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Había sido su último herido. Y había muerto.

Una semana más tarde, Brown había regresado a casa porque su período de servicio era más corto, al igual que para muchos estudiantes de medicina; de vuelta a la Universidad Estatal de Florida, después al curso de formación en justicia penal y, finalmente, al cuerpo de policía. No era el primer negro que trabajaba en la jefatura del condado de Escambia, pero se daba por sentado que iba a ser el primero en prosperar. Lo tenía todo a su favor: era de la zona, era una estrella del fútbol, era un héroe de guerra, y era licenciado. Los viejos prejuicios se iban erosionando como rocas que se desintegran con el continuo batir de las olas.

Se sentía un poco culpable. El recuerdo de los gritos de auxilio de los heridos lo perseguía, aunque siempre habían sido los gritos de hombres a los que había salvado. «Resulta fácil evocar esas voces -pensó-. Te recuerdan que tú estabas allí haciendo el bien en medio de tantas crueldades.» Aquélla era la primera vez que recordaba el último grito de aquel hombre.

«¿También pidió ayuda Wilcox? -se preguntó-. A él también lo abandoné.»

Sabía que tendría que explicárselo a la familia de Wilcox. Por suerte, no había mujer ni pareja estable. Se acordaba de una hermana, casada con un oficial de la marina destinado en San Diego. Le constaba que la madre de Wilcox había fallecido, y que su padre vivía solo en un hogar de ancianos. Había docenas de residencias para la tercera edad en el condado de Escambia; era un negocio en auge. Recordó los primeros encuentros con el padre de Wilcox: un hombre estricto y severo. «Es un hombre que ya detesta el mundo. Ahora tendrá un motivo más -pensó-. ¿Cómo se lo diré? ¿Que lo perdí? ¿Que lo dejé con una detective inexperta y desapareció? ¿Que lo doy por muerto? ¿Desaparecido en acto de servicio? Pero no es como si hubiera desaparecido en medio de la selva.» Sin embargo, se dio cuenta de que efectivamente era así.

Puso las luces largas del coche. Inmediatamente vislumbraron los ojitos redondos y rojos de una zarigüeya asomada a un margen de la carretera, como dispuesta a desafiar a las ruedas del coche. Brown no se desvió, y en el último momento el animalito saltó de nuevo a la cuneta.

Brown pensó que ojalá él también pudiera esconderse.

«Imposible», se dijo.

Poco tiempo después, paró el coche en el aparcamiento de un motel llamado Admiral Benbow Inn, en las afueras de Pachoula y dejó a Cowart y Shaeffer en la acera. Sus rostros quedaron iluminados por un letrero blanco cuyo resplandor atraía la atención de todos los conductores de la interestatal.

– Volveré -dijo con un tono enigmático.

– ¿Qué va a hacer?

– Organizar los refuerzos. No creerá que vamos a atraparlo nosotros solos, ¿no?

Cowart pensó en lo que Brown había dicho en Newark. No se imaginaba que iban a pedir refuerzos.

– Supongo que no.

Shaeffer les interrumpió.

– ¿A qué hora?

– Temprano. Les recogeré antes de que amanezca. Pongamos las cinco y cuarto.

– ¿Y luego?

– Iremos a casa de la abuela de Ferguson. Creo que él estará allí. A lo mejor lo sorprendemos durmiendo. A ver si hay suerte.

– ¿Y si no? -preguntó Cowart-. ¿Qué haremos entonces?

– Buscaremos mejor. Pero creo que allí lo encontraremos.

Shaeffer asintió. Sonaba sencillo e imposible al mismo tiempo.

– ¿Dónde va usted ahora? -preguntó Cowart de nuevo.

– Ya se lo he dicho. A organizar los refuerzos. Tal vez a rellenar algunos informes. Y quiero pasar por mi casa a ver a mi familia. Nos reuniremos antes de que salga el sol.

Luego arrancó y se alejó a gran velocidad, dejando al periodista y la joven detective en la acera, como un par de turistas despistados en el extranjero. Por un instante miró por el retrovisor y los vio dirigirse a la recepción del motel. Parecían pequeños, indecisos. Luego tomó una curva y los perdió de vista. Sintió una especie de liberación interior, como si se hubiera aflojado algo que lo estaba oprimiendo. Sentía también que la amargura brotaba en su interior, notaba su regusto en la lengua. La noche lo envolvía y, por primera vez en días, se sintió tranquilo, lo suficiente para dar rienda suelta a su ira. Condujo bruscamente, a toda velocidad pero sin rumbo. No tenía la menor intención de rellenar informes ni de organizar refuerzos. Se dijo: «Las cuentas con la muerte pueden esperar.»

Cowart y Shaeffer se registraron en el motel y se dirigieron al restaurante para comer algo. Ninguno de los dos tenía mucho apetito, pero era la hora de cenar, de modo que parecía lo lógico. Les atendió una camarera que, a juzgar por sus gestos, se sentía incómoda con el almidonado uniforme azul, probablemente demasiado estrecho, que le aprisionaba los exuberantes pechos. El interés que mostró al tomarles nota fue mínimo. Mientras esperaban, Cowart miró a Shaeffer y cayó en la cuenta de que no sabía prácticamente nada de ella. Y también de que había pasado mucho tiempo desde la última vez que había estado sentado frente a una mujer joven. Tras la agresiva personalidad que proyectaba la detective se escondía en realidad una mujer atractiva. Cowart pensó: «Si esto fuera Hollywood, habrían surgido entre nosotros sentimientos intensos por todas las vivencias comunes y ahora nos fundiríamos en un abrazo -pensó él y sonrió-. Pero me temo que ni siquiera lograremos mantener una conversación agradable.»

– Esto no es parte de los cayos, ¿verdad? -comentó por decir algo.

– No.

– ¿Usted creció allí abajo?

– Sí, más o menos. Nací en Chicago pero nos trasladamos allí cuando yo era pequeña.

– ¿Por qué decidió hacerse policía?

– ¿Es una entrevista? ¿Piensa escribir un artículo sobre mí?

Cowart le hizo un gesto desdeñoso con la mano, pero se dio cuenta de que posiblemente tuviera razón. Era probable que acabara incluyendo los pequeños detalles cuando se sentara a relatar todo lo ocurrido.

– No. Sólo trataba de entablar una conversación normal. No tiene por qué responder. Podemos quedarnos en silencio, a mí no me supone ningún problema.

– Mi padre era policía, detective en Chicago hasta que le dispararon. Después de su muerte nos trasladamos a los cayos. En busca de refugio, supongo. Yo pensé que tal vez me gustaría el trabajo de policía, así que me matriculé después del instituto. Lo llevo en la sangre, supongo. Y eso es todo.

– ¿Cuánto tiempo lleva…?

– Dos años en coche patrulla. Seis meses en atracos y robos. Tres meses en homicidios. Ya está. Ésa es mi historia.

– ¿Los asesinatos de Tarpon Drive han sido su primer caso importante?

Ella negó con la cabeza.

– No. Y, por cierto, todos los homicidios son importantes.

Shaeffer no supo si Cowart se había tragado el farol o se había percatado, pero él se centró en la ensalada, que era unos trozos de lechuga iceberg con un tomate cortado y salsa Thousand Island. Pinchó un cuarto de tomate con el tenedor y lo levantó.

– Nueva Jersey número seis -dijo.

– ¿Cómo?