– ¿Piensa que se dirige allí? ¿A Tampa? ¿A…?
– A arrancarme el corazón. Son palabras suyas.
– ¿Y usted lo cree?
Cowart negó con la cabeza.
– No. Yo creo que piensa que ha conseguido cerrarme la boca. Que ya no tiene que hacer nada para mantenerme callado.
El teniente le lanzó una mirada furibunda.
– Yo también tengo hijas -dijo-. ¿Las amenazó?
– No. No las mencionó en ningún momento.
– También sabe dónde viven, Cowart. Todo el mundo en Pachoula sabe dónde vivo.
– Ferguson no mencionó nada al respecto.
– ¿Sabía Ferguson que cuando usted estaba en su apartamento y él lo amenazaba, yo estaba fuera en el coche? ¿Sabía que yo estaba allí cerca?
– No lo sé.
– ¿Por qué no las mencionó, Cowart? ¿Por qué no iba a funcionar conmigo la misma amenaza?
Cowart meneó la cabeza.
– Él sabe que usted no se detendría.
Brown asintió.
– Al menos eso lo ha entendido, señor periodista. Entonces, ¿qué piensa hacer Ferguson conmigo? Si yo soy el único problema que le queda, ¿cómo piensa deshacerse de mí?
A Cowart sólo se le ocurrió una explicación.
– Probablemente quiera hacerle a usted lo mismo que le hizo a Wilcox. Tenderle una trampa y… -Hizo una pausa-. Tal vez me equivoque. Tal vez llegó a la conclusión de que lo mejor era huir. Boston, Chicago, Los Angeles, cualquier ciudad con grandes barrios marginales. Podría desaparecer y, si tuviera paciencia, esperar una temporada para volver a las andadas.
– ¿Y cree que tendría la paciencia necesaria? -preguntó Shaeffer.
Cowart negó con la cabeza.
– No. Tampoco sé si él piensa que necesita paciencia. Ha ganado todas las partidas. Es arrogante, está en racha y cree que no podemos atraparlo. Y en el supuesto de que diéramos con él, ¿qué podríamos hacerle? Ya nos ha vencido más veces. Seguro que cree que puede lograrlo de nuevo.
– Lo que significa que sólo hay un lugar al que puede estar dirigiéndose en este momento -terció Brown bruscamente. Los miró-. Sólo un lugar: donde todo comenzó.
– Pachoula -dijo Cowart.
– Pachoula -asintió el teniente-. Su hogar. Mi hogar. El lugar donde se siente seguro. A pesar de que allí todo el mundo lo odie, es donde sigue sintiéndose cómodo y seguro. Un buen lugar para comenzar y para acabar. Y allí es donde ha ido, estoy seguro.
Cowart asintió con la cabeza y señaló el teléfono.
– Pues llame. Ordene que vigilen la casa de la abuela. Haga que lo detengan.
Brown vaciló un instante y se dirigió hacia el teléfono. Marcó rápidamente los números y aguardó. Tras unos segundos, dijo:
– ¿Central? Soy el teniente Brown. Páseme con el oficial de guardia.
– Un silencio-. ¿Randy? Soy Tanny Brown. Mira, ha surgido algo. Algo importante. No quiero entrar en detalles ahora, pero necesito que me hagas un favor. Asigna un par de coches patrulla para que vigilen el colegio todo el día. Y pon otro coche delante de mi casa. Que el agente le diga a mi padre que llegaré lo antes posible y se lo explicaré todo, ¿de acuerdo?
Una pausa.
– No, no. Sólo haz lo que te pido, ¿entendido? Te lo agradezco. No te preocupes por el viejo. Él se las arregla bien. Son las niñas las que me preocupan…
Escuchó y luego agregó:
– No, nada tan específico. Yo me encargaré de todo el papeleo cuando vuelva. Hoy, si puede ser. De lo contrario, mañana. ¿Que qué tienen que vigilar? A cualquiera que les llame la atención. ¿Entendido? Cualquiera.
Colgó.
– Pero no les ha hablado de Ferguson -observó Cowart sorprendido-. Ni una palabra.
– Les he dicho lo suficiente. No nos lleva tanta ventaja. Si nos damos prisa lo alcanzaremos antes de que esté preparado para encontrarse con nosotros.
– Pero qué pasa si…
– Nada de peros, Cowart. Los coches patrulla lo mantendrán alejado hasta que lleguemos nosotros. Y entonces será mío. -Los miró con furia contenida-. De nadie más. Yo acabaré con él. ¿Entendido?
Guardaron silencio hasta que Cowart se dirigió a la cómoda y sacó un horario de vuelos de su pequeña maleta.
– A mediodía hay un vuelo a Atlanta -informó-. A Mobile no hay nada hasta media tarde. Pero podemos volar a Birmingham y desde allí coger un coche. A última hora del día estaríamos en Pachoula.
Brown asintió. Lanzó una mirada inquisitiva a Shaeffer, que masculló en señal de aprobación.
– A última hora del día -repitió quedamente el teniente.
26
Atravesaron la frontera entre Alabama y el condado de Escambia, conduciendo rápido mientras el crepúsculo del Golfo los llevaba hacia la noche. El cielo sureño había perdido la luminosidad de su azul satinado, y en su lugar surcaba el horizonte un gris sucio que amenazaba con mal tiempo. Un viento cálido y cambiante soplaba a rachas, las ráfagas ocasionales hacían vibrar las ventanillas del coche, despojándolos del frío y la humedad que arrastraban desde el noreste. Pasaron por delante de granjas polvorientas y zonas de pinos de gran altura, cuya posición erguida y vertical evocó en la mente de Cowart el momento en que los espectadores de un estadio se ponen en pie impulsados por la tensión. La velocidad del coche era reflejo de las dudas que los asaltaban. Todos sentían la urgencia, la necesidad de avanzar a toda prisa, acompañados en todo momento por la incertidumbre. El paisaje pasaba con gran celeridad; apenas parecía haber espacio suficiente para respirar en aquella estrecha carretera. Cowart se agarró al reposabrazos al ver que se aproximaban a un viejo autobús escolar, pintado de blanco reluciente, que avanzaba balanceándose lentamente por el único carril de la carretera. Brown tuvo que pisar el freno para evitar embestirlo por detrás. Cowart alzó la vista y vio que en la parte trasera del autobús, sobre la salida de emergencia, unas palabras escritas a mano en un rojo chillón, entusiasta y alegre rezaban: «¡Aún estás a tiempo de dar la bienvenida a tu salvador!» Debajo, en letras ligeramente más pequeñas, pero igual de recargadas: «Nueva Iglesia Bautista de la Redención. Pachoula, Florida.» Y por último, en el parachoques, una exhortación en letras grandes y pomposas: «¡Sígueme hasta Jesús!»
Cowart bajó la ventanilla y oyó las voces del coro religioso, que se sobreponían a los chirridos y carraspeos del autobús. Aguzó el oído pero no logró entender la letra del canto coral, aunque oía fragmentos de la música.
Brown dio un volantazo y pisó el acelerador. Con una maniobra rápida adelantaron al autobús. Cowart miró las ventanillas y vio a decenas de personas negras que se mecían y daban palmadas siguiendo el zarandeo del vehículo y el ritmo de la música. Sus voces fueron ahogadas por la velocidad y la distancia.
Continuaban adentrándose en una oscuridad cada vez mayor. Al debilitarse, la luz desdibujaba los contornos de las casas y construcciones y cada vez resultaba más difícil distinguir la serpenteante carretera por la que viajaban.
– En este condado Jesús hace horas extra -dijo Brown-. Recogiendo almas.
El teniente había conducido en silencio, incapaz de quitarse de la cabeza el recuerdo que había irrumpido de pronto en su conciencia. Se trataba de una imagen de la guerra, terrible aunque habituaclass="underline" él llevaba siete meses en el campo y su pelotón había cruzado el descampado; era casi al final del día, se hallaban cerca del campamento, tenían calor, estaban sucios y cansados y, probablemente, en lugar de prestar atención iban pensando en lo que les esperaba al llegar, en la comida, en el descanso, en otra noche tensa e incómoda… lo cual los hacía muy vulnerables. De forma que, en retrospectiva, la sorpresa no debería haber sido tal cuando el disparo de un francotirador cortó el aire y uno de los hombres, el que iba al frente, se desplomó tan repentinamente que Brown tuvo la sensación de que un dios encolerizado había descendido para llevárselo por puro capricho. El hombre había lanzado un grito de miedo y dolor: «¡Ayudadme! ¡Por favor!» Brown no se había inmutado. Sabía que el francotirador estaba aguardando a que alguien socorriera al hombre herido. Sabía qué ocurriría si acudía en su ayuda. De modo que permaneció inmóvil, cuerpo a tierra, pensando: «Yo también quiero vivir.» Se quedó así hasta que el jefe de pelotón dio la orden de atacar la hilera de árboles donde se ocultaba el francotirador. A continuación, tras haber destrozado y astillado el bosque con una docena de explosivos de alta potencia, Brown corrió hacia el hombre herido. Era un chico blanco de California y sólo llevaba una semana en el pelotón. Brown se había arrodillado junto a él, contemplando su pecho desgarrado, ya sin esperanza, y tratando de recordar su nombre.