelo», pensó. Diversos papeles habían quedado esparcidos por el suelo. Los empujó con el pie y al levantar la vista vio a Cowart examinando la habitación.

– Se ha ido -dijo éste con tono de asombro.

El periodista esperaba que Ferguson estuviera allí, burlándose de todos ellos, pensando que estaba a salvo para siempre. «Ahora ya no hay tiempo», se dijo. Sintió que el artículo que proyectaba escribir se le escurría entre los dedos. «No hay tiempo. Ferguson está ahí fuera y nada lo detendrá.» Por su mente comenzaron a pasar escenas atroces. No sabía cuáles eran las intenciones de Ferguson, ni si su hija corría algún peligro. O alguna otra niña. Nadie estaba a salvo. Miró al teniente y se dio cuenta de que estaba pensando exactamente lo mismo.

La noche se encaminaba hacia el alba, pero no prometía dar tregua a la oscuridad que los envolvía.

25

TIEMPO PERDIDO

Perdieron horas con el cansancio y la burocracia.

Brown se sentía atrapado entre los trámites y el miedo. Tras comprobar que el apartamento de Ferguson estaba vacío, se había visto forzado a informar a la policía local de la desaparición de Wilcox, pero sentía que cada segundo que pasaba lo distanciaba de su presa. Shaeffer y él habían pasado el resto de la noche con dos agentes de la policía de Newark, ninguno de los cuales acababa de entender por qué dos detectives de diferentes partes de Florida querían interrogar a un hombre que entonces no era sospechoso de ningún delito. La pareja de agentes escuchó el relato de Shaeffer sobre lo sucedido y ambos se mostraron sorprendidos ante la forma en que Wilcox se había adentrado en la oscuridad tras Ferguson. Con su reacción, dieron a entender que, en su opinión, fuera lo que fuese lo que le había ocurrido a Wilcox, se lo merecía; no les parecía lógico que un policía, fuera de su jurisdicción, lejos de todo territorio conocido e impulsado por la rabia, se lanzara en persecución de un hombre por un barrio que, según ellos, no pertenecía ni siquiera a Estados Unidos, sino a alguna nación extranjera con sus propias normas, leyes y códigos de conducta. A Brown le indignó aquella actitud y los tachó de racistas, a pesar de que la lógica les diera la razón. Shaeffer se quedó estupefacta ante semejante crudeza y se prometió que, por terribles que pudieran ponerse las cosas para ella como mujer policía, jamás iba a justificarse utilizando los argumentos que acababa de escuchar.

Luego dedicaron tiempo a enseñarles el lugar donde se había visto por última vez a Wilcox y mostrándoles la ruta que habían seguido en su búsqueda. Habían pasado por el apartamento de Ferguson, pero seguía sin haber rastro de él. Los agentes locales, sin embargo, creían que no había abandonado la ciudad.

Poco antes de amanecer, le dijeron a Brown que emitirían una orden de búsqueda y destinarían una patrulla a recorrer las calles preguntando por Wilcox. Pero insistieron en que Brown debía telefonear a su propia comisaría, como si pensaran que Wilcox acabaría apareciendo en el condado de Escambia.

Cowart pasó la noche en su habitación del motel esperando a los dos detectives. No sabía cuánta importancia concederle a la amenaza de Ferguson, pero sentía que su situación empeoraba minuto a minuto y que su única arma, aquel artículo, se tornaba una posibilidad cada vez más lejana. Ningún artículo causaría un gran impacto si no lograba localizar a Ferguson. Éste tenía que quedar atrapado por el artículo, tenía que verse inmediatamente rodeado de preguntas, enredado en la maraña de sus propios desmentidos. Era la única forma que Cowart tenía de conseguir un poco de tiempo para protegerse. Si Ferguson podía campar a sus anchas la amenaza sería constante, invisible. Pero antes de publicar una sola palabra en el periódico, Cowart tenía que volver a encontrar a Ferguson.

Miró su reloj de pulsera y, al observar cómo el segundero recorría cada minuto, se acordó del reloj del corredor de la muerte.

No podía postergarlo más. Ignorando el terrible sobresalto que supone recibir una llamada en mitad de la noche, cogió el teléfono y marcó el número de su ex mujer.

Sonó dos veces antes de oír al nuevo marido de su mujer responder con un gruñido.

– ¿Tom? Soy Matt. Siento molestaros, pero tengo un problema y…

– ¿Matt? Dios mío. ¿Sabes qué hora es? Tengo que ir al juzgado por la mañana. ¿Qué demonios pasa?

Luego oyó la voz de su mujer, a tientas en la oscuridad. No pudo oír lo que decía pero oyó la explicación de su nuevo marido.

– Es tu ex. Una emergencia, supongo.

Hubo una pausa, luego oyó las dos voces al teléfono.

– Bien, ¿Matty? ¿Qué demonios pasa?

El abogado empleaba ya un tono irritado, y antes de que Cowart pudiera explicarse añadió:

– Maldita sea, ahora se ha despertado el bebé. Joder.

Cowart lamentó no haber preparado el discurso.

– Creo que Becky corre peligro -dijo.

En el auricular hubo un silencio, y luego dijo su ex mujer:

– ¿Peligro de qué? Matty, ¿de qué estás hablando?

– Del hombre acerca del que escribí. El del corredor de la muerte. Ha amenazado a Becky. Sabe dónde vivís.

Hubo otra pausa antes de que Tom dijera:

– Pero ¿por qué? Tú escribiste que él no mató a nadie…

– Puede que me equivocara.

– Pero ¿por qué Becky?

– No quiere que yo vuelva a escribir un artículo.

– A ver, Matt, ¿qué es lo que dijo ese hombre exactamente? Intentemos aclararnos. ¿Qué clase de amenaza?

– No lo sé. Mira, no es eso, no sé, es todo… -Se dio cuenta de que estaba diciendo cosas sin sentido.

– Matt, joder. Llamas en plena noche y…

El abogado fue interrumpido por su mujer.

– Matty, ¿va en serio? ¿Es verdad?

– Sandy, ojalá pudiera decirte qué es verdad y qué no lo es. Lo único que sé es que ese hombre es peligroso y que ha desaparecido. He creído que tenía que avisaros.