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– Sí, está bien -asintió Cowart. Iban separados en busca de lo mismo. Uno llamaría a la puerta con una pistola, el otro con una pregunta, ambos buscando las mismas respuestas.

– ¿Piensa arrestarlo? -preguntó Shaeffer-. ¿De qué lo acusará?

– Bueno, primero le sugeriré que nos acompañe para que podamos interrogarlo. A ver si viene voluntariamente. Si se niega lo arrestaré otra vez por el asesinato de Joanie Shriver, y además por obstrucción a la justicia y por mentir bajo juramento, como ya les dije ayer. Por las buenas o por las malas, vendrá con nosotros. Una vez lo tengamos a buen recaudo, aclararemos todo lo ocurrido.

– ¿Va a pedírselo o…?

– Intentaré ser educado -respondió Brown, y una leve y triste sonrisa asomó a la comisura de sus labios-. Pero tendré el arma amartillada, el dedo en el gatillo y el cañón apuntando a la cabeza de ese hijoputa.

Shaeffer asintió.

– No se saldrá con la suya -añadió Brown en voz baja-. Mató a Joanie y a Bruce. Y a saber a cuántos más. Esto se tiene que acabar aquí.

Hubo un tenso silencio.

Cowart pensó: «Llega un punto en que las pruebas que exige un tribunal de justicia dejan de importar.» Unos rayos de luz atravesaron tímidamente las ramas de los árboles, lo bastante para revelarles las formas del camino.

– ¿Y usted, Cowart? -preguntó de pronto el teniente-. ¿Lo tiene todo claro?

– Lo suficiente.

Brown asintió y abrió la puerta.

– Perfecto -dijo, incapaz de disimular cierto tono burlón-. Entonces, vamos allá.

Al bajar del coche al estrecho camino de tierra, encorvó ligeramente sus anchas espaldas, como dispuesto a enfrentarse a una tempestad. Por un instante, Cowart lo observó avanzar a paso firme y pensó: «¿Cómo pude suponer en algún momento que entendía lo que hay realmente dentro de él o de Ferguson?» Ahora, ambos hombres le parecían igual de misteriosos. Desechó ese pensamiento y se dio prisa en alcanzar al teniente. Shaeffer se situó al otro lado y mientras los tres marchaban en línea, la niebla matutina amortiguaba sus pasos formando una especie de volutas de humo gris alrededor de sus pies.

Cowart fue el primero que divisó la casa, en un pequeño claro al final del camino. La bruma procedente de la ciénaga la envolvía con un halo misterioso y fantasmagórico. Dentro no había luces; al primer vistazo no percibió ningún movimiento, aunque suponía que habían llegado a la hora de levantarse. «Seguro que la anciana se levanta antes del canto del gallo -pensó-. Y también seguro que se queja de que el pobre bicho no cumple con su obligación.» Aminoraron el paso a la vez y se ocultaron en las sombras de los árboles para inspeccionar la casa.

– Está ahí -susurró Brown.

– ¿Cómo lo sabe?

El teniente señaló hacia la parte trasera de la cabaña. Cowart vio que por detrás sobresalía el capó de un coche. Aguzó la vista y distinguió entre la suciedad el azul y amarillo de la matrícula: Nueva Jersey.

– Además, es su tipo de coche -susurró Brown-. Un par de años. Fabricado en Estados Unidos. Apuesto a que no tiene nada que llame la atención. Completamente anodino. El tipo de coche que pasa inadvertido, como el que tenía antes.

Se volvió hacia Shaeffer y le puso la mano en el hombro, apretándolo. Cowart advirtió que era el primer gesto afectuoso que le dedicaba a la joven policía.

– Sólo hay dos puertas -añadió en susurros pero conservando la firmeza-. La delantera, donde estaremos nosotros. Y la trasera, donde va a estar usted. Ahora bien, si no recuerdo mal, hay ventanas en el lateral izquierdo, ahí… -Señaló el lado de la casa más cercano al bosque-. Allí están las habitaciones. Yo cubriré todas las ventanas de la derecha. Usted vigilará la puerta trasera, pero piense que él puede intentar huir por la ventana. Téngalo presente. Y manténgase alerta. ¿De acuerdo?

– De acuerdo -respondió ella, y tuvo la sensación de que le temblaba la voz.

– Quiero que permanezca ahí, en su puesto, hasta que yo la llame. ¿De acuerdo? La llamaré por su nombre. Manténgase callada y agachada. Usted será la válvula de seguridad.

– Está bien.

– ¿Ha participado alguna vez en una misión como ésta? -le preguntó Brown-. Supongo que debí preguntárselo antes. -Sonrió.

Ella negó con la cabeza.

– He hecho varias detenciones. Conductores borrachos y bribones de tres al cuarto, y un par de violadores. Pero nadie como Ferguson.

– No hay muchos como Ferguson para practicar -bromeó Cowart.

– No se preocupe -repuso Brown con tono tranquilizador-. Es un cobarde. Sí, muy valiente con niñas y adolescentes asustadas, pero incapaz de enfrentarse a personas como usted y yo… -Cowart tuvo ganas de recordarle a Wilcox, pero se contuvo-. Téngalo en cuenta. No va a haber nada que… -añadió con su acento sureño, un tono relajado pero incongruente con lo que estaba diciendo-. Bueno, vayámonos antes de que acabe de amanecer y la gente empiece a despertar.

Shaeffer asintió y echó a andar, pero al punto se detuvo.

– ¿Hay perro? -preguntó con inquietud.

– No. -Brown hizo una pausa y repitió las instrucciones-. Cuando usted llegue a la esquina, yo iré hacia la puerta del frente. Usted cubrirá la parte de atrás. Cuando yo haya llegado a la puerta lo sabrá, no voy a ser muy sigiloso.

Shaeffer cerró los ojos un instante, respiró hondo y se armó de valor. Se dijo: «Ni un solo error esta vez.» Miró la desvencijada cabaña y pensó que en un lugar tan reducido no habría espacio para errores.

– Vamos allá -dijo, y avanzó a paso ligero por el claro, ligeramente agachada, surcando el aire húmedo y la neblina.

Cowart la observó aproximarse a la esquina de la casa, pistola en mano, apuntando hacia abajo pero preparada.

– ¿Está viéndolo, Cowart? -preguntó Brown, y su voz pareció llenar algún vacío interior del periodista-. ¿Tomará nota de todo?

– De todo -respondió, y apretó los dientes.

– No veo su libreta.

Cowart alzó la mano y le enseñó una delgada libreta que sacudió de un lado a otro. Brown sonrió y le dijo:

– Me alegra que vaya armado, que sea un tío peligroso.

Cowart lo miró fijamente.

– Es broma, Cowart. Relájese.

Cowart asintió y el teniente observó a Shaeffer, apostada en la esquina de la cabaña. Luego sonrió levemente. Se irguió y sacudió los hombros como un perro al incorporarse. Cowart pensó que Brown era una especie de guerrero cuyos miedos y aprensiones se desvanecían apenas el enemigo aparecía ante sus ojos. No es que se mostrara feliz, pero parecía cómodo con cualquier peligro que acechara en el interior de la casa, más allá de la luz frágil del amanecer y las grises espirales de neblina. El periodista se miró las manos, como si fueran una ventana abierta hacia sus sentimientos. Tenían aspecto pálido pero firme. Pensó: «He llegado hasta aquí. Llegaré hasta el final.»

– Pues no es un chiste tan malo, dadas las circunstancias -respondió por fin.

Ambos sonrieron.

– Está bien -dijo Brown-. Toque de diana.

Se giró hacia la casa y recordó la primera vez que había ido allí en busca de Ferguson. Entonces no se imaginaba la avalancha de prejuicios y odio que desataría. Todos los sentimientos que Pachoula quería olvidar habían resucitado cuando Robert Earl Ferguson fue trasladado a la comisaría para ser interrogado sobre el asesinato de la pequeña Joanie Shriver. Brown tenía muy claro que no pasaría por aquello otra vez.

Comenzó a avanzar deprisa, cruzando directamente el estéril y reseco patio delantero de la casa, sin volver la vista atrás para comprobar si Cowart lo seguía. El periodista llenó los pulmones de aire, se preguntó por qué de pronto el aire le había secado la boca y se dio cuenta de que la sequedad no procedía del aire; entonces apretó el paso hasta dar alcance al teniente.

Brown se detuvo al pie de los escalones del porche. Se volvió hacia Cowart y susurró: