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Ella no tuvo elección.

– Los padres de Sullivan -dijo-. Ferguson tenía razón. No fue él.

– ¿Cómo?

Entonces la detective les explicó todo lo que le había contado Michael Weiss: la Biblia, el guardia, el hermano.

Cowart se mostró sorprendido y sacudió la cabeza.

– Rogers -dijo-. ¿Quién lo iba a decir? -Pero no era ningún disparate. Rogers estaba al tanto de todo cuanto sucedía en Starke. Para él habría sido pan comido, pero aun así…-. Hay algo que no entiendo -continuó-. Si realmente fue Rogers, ¿por qué Sullivan se obstinó en contarme que Ferguson estaba implicado en el asesinato, si luego iba a escribir el nombre de Rogers en la Biblia?

Brown se encogió de hombros.

– Era la mejor manera de garantizar que alguien salía impune de un asesinato. Múltiples sospechosos. A usted le cuenta una cosa y deja pruebas que apuntan en otra dirección. Sólo hay que esperar a que un abogado defensor saque partido de eso. No obstante, creo que lo hizo porque era un hombre enfermo. Enfermo y lleno de maldad. Fue la manera que encontró de arrastrar a todo el mundo consigo hacia el infierno que le aguardaba: a usted, a Ferguson, a Rogers… y a tres policías a los que ni siquiera conoce.

Hubo un breve silencio.

– Así que puede que Rogers lo hiciera y puede que no -dijo Cowart-. Ahora mismo, el viejo Sully debe de estar ahí abajo desternillándose de todos nosotros. -Hizo un gesto con la cabeza-. ¿Entonces qué significa esto?

– Significa -dijo Shaeffer- que ya podemos olvidarnos de Sullivan. Olvidarnos de sus rompecabezas. Ocupémonos de Ferguson y sus víctimas. ¿Tres, es eso?

– Realizó siete viajes al Sur. Siete, que sepamos.

– ¿Siete?

Cowart levantó los brazos en señal de rendición.

– No sabemos cuáles fueron para inspeccionar y cuáles para actuar. Lo que sí sabemos… ¡joder! Lo que sospechamos es que hay tres niñas. Una blanca y dos negras. Y Wilcox.

– Cuatro -dijo Shaeffer en voz baja.

– Cuatro -dijo Brown bruscamente. Se puso en pie como queriendo demostrar que el cansancio era algo negativo y comenzó a caminar por la habitación como un preso en una celda-. ¿No ven lo que está haciendo? -preguntó de pronto.

– ¿Qué?

El tono de Brown traslucía una urgencia que hacía vibrar su voz. Miró a la joven detective.

– ¿Qué es lo que hacemos nosotros? Tiene lugar un crimen y lo primero que hacemos es suponer que, aunque se trate de un caso poco frecuente, encajará en una categoría reconocible y definida. O sea, creemos que tendrá las mismas características que otros cien, ¿vale? Eso es lo que nos enseñan y eso es lo que esperamos. De modo que salimos a la calle en busca de los sospechosos habituales. Los mismos sospechosos que en otras cien ocasiones resultan culpables. Analizamos todo cuanto hallamos en la escena del crimen con la esperanza de que un fragmento de cabello o una gota de sangre o una muestra de fibra apunte hacia algún candidato de esa lista previa. Y lo hacemos así porque la alternativa es aterradora: que alguien sin relación alguna con ninguna prueba haya cometido el asesinato. Alguien que uno no conoce, que nadie conoce, que tal vez ya se encuentre a mil kilómetros del lugar de los hechos. Y que lo hizo por un motivo tan retorcido que nadie puede tomar en cuenta ni entender. Cuando ése es el caso, uno tiene una opción entre un millón de reunir pruebas para ir a los tribunales y tal vez ni siquiera eso. Por eso fuimos de inmediato a por Ferguson cuando mataron a Joanie Shriver. Porque teníamos un crimen y él estaba en la lista… -Miró a Shaeffer y luego a Cowart-. Pero ahora, ya ven, él lo ha descubierto. -Se golpeó la palma de la mano con el puño para enfatizar sus palabras-. Ha descubierto que la distancia lo ayuda a mantenerse a salvo, que cuando llega a algún pueblo pequeño para matar, nadie lo conoce. Nadie le prestará atención. Y nadie lo verá cuando atrape a su víctima. ¿Y a quién atrapa? Ya aprendió qué sucedía si raptaba a una niña blanca. De manera que ahora va a lugares donde la policía no tiene tantos recursos y la prensa no está tan al corriente, y atrapa a una niña negra, porque eso no atrae la atención de nadie, al menos no como Joanie Shriver. Así que se desplaza y actúa, luego regresa aquí y vuelve a la universidad, y nadie lo busca. Nadie. -Hizo una pausa antes de añadir-: Excepto nosotros tres.

– ¿Y Wilcox? -preguntó Cowart.

Brown lanzó un hondo suspiro.

– Está muerto -respondió con rotundidad.

– Eso no lo sabemos -dijo Shaeffer. La idea le resultaba inconcebible. Sabía que era cierto pero no soportaba escucharlo.

– Muerto -repitió Brown, elevando la voz-. En algún lugar de por aquí. Por eso Ferguson ha huido. Es su regla número uno: matar y ponerse a salvo. Matar anónimamente. Utilizar la distancia. Una fórmula de lo más sencilla. -Miró fijamente a la joven detective-. Está muerto desde el momento en que usted lo perdió de vista.

– No debió haberlo dejado solo -dijo Cowart.

Ella se enfureció.

– ¡Yo no lo dejé solo! ¡Él me dejó a mí! Intenté detenerlo. ¡Joder, no sé por qué tengo que aguantar esto! ¡Ni siquiera tengo por qué estar aquí!

– Sí, tiene que estar aquí -replicó Cowart-. ¿No lo entiende, detective? Ahí fuera hay un tipo muy malo. El motivo: juicios erróneos, equivocaciones, mala suerte, lo que sea. Si lo unimos todo, la conclusión es que el teniente lo dejó escapar… -dijo Cowart señalando con descaro a Brown-. Que yo lo dejé escapar… -Se tocó el pecho y luego señaló a Shaeffer-: Y ahora usted también lo ha dejado escapar. Así es. -Respiró hondo-. De hecho, sólo uno de nosotros logró atraparlo: Wilcox. Y ahora…

– Está muerto -repitió Brown, de pie en el centro de la habitación. Apretó los puños y los fue relajando poco a poco-. Y nosotros somos las únicas personas que realmente lo buscan. -Y también señaló a la joven-: Ahora usted está en deuda, como nosotros.

Ella sintió un repentino mareo, como si estuviese en la embarcación de pesca de su padrastro durante una marejada. Pero sabía que era verdad. Ellos tres habían creado el problema. Y ahora estaba en sus manos hallar una solución. «Wilcox y unas niñas -pensó-. Estos dos no tienen ni idea. No saben lo que significa que te arrojen al suelo y te ataquen, lo que significa ser consciente de que están a punto de matarte y no poder hacer nada para evitarlo.» Le pasó por la cabeza una imagen fugaz del horror que aquellas niñas experimentaron en sus últimos minutos. Eso la sobrecogió y reavivó su determinación.

– Pero antes hay que encontrarlo -dijo-. ¿Alguna sugerencia?

– Florida -respondió Cowart lentamente-. Creo que ha regresado. Es lo que conoce. Es donde creerá que está más seguro. Sólo le preocupan dos cosas: el teniente Brown y yo. No creo que a usted la relacione con todo esto. ¿La vio con Wilcox?

– No creo.

– Bueno, tal vez eso sea una ventaja.

Cowart se volvió hacia Brown. No podía borrar de su mente algo que Sullivan le había dicho: «Hace falta ser un hombre libre para ser un buen asesino, Cowart.» El periodista cayó en la cuenta de que Ferguson lo sabía, así que lo dijo.

– Pero usted y yo, bueno, es diferente. Necesita saber que se ha librado de nosotros. Entonces podrá continuar con su carnicería sin preocuparse de que nadie le siga la pista.

– ¿Y cómo se librará de nosotros?

El periodista soltó un largo suspiro.

– El otro día cuando lo vi, amenazó a mi hija. Sabe dónde vive con su madre, en Tampa.

Brown comenzó a decir algo, luego se detuvo.

– Por eso…

– Cuénteme con qué lo amenazó -pidió el detective.

– Se limitó a decir que sabía dónde vivía. No dijo qué pensaba hacer. Sólo que sabía quién era mi hija y que eso me impediría escribir un artículo sobre él. Especialmente sobre alegaciones no demostradas que lo relacionaran con otros crímenes.

– ¿Es eso cierto?

– ¿Usted qué cree? -respondió el periodista indignado.