– Tomates de Nueva Jersey -explicó él-. De hecho, seguramente no estén maduros pero por el aspecto éste podría tener un año, por lo menos. ¿Sabe lo que hacen? Los recogen cuando aún están verdes, mucho antes de que maduren. Por eso están duros como una piedra. Al cortarlos no se descomponen, no se salen las semillas ni la pulpa; así los quieren los restaurantes. Por supuesto, nadie se comería un tomate verde, de modo que le inyectan un colorante rojo para que luzcan mejor. Los venden por miles de millones a los locales de comida rápida.
Ella lo contempló. «Ya no sabe lo que dice -pensó-. Bueno, no es de extrañar. Su vida se ha ido al traste. -Se miró la mano-. Tal vez tenemos eso en común.»
Guardaron silencio. La taciturna camarera les llevó la cena. Cuando Shaeffer ya no pudo contenerse más, preguntó:
– Ahora dígame qué demonios cree que va a pasar.
Empleó un tono de voz bajo, casi de conspiración, pero cargado de apremio por saber. Cowart se apartó ligeramente de la mesa y la miró antes de responder:
– Creo que vamos a encontrar a Ferguson en casa de su abuela.
– ¿Y después?
– El teniente lo detendrá por el asesinato de Joanie Shriver, otra vez, aunque sea inútil. O por obstrucción a la justicia. O por mentir bajo juramento. O quizá como testigo material de la desaparición de Wilcox. Por cualquier cosa que se le ocurra. Entonces usted y él cogerán todo lo que sabemos y lo que no sabemos y comenzarán a interrogarlo. Y yo escribiré un artículo y esperaré a que explote la bomba. -La miró-. Al menos Ferguson estará controlado y no por ahí haciendo de las suyas. Es el único modo de frenarlo.
– ¿Y será así de fácil?
Cowart negó con la cabeza.
– No -respondió-. Será peligroso y arriesgado.
– Ya lo sé -repuso ella muy tranquila-. Sólo quería asegurarme de que usted también lo supiera.
Volvieron a guardar silencio durante unos instantes incómodos, hasta que Cowart dijo:
– Todo ha ocurrido muy deprisa, ¿verdad?
– ¿A qué se refiere?
– Parece que haya pasado mucho tiempo desde que Sullivan fue ejecutado en la silla. Pero sólo han pasado unos días.
– ¿Hubiera preferido que durara más? -preguntó ella.
– No. Quiero que termine.
– ¿Y qué pasará cuando todo termine?
Cowart no dudó en responder:
– Que tendré la posibilidad de volver a lo que hacía antes de que empezara todo esto. Sólo la posibilidad. -Se guardó la respuesta que consideraba más exacta: «Tendré la posibilidad de estar a salvo.» Soltó una risita sarcástica-. Lo más probable es que me linchen de mala manera en el proceso. Y a Tanny Brown. Tal vez a usted también. Pero… -Se encogió de hombros dando a entender que ya no le importaba, lo cual era mentira.
Para Shaeffer, la gente que pretendía que las cosas volvieran a ser como antes solía ser tremendamente ingenua.
– ¿Confía usted en el teniente Brown? -preguntó.
Cowart titubeó.
– Creo que es un hombre peligroso, si se refiere a eso. Pienso que ha tocado fondo. También creo que va a hacer lo que dice. -Se abstuvo de añadir: «Creo que está lleno de rabia contenida y odio hacia sí mismo»-. Aunque desde luego no ha alcanzado su actual posición infringiendo la ley -continuó-. Ha llegado hasta ahí jugando limpio, ateniéndose a lo establecido, comportándose como la gente esperaba que lo hiciera. Transgredió la norma en una ocasión, cuando permitió que Wilcox diera una paliza a Ferguson para que confesara. Pero no volverá a cometer el mismo error.
– A mí también me parece que ha tocado fondo -coincidió ella-. Pero se lo ve decidido. -¿En realidad pensaba eso? Podría decirse lo mismo de Cowart, o incluso de ella misma.
– Da igual -dijo Cowart de repente.
– ¿Porqué?
– Porque los tres vamos a llevar esto hasta el final.
La camarera fue a retirar los platos y preguntó si iban a tomar postres. Rehusaron, y tampoco pidieron café. La camarera, hosca, parecía haberse anticipado a sus respuestas: traía la cuenta, que dejó sin más encima de la mesa. Shaeffer insistió en pagar su mitad. De camino a las habitaciones no cruzaron palabra. Tampoco se dieron las buenas noches.
Andrea Shaeffer cerró la puerta y fue directa a la cómoda de la pequeña habitación. Imágenes de los días anteriores y retazos de conversaciones invadían su mente de un modo confuso e inquietante. Pero respiró hondo y se recompuso. Colocó su bolso encima de la cómoda y sacó su semiautomática de 9 mm. Extrajo el cargador de la culata para asegurarse de que estaba lleno. Inspeccionó el cañón y se cercioró de que todo el mecanismo funcionaba correctamente. Volvió a cargar el arma y la depositó delante de sus ojos. Luego rebuscó en su bolso el cargador de repuesto. Lo revisó y a continuación lo colocó junto a la pistola.
Miró fijamente el arma.
Pensó en las horas que había pasado practicando con aquella pistola. La jefatura central del condado de Monroe tenía un campo de tiro en una zona deshabitada justo debajo de Marathon. El procedimiento era muy simple; mientras ella avanzaba entre una serie de edificios abandonados que eran poco más que el armazón de cemento de casas blanqueadas por el sol, un oficial de control de campo activaba electrónicamente una serie de objetivos. Ella solía obtener buenos resultados, puntuando regularmente por encima de noventa. Pero lo que más le gustaba era lo excitante de aquellas prácticas, tener que avistar el objetivo, distinguir si era amigo o enemigo y, una vez decidido, disparar o no. Le producía una sensación de total inmersión, ajena a todo salvo al sol, al peso de la pistola y a los objetivos que iban apareciendo. Era una zona diseñada para aprender a matar. Allí se sentía cómoda, sola, con el único cometido de ir avanzando.
Miró de nuevo la pistola.
«Nunca he disparado a un objetivo en la vida real», pensó.
Recordaba el frío y la neblina de las calles de Newark.
No había sido como ella lo imaginaba. Ni siquiera había sabido que entonces estaba en medio de una acción real. Los viandantes, las miradas y los gestos amenazadores, la inútil persecución por las calles. Por primera vez había sido de verdad para ella. Apretó los dientes y se prometió que no volvería a fallar.
Dejó el arma sobre la cama y alcanzó el teléfono. Michael Weiss contestó al tercer tono.
– ¡Eh, Andy! -exclamó-. Vaya, me alegra saber de ti. ¿Cómo han ido las cosas por ahí? ¿Qué ha pasado con tu chico malo?
– Yo tenía razón -respondió Shaeffer-. Ese tipo está como un cencerro. Tengo que ayudar a este poli de Escambia con un arresto, luego volveré a casa.
Notó que Weiss estaba asimilando su enigmática explicación. Antes de que él pudiera replicar, agregó:
– Estoy en Florida. Puedo llegar a Starke mañana, ¿de acuerdo? Allí te pondré al corriente.
– Está bien -respondió él-. Pero no pierdas más tiempo. Por cierto, adivinas qué he encontrado.
– ¿El arma del crimen?
– No he tenido tanta suerte. Pero adivina quién realizó doce llamadas de teléfono a su hermano de los cayos durante el mes previo a los asesinatos. Y adivina de quién era el todoterreno nuevecito al que multaron por exceso de velocidad en la 1- 95, a las afueras de Miami, veinticuatro horas antes de que el señor periodista hallara los cuerpos.
– ¿Del bueno del sargento?
– Bingo. Mañana veré al concesionario. Tengo que averiguar exactamente cómo compró ese cuatro por cuatro nuevo, rojo. Con neumáticos gruesos y una barra de luces. Ya sabes, un Ferrari de paleto sureño. -Soltó una risita-. Venga, Andy, yo ya he recabado toda la información. Ahora necesito tu famosa técnica de interrogatorio implacable para acorralar a ese tipo. Es el hombre que buscamos. Lo presiento.
– Iré mañana -dijo ella.
Colgó. Sus ojos se posaron en el arma, que yacía en la cama a su lado. Dejó la mente en blanco, cogió la pistola y, protegiéndola entre sus manos, se tumbó en la cama y se quitó los zapatos, aunque no la ropa. Se dijo que necesitaba dormir un rato y cerró los ojos, sin soltar la pistola, ligeramente indignada con Cowart por haber puesto de relieve la verdad: ella seguiría implicada hasta el final.