– Si todo se va al carajo de repente, apártese de mi línea de fuego.
Cowart asintió rápidamente con la cabeza, la agitación recorriéndole todo el cuerpo, siguiendo el rastro de los miedos que reverberaban, en su interior.
– Vamos allá -dijo el teniente.
Subió los escalones de dos en dos y Cowart lo siguió. Sus pisadas crujieron en el entarimado, a lo cual se añadió el apremio con que llamó a la puerta. De inmediato se apartó a un lado para quitarse de en medio y empujó a Cowart hacia el otro lado. Abrió la puerta mosquitera y accionó el pomo de la principal, que se resistió.
– ¿Cerrada? -susurró Cowart.
– No. Atascada, creo.
Volvió a girar el pomo. Miró a Cowart negando con la cabeza. Luego golpeó con fuerza tres veces la madera desconchada, haciendo vibrar la casa entera.
– ¡Ferguson! ¡Policía! ¡Abre la puerta!
Antes de que se extinguiera el eco de su atronadora voz, había arrancado la puerta mosquitera. Luego dio un paso atrás y lanzó una patada brutal contra la puerta. Al agrietarse, el marco produjo un chasquido similar a un disparo y Cowart dio un respingo. Brown se apartó de nuevo y pegó otro patadón a la puerta, que se deformó y quedó medio abierta.
– ¡Policía! -gritó de nuevo.
Y a continuación lanzó todo su peso contra la puerta, con el hombro por delante, como un defensa que se lanza a un placaje desesperado del que depende la victoria de su equipo.
La puerta cedió con ruido de madera rajándose y astillándose.
Brown acabó de derribarla y entró en el recibidor medio agachado, apuntando con el arma en todas direcciones. Volvió a gritar:
– ¡Policía! ¡Ferguson, sal de ahí!
Cowart vaciló un instante, tragó saliva y siguió los pasos del policía, confuso y con el estruendo del asalto retumbándole aún en los oídos. Aquello era como saltar a un precipicio, pensó.
– ¡Maldita sea! -exclamó Brown, y se dispuso a llamar de nuevo, pero no necesitó hacerlo.
Robert Earl Ferguson salió de una habitación.
Por un instante, pareció que su piel oscura se confundía con las grises sombras del amanecer que penetraban por las ventanas. Avanzó lentamente hacia el encorvado teniente. Llevaba puesta una holgada camiseta azul y unos vaqueros desgastados aún sin abrochar. Iba descalzo y sus pasos producían sonidos sordos en el suelo de madera. Levantaba los brazos con desgana, casi con despreocupación, como rindiéndose con sorna. Entró en la sala y se detuvo frente a Tanny Brown, que se fue enderezando con cautela, manteniendo la distancia. Una falsa sonrisa apareció en el rostro de Ferguson, que echó un vistazo rápido alrededor. Se fijó en los destrozos de la puerta y luego en Matthew Cowart. A continuación clavó la mirada en Brown.
– ¿Piensa pagar la puerta? -preguntó-. No estaba cerrada. Sólo es un poco testadura. No hacía falta romperla. La gente del campo no necesita cerrar las puertas. Usted lo sabe. Bien, ¿qué quiere de mí, detective?
No había ni un ápice de angustia o miedo en su voz. Tan sólo una desesperante serenidad, como si los hubiera estado esperando.
– Ya sabes lo que quiero de ti -repuso Brown sin dejar de apuntarle al pecho.
Pero los dos hombres continuaban alejados, mirándose con recelo de una punta a otra de la pequeña habitación.
– Ya. Quiere alguien a quien culpar. Siempre la misma historia -dijo Ferguson con frialdad.
Observó la pistola que lo apuntaba. Luego buscó la mirada del policía, entornando los ojos para que su gesto pareciera tan duro como su voz.
– No voy armado -dijo, extendiendo las manos con las palmas hacia arriba-. Y no he hecho nada. No necesita el arma.
Brown no movió la pistola un centímetro y Cowart notó un fugaz asomo de duda y nerviosismo en el rostro de Ferguson, pero al punto se desvaneció. Su voz había sonado como la de un hombre intocable. Cowart miró a Brown y cayó en la cuenta: «No puede tocarlo.»
El asesino se volvió hacia Cowart, ignorando al policía. Esbozó una lenta sonrisa que provocó un escalofrío al periodista.
– ¿Usted también ha venido por lo mismo, señor Cowart? Esperaba la visita del teniente, pero creí que usted habría entrado en razón. ¿O le ha traído algún otro motivo?
– No. Sigo buscando respuestas -le respondió Cowart con voz ronca.
– Pensaba que en nuestra charla del otro día habría encontrado todas las respuestas. No se me ocurre qué otras preguntas puede tener, señor Cowart. Pensaba que las cosas habían quedado bastante claras. -Pronunció las últimas palabras con un tono áspero.
– Las cosas nunca quedan del todo claras -respondió Cowart.
– Bueno -dijo Ferguson señalando a Brown-, ya tiene una respuesta. Acaba de ver cómo se comporta este hombre. Destroza mi puerta y me amenaza con una pistola. Seguro que se está preparando para arrearme otra paliza. ¿Qué piensa sonsacarme a golpes esta vez, teniente?
Brown no respondió.
Cowart negó con la cabeza y dijo:
– Esta vez no habrá errores.
Ferguson montó en súbita cólera y tensó los brazos.
– No puedo decirles nada -les espetó Ferguson.
Dio un paso hacia el periodista, pero se detuvo. Cowart vio que luchaba por mantener el control. Lo logró y se apoyó contra una pared.
– Yo no sé nada. Por cierto, teniente, ¿dónde está su compañero? Si van a darme otra paliza echaré de menos al detective Wilcox. Va a necesitar su ayuda, ¿no le parece?
– Tú sabrás decirme dónde está… -repuso Brown con tono cortante-. Eres la última persona que lo vio.
– ¿No me diga? -Al parecer, Ferguson se había pasado la noche en vela preparando las respuestas, como si supiera lo que iba a suceder aquella mañana. Elevó la voz-. ¿Puedo bajar las manos si vamos a hablar?
– No. ¿Qué le pasó a Wilcox?
Ferguson sonrió de nuevo y, a pesar de la negativa, bajó las manos.
– Y yo qué coño voy a saber. ¿Se ha ido a alguna parte? Espero que al infierno. -Ensanchó la sonrisa con gesto burlón.
– A Newark -dijo Brown.
– Pues Newark es el mismísimo infierno -respondió Ferguson.
El teniente entornó los ojos. Tras una breve pausa, Ferguson dijo:
– Nunca lo he visto por allí. Maldita sea, llegué a Pachoula ayer mismo por la noche. Desde Jersey es un viaje bastante largo. ¿Dice que Wilcox estaba en Newark?
– Él te vio. Te persiguió.
– ¡Alto ahí! Yo de eso no sé nada. La otra noche un blanco pirado empezó a perseguirme, pero no logré verle la cara. En ningún momento se acercó lo suficiente. De todas formas, lo perdí de vista en un callejón. Llovía mucho. No sé qué le pasó. Ya sabe, en mi barrio hay persecuciones a todas horas. No es extraño tener que largarse por piernas en un momento dado. Y le aseguro que no me gustaría estar en el pellejo de un blanco que ande solo de noche por allí, ya me entiende. Es un lugar muy poco recomendable. Allí la gente te arranca el corazón para canjearlo por una raya de coca.
Volvió la mirada hacia Cowart.
– ¿No es así, señor Cowart? Claro que sí, te arrancan el corazón.
Matthew Cowart sintió una ira tan repentina como abrumadora. Miró a Ferguson y la rabia y la frustración lo embargaron. Se acercó a él y le hincó el bolígrafo en el pecho.
– Me mentiste -le espetó-. Me mentiste antes y me estás mintiendo ahora. Tú lo mataste, admítelo. Y también mataste a Joanie. Los mataste a todos. ¿A cuántos? ¿A cuántos, maldita sea?
Ferguson se irguió.
– No diga insensateces, señor Cowart -respondió con fría serenidad-. Ese hombre -señaló a Brown- le ha llenado la cabeza de cosas absurdas. Yo no he matado a nadie. Ya se lo dije el otro día. Y se lo repito ahora.
Volvió la vista hacia el policía.
– No tiene con qué amenazarme, teniente. Absolutamente nada que pueda sostenerse más de un minuto ante un tribunal, nada que cualquier abogado no pueda hacer picadillo. No tiene nada de nada.